Después del discurso de las parábolas, Mateo
presenta a Jesús en una barca hacia un lugar desierto, a solas con sus
discípulos. Cuando la gente se enteró le
siguió a pie desde las ciudades. Nos haces falta, Señor, y tenemos que
buscarte como aquella multitud, a pesar de que haga falta peregrinar para
encontrarte.
Tu respuesta es inmediata: Al desembarcar vio una gran muchedumbre y se
llenó de compasión por ella y curó a los enfermos. Compasión de Jesús, que
conoce nuestras necesidades, nuestras aspiraciones, nuestros intereses creados:
te seguimos, pero porque buscamos la ganancia secundaria, que cures nuestros
enfermos. Esa compasión de Jesús es una característica divina en el Antiguo
Testamento.
Y debemos aprender de ti a compadecernos de
los demás, con obras: Hay que abrir los
ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que
Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir de espaldas a
la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió
Jesús. Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de su
capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás (Es Cristo
que pasa, 146).
Un poco de esto han aprendido los discípulos,
que –previsores- al atardecer se acercan al Maestro y le dicen: —Éste es un lugar apartado y ya ha pasado la
hora; despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos.
Hasta aquí nos movemos en la crónica de un día normal en la vida pública del
Maestro: trabajo-cansancio-descanso-interrupción del
descanso-curaciones-despedida de la multitud.
Pero Jesús rompe esa rutina con una petición
inusitada: No hace falta que se vayan,
dadles vosotros de comer. Gnilka comenta que se trata de un desafío para su
fe. Son tus planes, Señor, que a veces no entendemos. Podemos responderte,
tantas veces, como aquellos pobres discípulos cansados del camino y que no
tienen nada pues lo han dejado todo para seguirte a Ti: —Aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.
Nos haces partícipes de tu misión, a pesar de
nuestra incapacidad, de la falta de medios: ¿qué son dos panes y cinco peces
para alimentar una multitud? Sin embargo, nos pides todo. Cinco panes y dos
peces, lo poco que valemos. No nos pide que los vayamos a comprar, sino que los
demos, aunque no tengamos: “El Señor ha
querido hacernos corredentores con El. Por eso, para ayudarnos a comprender
esta maravilla, mueve a los evangelistas a relatar tantos grandes prodigios. El
podía sacar el pan de donde le pareciera..., ¡pues, no! Busca la cooperación
humana: necesita de un niño, de un muchacho, de unos trozos de pan y de unos
peces. -Le hacemos falta tú y yo, ¡y es Dios! -Esto nos ha de urgir a ser
generosos, en nuestra correspondencia a sus gracias” (Forja, n. 674).
Podemos hacer un poco de examen y mirar cómo
ha sido nuestra correspondencia. No vaya a ser que tengamos reservado un pedazo
de pan o un pez pequeño para nosotros mismos o para nuestros proyectos
personales, desconfiando de la generosidad de Dios.
Hasta aquí llevamos: un problema, una
petición al Señor y una solución desproporcionada. Entramos en la fase
definitiva de la escena. Él les dijo: Traédmelos
aquí. Entonces mandó a la gente que se acomodara en la hierba. Es fácil de
imaginar la expectativa entre la muchedumbre y especialmente en los discípulos:
¿qué pensaba hacer con esa desproporción entre los medios disponibles y las
necesidades?
La descripción tiene gestos que hacen pensar
en la última cena. La hora es la misma, por la tarde. Aquí preside humanamente
la “mesa”, en la Eucaristía se quedará presente de modo sacramental: Tomó los cinco panes y los dos peces,
levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los dio a
los discípulos y los discípulos a la gente.
Se cumplen las promesas con las que concluye
el Libro de la Consolación del segundo Isaías (55,1-3): Venid y comed. “Sellaré con vosotros una Alianza eterna, las misericordias fieles
prometidas a David”. Que se complementan con el salmo 144: Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de
favores.
En la última cena dirá que está por
derramarse la sangre de la Alianza nueva y eterna. Jesús forma su nuevo Pueblo,
su familia en la tierra, su Iglesia. Y como buen pastor, nos garantiza sus
dones, nos da alimento abundante: su palabra, su compasión, su Eucaristía.
Podemos aprovechar este rato de oración para
examinar cómo preparamos nuestra participación en la Misa: la puntualidad para
llegar con tiempo de antelación, haber llevado antes la liturgia de la Palabra
a la oración personal, para aprovechar más la proclamación en la Eucaristía, incluso,
la dignidad del vestido.
