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La pesca milagrosa

1. En el tercer domingo de Pascua se contempla el capítulo 21 del Evangelio de San Juan, que es como un epílogo a los 20 capítulos previos, en clave eclesiológica. Como para cerrar su evangelio con broche de oro, Juan presenta, una vez más, el papel prioritario de Pedro en la Iglesia naciente. Al comienzo, Simón lidera incluso la vida cotidiana de los apóstoles: Les dijo Simón Pedro: —Voy a pescar. Le contestaron: —Nosotros también vamos contigo. Salieron y subieron a la barca.

Los exegetas se asombran de que los discípulos, enviados por Jesús a anunciar el mensaje a todo el mundo, se entretengan en algo tan superfluo como salir a pescar. San Josemaría, en cambio, lo ve plenamente lógico: “Voy a pescar. Va a ejercer su trabajo profesional. Las cosas grandes pasan ahí. Es una cosa grande hacer cada día el trabajo ordinario”.

Continúa el relato: Pero aquella noche no pescaron nada. Sin Jesús no hay fruto, sin mí no podéis hacer nada, les había dicho durante su vida pública. Al amanecer, de camino a la playa, encuentran a un personaje que, desde la orilla, les dice: —Muchachos, ¿tenéis algo de comer? —No –le contestaron. Es el relato simple, que nos transmite el narrador como viendo la escena desde fuera. Pero ¿qué sucedió en el interior de aquellos hombres?

Llevaban una noche de duro bregar, y no habían pescado nada. Algunos quizá recordarían aquella mañana, lejana en el tiempo, cuando el Señor le había dicho a Pedro, después de una noche como la que estamos contemplando: —Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca (Lc 5,1-11). Cefas, a pesar del cansancio, había obedecido y la pesca fue abundante. Seguramente unos cuantos de los que habían pasado esta noche bogando se habrían hecho la ilusión de que aquella silueta que se intuía en la orilla podría ser la de Jesús. Y también de seguro lo reconocieron al escuchar su llamado: hijos, muchachos (paidía), ¿tenéis algo de comer? Es probable que el más cansado –quizá Pedro- hubiera respondido de mal humor, impulsivo como era: —No. Y eso es lo que transmite el relato evangélico.

Pero en el corazón del discípulo amado aquellas palabras del Maestro resonaron como en el de Magdalena el nombre propio escuchado de labios del recién resucitado. A ella le había dicho: María. A ellos, muchachos, hijos. Y ambos descubrieron en ese momento al Señor. Rabboni! respondió María. ¡Es el Señor! Le dijo Juan a Pedro. Son las pupilas dilatadas por el amor. Comenta San Gregorio de Nisa: “Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro”. Y San Josemaría: "Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: — ¡Es el Señor! El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!" (Amigos de Dios, n. 266).

Señor: en este tiempo de Pascua, purifica nuestros corazones. Envía tu Espíritu para que limpie la escoria de nuestras miserias y encienda nuestro afecto para verte también de lejos, para captar tus delicadezas, para sentir –ahora sí- un cariño firme, con toda la pureza y toda la ternura de un corazón quizá corrompido pero también acrisolado por un amor renovado para decir, al verte en la distancia: ¡es el Señor!

2. Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros? (Id.).

Pedro es un ejemplo para todos los cristianos, precisamente porque nos queda más cercano. Quizá tenemos la tentación de ver a Juan demasiado bueno, muy santo como para compararnos con él (aunque también fue corregido por Jesús, por ejemplo cuando quiso arrasar un pueblo porque no le habían hecho caso a su predicación). En cambio, con Pedro es más fácil identificarnos: los evangelios nos muestran que era un hombre impulsivo, fuerte, agresivo, y que traicionó al Señor no una sino tres veces en un momento breve, justo cuando más lo necesitaba. Era un hombre con defectos, como nosotros. Así lo describen Urteaga en su libro “Los defectos de los santos” y Chevrot en “Simón Pedro”.

Pedro es pecador, como casi todos los hombres, pero también es un hombre de fe. Es lo suficientemente humilde como para confiar en el poder de la misericordia de Dios. En aquella primera pesca a la que nos referíamos antes, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: —Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Después de esta pesca pascual, dirá: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Y aprendió para siempre la lección de Jesús: —No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás. Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas. Ése fue el primer cónclave de la historia, la elección del primer Papa.

