El himno de las vísperas acoge la Navidad cantando: “Oh Cristo Redentor del mundo, Unigénito del Padre, nacido de modo inefable, antes de todos los siglos. Tú que eres la Luz y el Resplandor del Padre, nuestra continua esperanza, acoge las súplicas que elevan tus fieles desde todos los rincones de la tierra. Recuerda, Señor, Autor de la salvación que al nacer, en otro tiempo de la Virgen Inmaculada, quisiste asumir un cuerpo como el nuestro. Sólo en Ti, Señor, venido de la sede del Padre encuentra el mundo su salvación: lo atestigua esta fiesta de hoy cuya celebración se repite cada año”.
Se cumple otro oráculo de Isaías (9, 1-3. 5-6), el que profetizaba el nacimiento del Príncipe de la paz: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz. Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría. Se alegran en tu presencia con la alegría de la siega (…). Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el imperio, y lleva por nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz. El imperio será engrandecido, y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para sostenerlo y consolidarlo con el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre”.
Vemos dos imágenes recurrentes: la luz y la salvación: solo en ti, que eres la Luz y el Resplandor del Padre, encuentra el mundo su salvación, decíamos con el himno. E Isaías insiste en que el nacimiento es una gran luz de alegría para el pueblo que caminaba en tinieblas. El Salmo 95 invita a entonar un cántico nuevo y el coro está tomado del anuncio que los Ángeles hicieron a los pastores en Belén: hoy os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor.
Y San Pablo (Tt 2, 11-14) –no olvidemos que estamos en plena mitad del año dedicado a su figura y teología- nos anima a una vida santa, de acuerdo con el regalo que se nos ha dado: "Pues se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificar para sí un pueblo escogido, celoso por hacer el bien".
Luz y salvación. Benedicto XVI consideraba, con respecto a la primera: "La palabra “luz” impregna toda la liturgia de esta Santa Misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo a Tito: “Se ha manifestado la gracia”. La expresión “se ha manifestado” proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa con las palabras “una luz brilló”; la “manifestación” –la “epifanía”– es la irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin resolver. Por último, el evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y “los envolvió en su luz” (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, nos dice san Juan (1 Jn 1,5). La luz es fuente de vida. Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, la luz significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo espera. En aquel Niño acostado en el pesebre Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y mujeres a lo largo de los siglos, “los ha envuelto en su luz”. Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. Desde de Belén una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos.
En este contexto se entienden las palabras del primer punto de Forja (San Josemaría Escrivá): “Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”.
Pero solo somos portadores. La llama, con la que iluminaremos los caminos de la tierra, es Cristo mismo, que ha querido servirse de nosotros. Es en ese sentido que de nosotros depende… Que no ocultemos la lámpara debajo del celemín. De esa manera se juntan las dos palabras clave que venimos considerando: Luz y salvación que proceden de Cristo. Hoy os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor… Sólo en Ti, Señor, encuentra el mundo su salvación.
Por eso enseña la teología (Cf. R. Berzosa) que el cristianismo es una religión de salvación, que la primera característica del misterio cristiano es la de ser salvador. La Comisión Teológica Internacional explica que la doctrina de la redención se refiere principalmente a Dios, que remueve los obstáculos que se interponían entre Él y nosotros. Solo por eso, dice, es Buena Noticia de Salvación para todos los tiempos. Pero esa salvación debe ser acogida personalmente: es una vocación, una llamada a la vida eterna y, precisamente por eso, exige santidad personal.
Se entiende que San Josemaría comentara el cántico de los Ángeles («Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace») con estas palabras: A los hombres, la paz; a los hombres que tienen buena voluntad, que unen su voluntad a la Voluntad Santísima de Dios. Porque la santidad consiste en esto, lo sabéis muy bien: en la unión con el querer de Dios, que se manifiesta de ordinario a través de los sucesos de cada día.
La contemplación del pesebre, de ese misterio de Luz y de Salvación, debe comprometernos a acoger personalmente la llamada a la santidad a través de los sucesos de cada día: “Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 18).
En el pesebre encontramos, junto al Niño, a María y a José. Ellos son los mejores modelos de personas que permitieron a Dios iluminar la propia vida, de seres que acogieron la llamada a la santidad en los sucesos de cada día. Pidámosles que nos alcancen la gracia de llevar una vida cristiana sin componendas, una vida de entrega, de trabajo, de alegría.
Podemos concluir con otro canto de la Liturgia de las Horas para esta Solemnidad: Siendo el Autor de la luz, no desdeñó ser colocado sobre un pesebre: tampoco ser envuelto en pañales por su Madre, el que, con Dios Padre, había fundado los Cielos. El nacimiento de la luz y de la salvación pone en fuga a la noche y derrota a la muerte: venid, todas las gentes, y mirad, llenos de fe: María ha alumbrado a Dios. Gloria a Ti, Jesús, que has nacido de la Virgen, y también al Padre y al Espíritu Santo, por los siglos sin término, Amén.