También
podemos sacar propósitos de mejorar la participación “plena, consciente
y activa”, como dice el Concilio Vaticano II, que también anima a cuidar: “la
educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa,
conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa” (SC
14. 19).
Así, podremos seguir con atención las
oraciones, los cantos, dándonos cuenta de lo que estamos haciendo. ¡Cuántas
personas habrán dejado de asistir con frecuencia a la Santa Misa por falta de
estudio, de formación doctrinal y litúrgica! Tenemos que conocer mejor qué
sucede, quién celebra, qué representa, y así aprovecharemos un poco más la
participación en los sagrados misterios.
Por eso, Benedicto XVI aconsejaba a los
seminaristas (181010): “Para nosotros, Dios no es sólo una palabra. En los
sacramentos, Él se nos da en persona, a través de realidades corporales. La Eucaristía es el centro de nuestra
relación con Dios y de la configuración de nuestra vida. Celebrarla con
participación interior y encontrar de esta manera a Cristo en persona, debe ser
el centro de cada una de nuestras jornadas. (…) Para celebrar bien la
Eucaristía, es necesario también que aprendamos
a conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta.
En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente y
futuro se suman a un único y gran coro de oración. Por mi experiencia personal
puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a poco cómo todo
esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la estructura de la
liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la han ido formando”.
Los verbos más conjugados en relación con el
Maestro se refieren a su labor pastoral: en primer lugar, “cura”. Ya vimos que
la escena que estamos contemplando comienza con muchos milagros de ese estilo: curó a los enfermos. También podemos
forzar las palabras y descubrir en esa cura –cuidado- , además de la salud, el
alimento que hemos visto representado en la multiplicación de los panes.
El segundo verbo más frecuente en relación
con Jesús es el de “enseñar”. También en la Santa Misa tenemos esta disposición
de Jesús. Nos enseña en toda la liturgia, pero especialmente con la liturgia de
la Palabra. Pero también nos alecciona con su sacrificio, celebrado en la
plegaria eucarística y con su presencia sacramental.
Por eso podemos ver también cómo acompañamos
a Jesús en el Sagrario, cuánto lo visitamos, si procuramos hacer nuestra
oración junto a Él. Cuentan que el Beato John Newman, cuando empezó a vivir en
Maryvale encontró la ventaja de la Eucaristía reservada en el Sagrario. Y decía:
"ahora escribo desde una habitación al lado de la capilla. Es una
bendición incomprensible tener la presencia de Cristo en casa, en las paredes,
consume cualquier otro privilegio y destruye, o debe destruir, cualquier dolor.
Saber que Él está cerca, poder hablar con Él una y otra vez durante el
día" (Ker I. John Henry Newman, 333*. Vid. 348).
El tercer verbo más frecuente, después de
curar y enseñar es perdonar. Quizá por eso se añadió el rito penitencial antes
de comenzar la celebración eucarística, para valorar la necesidad de la
conversión antes de acceder a la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Jesús. San
Pablo es testigo de la rotundidad de esta enseñanza (1 Co 11, 26-29): “Porque cada vez que coméis este pan y
bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Así pues,
quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y
de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces
coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el
Cuerpo, come y bebe su propia condenación”.
El anuncio del Señor es de alegría y por eso
incluye el regalo del perdón, para hacernos dignos de recibir su Cuerpo y su
Sangre. De ese modo, nos hacemos contemporáneos de aquellos judíos que lo
vieron hacer sus milagros en el desierto: “Comieron
todos hasta que quedaron satisfechos, y de los trozos que sobraron recogieron
doce cestos llenos. Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar
mujeres y niños”.
Podemos concluir mirando a María, como hacía
el Beato Juan Pablo II al comenzar un año eucarístico (MND, 31): “Tenemos ante
nuestros ojos los ejemplos de los Santos, que han encontrado en la Eucaristía
el alimento para su camino de perfección. Cuántas veces han derramado lágrimas
de conmoción en la experiencia de tan gran misterio y han vivido indecibles
horas de gozo «nupcial» ante el Sacramento del altar. Que nos ayude sobre todo
la Santísima Virgen, que encarnó con toda su existencia la lógica de la
Eucaristía. La Iglesia, tomando a María
como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.
El Pan eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine».
Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo
impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la
cumbre de toda su vida”.
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