Hacemos una pausa en el relato evangélico de San Marcos, que hace
una semana nos dejó con Jesús frente a una gran multitud, de la cual sintió
compasión porque andaban como ovejas que no tienen pastor.
La misericordia se nota en que les enseña. Pero además hace un
milagro portentoso. Es aquí donde cede la palabra al apóstol San Juan, que le
da mayor realce al signo y una gran explicación teológica. Por eso, durante los
próximos cinco domingos consideraremos el capítulo sexto del cuarto evangelio,
uno de los pasajes más profundos del Nuevo Testamento.
Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea,
el de Tiberíades. Iniciativa de Jesús, busca a la gente. Quiere que todos se salven,
no se contenta con esperarlos. Así espera que nosotros salgamos al encuentro de
las almas, para llevarles el tesoro de la vida divina y que también aprendamos
de ellas en ese diálogo maravilloso de la amistad.
Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía
con los enfermos. Así somos: lo buscamos por interés, cuando lo necesitamos.
Después, cuando las cosas van bien, nos olvidamos de Él; dejamos que pase a
ocupar un segundo lugar. Perdón, Señor. Que no confiemos más en nuestras
fuerzas. Que no sigamos contentos con nuestra mediocridad. Que no te sigamos
por los signos que puedes hacer en nuestro favor, sino por amor desinteresado,
para tratar de retornar en parte tu amor hasta la muerte.
Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto
iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos. La intimidad con Jesús requiere esfuerzo. Por eso es frecuente la
figura del monte. Cercanía de la Pascua, que trae a la mente el sacrificio
pascual de Jesús. Era una buena fecha, de tiempo fresco, lo cual nos ayuda a
entender lo que a continuación nos describe San Juan:
Jesús, al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran
muchedumbre, le dijo a Felipe: — ¿Dónde vamos a comprar pan para que coman
éstos? –lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer. El Señor se
preocupa de sus seguidores. Es previsivo: sabe lo que hará. Sin embargo, quiere
contar con nuestro pobre aporte humano. Se dirige a nosotros, pone a prueba
nuestra creatividad. Quiere que seamos sus instrumentos inteligentes, no
simples máquinas repetidoras. Por eso pregunta a Felipe: — ¿Dónde vamos a comprar pan para que
coman éstos?
¡Cuántas veces nos habremos visto interpelados, tentados como
Felipe, por cuestiones similares! El Señor pone en nuestras manos una familia,
unas personas, una entidad, una labor apostólica, y parece como si todo
dependiera de nuestro esfuerzo. Ante esos retos, caben varias reacciones:
intentar arreglarlo todo con las propias fuerzas, o dejar que sea Dios por su
cuenta el que se encargue -mientras nosotros, perezosos, nos desentendemos-, o
actuar como el Evangelio de hoy:
Felipe le respondió: —Doscientos denarios de pan no bastan ni para
que cada uno coma un poco. Es la reacción “realista”. Se ve que Felipe era un hombre
práctico, quizá cumplía con frecuencia ese papel de secretario –aunque era
Judas el que llevaba la bolsa-: preveía, calculaba y daba su veredicto. En esta
ocasión, su cuenta dice que, para dar a cada una de las personas de esa
multitud, no alcanzarían ni doscientos jornales, unos cuatro millones de pesos
colombianos de hoy.
Doscientos jornales. Un dineral. Doscientos días de trabajo, les
pide el Señor a sus Apóstoles de un momento a otro. Y no para construir la sede
central de su apostolado, o para prever las necesidades futuras, sino para
“despilfarrarlos”, atendiendo a una muchedumbre transitoria. ¡Cuánto nos enseña
el Señor! Esta escena va en la línea de la Encíclica “Caritas in veritate”:
nos muestra la lógica de la gratuidad, de la generosidad, del don, que ha
venido a instaurar Jesucristo, por encima de nuestra tacañería, de nuestra
codicia, de nuestro egoísmo.
