A comienzos de octubre se celebran dos aniversarios en el Opus Dei: el 2, la fundación en 1928 y el 6, la canonización del Fundador en 2002. La oración colecta de la Misa pide al Señor: “Oh Dios, que has suscitado en la Iglesia a san Josemaría, sacerdote, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado, concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención”.
Vocación universal a la santidad y al apostolado. Una idea por la que fue acusado de herejía y que el Concilio Vaticano II proclamaría con toda la fuerza: “todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium, 40). La misma oración nos da la clave para alcanzar esa santidad a la cual estamos llamados: “concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo”.
En el ejercicio del trabajo ordinario. Ya no hace falta salirse del mundo, si no se tiene esa vocación. Las realidades cotidianas no solo no son obstáculo para encontrar a Dios, sino que son el medio para hacerlo, el escenario de nuestra relación con Él. Como predicaba San Josemaría, “debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”(Conversaciones con Josemaría Escrivá).
Es lo que explica la primera lectura de la Misa: después de haber creado el mundo, “el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado para que lo trabajara y lo guardara. (Gn 2, 8.15). El trabajo no es un castigo por el pecado original, sino parte del don originario de Dios al ser humano. Es la realidad que Jesucristo mismo quiso asumir durante los primeros 30 años de su vida en Nazaret.
Hace poco lo explicaba Benedicto XVI en Francia: “En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. (…)
Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada.
Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo” (Benedicto XVI, Discurso, 12 de septiembre de 2008).
Concluimos acudiendo a la Virgen Santísima para que nos ayude a configurarnos con su Hijo Jesucristo en el ejercicio del trabajo ordinario.
Vocación universal a la santidad y al apostolado. Una idea por la que fue acusado de herejía y que el Concilio Vaticano II proclamaría con toda la fuerza: “todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium, 40). La misma oración nos da la clave para alcanzar esa santidad a la cual estamos llamados: “concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo”.
En el ejercicio del trabajo ordinario. Ya no hace falta salirse del mundo, si no se tiene esa vocación. Las realidades cotidianas no solo no son obstáculo para encontrar a Dios, sino que son el medio para hacerlo, el escenario de nuestra relación con Él. Como predicaba San Josemaría, “debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”(Conversaciones con Josemaría Escrivá).
Es lo que explica la primera lectura de la Misa: después de haber creado el mundo, “el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado para que lo trabajara y lo guardara. (Gn 2, 8.15). El trabajo no es un castigo por el pecado original, sino parte del don originario de Dios al ser humano. Es la realidad que Jesucristo mismo quiso asumir durante los primeros 30 años de su vida en Nazaret.
Hace poco lo explicaba Benedicto XVI en Francia: “En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. (…)
Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada.
Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo” (Benedicto XVI, Discurso, 12 de septiembre de 2008).
Concluimos acudiendo a la Virgen Santísima para que nos ayude a configurarnos con su Hijo Jesucristo en el ejercicio del trabajo ordinario.
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