Es impresionante la humildad de Jesús, que confía su Iglesia a pobres hombres como Pedro, como Santiago, como tú y como yo. Miserables, pero que cuentan con la fuerza de Dios. Ahí está la fuerza para esa familia de Dios que es la Iglesia, también cuando se sientan con furia los ataques de sus enemigos. Por eso, predicaba San Josemaría: «Si acaso oís palabras o gritos de ofensa para la Iglesia, manifestad, con humanidad y con caridad, a esos desamorados, que no se puede maltratar a una Madre así. Ahora la atacan impunemente, porque su reino, que es el de su Maestro y fundador, no es este mundo. "Mientras gima el trigo entre la paja, mientras suspiren las espigas entre la cizaña, mientras se lamenten los vasos de misericordia entre los de ira, mientras llore el lirio entre las espinas, no faltarán enemigos que digan: ¿cuándo morirá y perecerá su nombre? Es decir: ved que vendrá el tiempo en que desaparezcan y ya no habrá cristianos... Pero, cuando dicen esto, ellos mueren sin remedio. Y la Iglesia permanece" (San Agustín, En. in Ps., 70, II, 12)»

Las palabras del Santo de Hipona nos llenan de esperanza. Vemos a Cristo que sigue sufriendo en su Iglesia, atacada como lo fue su Maestro. El diablo piensa que así caerá también Jesús por tierra, como en el Vía Crucis, pero la Iglesia permanecerá: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, prometió Jesucristo. Y también anunció que Él permanecería con los suyos hasta el fin de los tiempos. Como Él aceptó los padecimientos hace veinte siglos, así mismo los acepta la Iglesia de hoy, tranquila porque sabe que tiene a Jesús como su Cirineo. Él no olvida su promesa: —No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás; apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas.

Hace unos años, Benedicto XVI aplicaba a esta situación una imagen del Apocalipsis, que está en el centro de todas las visiones de ese libro: se trata de “la Mujer, que da a luz un Hijo varón, y la visión complementaria del Dragón, que ha caído de los cielos, pero que todavía es muy poderoso. Esta Mujer representa a María, la Madre del Redentor, pero representa al mismo tiempo a toda la Iglesia, el Pueblo de Dios de todos los tiempos, la Iglesia que en todos los tiempos, con gran dolor, da a luz a Cristo de nuevo. Y siempre está amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa, débil. Pero, mientras está amenazada, perseguida por el Dragón, también está protegida por el consuelo de Dios. Y esta Mujer, al final, vence. No vence el Dragón. ¡Esta es la gran profecía de este libro, que nos da confianza! La Mujer que sufre en la historia, la Iglesia que es perseguida, al final se presenta como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay lágrimas ni llanto, imagen del mundo transformado, del nuevo mundo cuya luz es el mismo Dios, cuya lámpara es el Cordero”(22-VIII-06).

3. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.

La misión de sacar adelante la Iglesia, de ir por todo el mundo predicando el Evangelio, pescando esos peces grandes que casi rompen la red, no es exclusiva del Papa y de los Obispos. A todos nos corresponde. A todos nos envía el Señor. Debemos ser como esos  dos apóstoles anónimos que ayudan a Pedro y a Juan en su labor proselitista, de presentar al Señor los ciento cincuenta y tres peces grandes, pase lo que pase en el mundo.

Los Padres de la Iglesia ven el sentido figurado de esta escena: la Iglesia es esa barca que no se hunde, unida –la red no se rompe-, mientras el mundo es el mar. Gnilka ve en esta narración el esplendor de Cristo exaltado, el testimonio del Cristo vivo después de la crucifixión. El resucitado envía, pero también garantiza la eficacia de la misión.

Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo: —Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo: —Venid a comer. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú quién eres?», pues sabían que era el Señor. Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Jesús resucitado no solo envía y da fecundidad al trabajo apostólico. También asegura que siempre estará con sus discípulos, sus hijos, aunque a veces no lo descubran a su lado. En este pasaje, como en Emaús, lo reconocen al partir el pan, en alusión a la Presencia de Jesús en la Eucaristía, donde nosotros lo reconocemos y gozamos de su compañía.

Podemos concluir acudiendo a la Madre de la Iglesia para que nos aumente el amor al Cuerpo místico de Cristo, que nos alcance del Señor el amor de Juan y la fe de Pedro, para ver a Cristo que sufre con su Familia en la tierra.  Lo podemos hacer repitiendo esa jaculatoria que tanto repetía San Josemaría: "Todos, con Pedro, a Jesús por María".

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