Los apóstoles se han ido empapando de la lógica divina, y no
tienen vergüenza de plantear sus pobres aportaciones: “Uno de sus discípulos, Andrés, el
hermano de Simón Pedro, le dijo: —Aquí hay un muchacho que tiene cinco
panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?”
Estamos hablando de una necesidad de cuatro millones de pesos en
pan, y el muchacho no tiene problema en aportar unos diez o quince mil pesos…
Hay que dar de comer a una muchedumbre, y él ofrece comida para dos. ¡Parece
ridículo! Así es nuestra aportación en las obras de Dios: por mucho que
hagamos, no deja de ser verdaderamente desproporcionado. Pero el Señor quiere
que demos nuestros cinco panes y los dos peces, aunque no sea nada, comparado
con la Obra de Dios.
El muchacho, que somos tú y yo en este pasaje, le entrega al Señor
todo lo que tiene. Quizá era la previsión para la cena en su casa, pero tiene
la fe suficiente para entregarla al Maestro. No piensa en sí mismo, ni en sus
planes: lo prioritario es ayudar, hacer de cirineo en este momento para Jesús.
Señor, dinos ahora en esta oración: ¿Cuáles son esos panes y esos
peces que Tú estás esperando que te entregue? ¿Cómo puedo ayudarte a tu labor
de buen pastor en el mundo de hoy? – Quizá nos pides que te demos el corazón,
que no lo compartamos tanto, que no te dejemos las migas… O que empleemos en
tus cosas los mejores tiempos, o que sacrifiquemos un poco nuestras aficiones,
nuestros planes personales, al servicio de los demás… Pregúntale tú concretamente
qué panes te está pidiendo, cuáles peces le puedes dar…
Al ver Jesús que Andrés y el muchacho habían entendido su lógica, dijo: —Mandad a la gente que se
siente –había en aquel lugar hierba abundante. Y se sentaron un total de unos
cinco mil hombres. Si
contamos tantas mujeres como varones –podrían ser más, pues ellas son más
piadosas- y tres muchachitos en promedio por pareja –teniendo en cuenta la
fecundidad judía de aquella época-, podemos hablar de unas 25.000 personas,
cuatro millones de pesos en pan no bastan… ¿Qué pensarían los apóstoles ante
ese mandato, ante esa locura desproporcionada? ¿Cuáles habrán sido los
comentarios de Judas, a baja voz, con los que estaban a su lado?
Jesús tomó los panes y, después de dar gracias (alusión a la Eucaristía),
los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces
quisieron. No toca de a pan
por cabeza: se trata de un banquete mesiánico, que muestra el cumplimiento de
las promesas antiguas: Comerán todos hasta saciarse. O, como leíamos en la
primera lectura, comerán y
sobrará, según la promesa del
profeta Eliseo, que también repartió panes de cebada entre un grupo grande.
¡Qué generosidad, Señor; qué magnánimo eres! ¡Cuánto tenemos que aprender de
Ti! ¡Qué deseos de confiar más en tu grandeza!
Cuando quedaron saciados, les dijo a sus discípulos: —Recoged los
trozos que han sobrado para que no se pierda nada. Y los recogieron, y llenaron
doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que
habían comido. Dice San Josemaría: ¿Y para qué recoger los restos?
¿Para qué? Para que, con esos doce grandes cestos de pan que han sobrado,
comamos nosotros ahora y nos alimentemos de la fe. De la fe en Él, que es capaz
de obrar todo eso superabundantemente, por el amor que tiene a los hombres, por
el amor que tiene a la Iglesia, por el deseo de redimir, de salvar a las
gentes.
También nosotros podemos acudir a Jesucristo, llenos de fe como este
santo sacerdote, y decirle: ¡Señor,
que sobren cestos ahora mismo!¡Hazlo generosamente!¡Que se vea que eres Tú!
También la multitud aquella creyó en el Señor viendo el signo que Jesús
había hecho, decían: —Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.
El Señor nos da una última enseñanza de esperar el momento
oportuno, la “hora” prevista por el Padre: Jesús,
conociendo que estaban dispuestos a llevárselo para hacerle rey, se retiró otra
vez al monte él solo.
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