Se cumple otro oráculo de Isaías (9, 1-3. 5-6), el que profetizaba el nacimiento del Príncipe de la paz: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz. Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría. Se alegran en tu presencia con la alegría de la siega (…). Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el imperio, y lleva por nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz. El imperio será engrandecido, y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para sostenerlo y consolidarlo con el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre”.
Vemos dos imágenes recurrentes: la luz y la salvación: solo en ti, que eres la Luz y el Resplandor del Padre, encuentra el mundo su salvación, decíamos con el himno. E Isaías insiste en que el nacimiento es una gran luz de alegría para el pueblo que caminaba en tinieblas. El Salmo 95 invita a entonar un cántico nuevo y el coro está tomado del anuncio que los Ángeles hicieron a los pastores en Belén: hoy os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor.
Y San Pablo (Tt 2, 11-14) –no olvidemos que estamos en plena mitad del año dedicado a su figura y teología- nos anima a una vida santa, de acuerdo con el regalo que se nos ha dado: "Pues se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificar para sí un pueblo escogido, celoso por hacer el bien".
Luz y salvación. Benedicto XVI consideraba, con respecto a la primera: "La palabra “luz” impregna toda la liturgia de esta Santa Misa. Se alude a ella nuevamente en el párrafo tomado de la carta de san Pablo a Tito: “Se ha manifestado la gracia”. La expresión “se ha manifestado” proviene del griego y, en este contexto, significa lo mismo que el hebreo expresa con las palabras “una luz brilló”; la “manifestación” –la “epifanía”– es la irrupción de la luz divina en el mundo lleno de oscuridad y problemas sin resolver. Por último, el evangelio relata cómo la gloria de Dios se apareció a los pastores y “los envolvió en su luz” (Lc 2, 9). Donde se manifiesta la gloria de Dios, se difunde en el mundo la luz. “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna”, nos dice san Juan (1 Jn 1,5). La luz es fuente de vida. Pero luz significa sobre todo conocimiento, verdad, en contraste con la oscuridad de la mentira y de la ignorancia. Así, la luz nos hace vivir, nos indica el camino. Pero además, en cuanto da calor, la luz significa también amor. Donde hay amor, surge una luz en el mundo; donde hay odio, el mundo queda en la oscuridad. Ciertamente, en el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo espera. En aquel Niño acostado en el pesebre Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado hombre y mujeres a lo largo de los siglos, “los ha envuelto en su luz”. Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. Desde de Belén una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos.
En este contexto se entienden las palabras del primer punto de Forja (San Josemaría Escrivá): “Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”.
Pero solo somos portadores. La llama, con la que iluminaremos los caminos de la tierra, es Cristo mismo, que ha querido servirse de nosotros. Es en ese sentido que de nosotros depende… Que no ocultemos la lámpara debajo del celemín. De esa manera se juntan las dos palabras clave que venimos considerando: Luz y salvación que proceden de Cristo. Hoy os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor… Sólo en Ti, Señor, encuentra el mundo su salvación.
Por eso enseña la teología (Cf. R. Berzosa) que el cristianismo es una religión de salvación, que la primera característica del misterio cristiano es la de ser salvador. La Comisión Teológica Internacional explica que la doctrina de la redención se refiere principalmente a Dios, que remueve los obstáculos que se interponían entre Él y nosotros. Solo por eso, dice, es Buena Noticia de Salvación para todos los tiempos. Pero esa salvación debe ser acogida personalmente: es una vocación, una llamada a la vida eterna y, precisamente por eso, exige santidad personal.
Se entiende que San Josemaría comentara el cántico de los Ángeles («Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace») con estas palabras: A los hombres, la paz; a los hombres que tienen buena voluntad, que unen su voluntad a la Voluntad Santísima de Dios. Porque la santidad consiste en esto, lo sabéis muy bien: en la unión con el querer de Dios, que se manifiesta de ordinario a través de los sucesos de cada día.
La contemplación del pesebre, de ese misterio de Luz y de Salvación, debe comprometernos a acoger personalmente la llamada a la santidad a través de los sucesos de cada día: “Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 18).
En el pesebre encontramos, junto al Niño, a María y a José. Ellos son los mejores modelos de personas que permitieron a Dios iluminar la propia vida, de seres que acogieron la llamada a la santidad en los sucesos de cada día. Pidámosles que nos alcancen la gracia de llevar una vida cristiana sin componendas, una vida de entrega, de trabajo, de alegría.
Podemos concluir con otro canto de la Liturgia de las Horas para esta Solemnidad: Siendo el Autor de la luz, no desdeñó ser colocado sobre un pesebre: tampoco ser envuelto en pañales por su Madre, el que, con Dios Padre, había fundado los Cielos. El nacimiento de la luz y de la salvación pone en fuga a la noche y derrota a la muerte: venid, todas las gentes, y mirad, llenos de fe: María ha alumbrado a Dios. Gloria a Ti, Jesús, que has nacido de la Virgen, y también al Padre y al Espíritu Santo, por los siglos sin término, Amén.
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