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Vocación de María: valentía de osar con Dios


La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María está llena de consideraciones para nuestra vida: ya hemos meditado sobre el pecado y la libertad, al leer el Protoevangelio del Génesis. El Evangelio del día nos hace ver una escena que para el Papa Benedicto XVI “es una de las páginas más hermosas de la sagrada Escritura”. Con esa presentación la veremos, seguramente, con ojos más atentos: “En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María. Y entró donde ella estaba y le dijo: —Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”. 

El Papa comenta que el saludo del ángel: “está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que (…) en la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.

(…) Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que, precisamente así, tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".

El Papa se detenía en tres palabras de este relato: alégrate, no temas, fiat. De la primera, hablaremos la próxima semana. Veamos las dos siguientes: No temas… “Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo: —No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin”.

Es un temor natural. No es miedo, porque los hijos no tienen miedo de su papá. Es temor: temor, “Pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso” (DRAE). Es un sentir a Dios cerca, algo para lo cual uno no está generalmente preparado. San Josemaría cuenta que a él también le pasaba: “Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas! , soy Yo”. Y comenta el Papa: “La segunda palabra que quisiera meditar la pronuncia también el ángel: "No temas, María", le dice. En realidad, había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la madre del Hijo de Dios, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano”. 

Podemos pensar en nosotros, compararnos con María. Pensar que también tenemos nuestros temores ante los planes de Dios para nosotros. En la primera homilía de Benedicto XVI ponía ejemplos de ese miedo: “¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad?” Uno puede imaginarse cuáles tentaciones habrán venido a la mente de María: ¿qué será de mí, de mi futuro, de mis proyectos?, ¿qué será de ese plan que Dios mismo había previsto para mi vida virginal al lado de José?, ¿quién cuidará de mis padres, esos pobres ancianos que me han educado con tanto cariño?, O preguntas más rupestres, si se quiere: ¿de qué voy a vivir? ¿Qué voy a comer? ¿Con qué plata compraré vestidos? 

Quizá no es a eso a lo que se refiere el evangelista cuando dice que Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo, pero a nosotros, que no somos ni de lejos tan santos como Ella, nos puede venir bien considerarlas. Eso es meterse en la escena, como un personaje más. Sentir que también a nosotros Dios nos llama para una misión que no es tan elevada como la de la Virgen pero que, guardando las proporciones, sí implican el empeño de toda una vida. De algún modo lo hacía considerar Benedicto XVI en una audiencia, citando a San Ambrosio: “Si, según la carne, la madre de Cristo es una sola, según la fe todas las almas engendran a Cristo; en efecto, cada una acoge en sí misma al Verbo de Dios”.

Hay también una antigua homilía que ayuda a contemplar la importancia del momento de la Anunciación. Se trata del punto de vista de un “espectador” –que somos todos- a la espera de la respuesta de María. Dice San Bernardo: “El ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo de que se vuelva al Señor que le envió. También nosotros, Señora, esperamos esta palabra de misericordia, que nos librará de la muerte a la que nos condenó la divina sentencia. Mira que se pone en tu mano el precio de nuestra salvación: al punto seremos librados, si tú consientes (…) Responde, pues, rápido al ángel o, mejor dicho, al Señor por el ángel: responde una palabra y recibe otra Palabra. ¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí”. Juan Pablo II recomendaba a los jóvenes: “No tengáis miedo del amor”.

El ángel le dice, comenta el Papa, "no temas, María. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas". Esta palabra, "No temas", seguramente penetró a fondo en el corazón de María. Nosotros podemos imaginar que en diversas situaciones la Virgen recordaría esta palabra, la volvería a escuchar. En el momento en que Simeón le dice: "Este hijo tuyo será un signo de contradicción y una espada te traspasará el corazón", en ese momento en que podía invadirla el temor, María recuerda la palabra del ángel, vuelve a escuchar su eco en su interior: "No temas, Dios te lleva".

Luego, cuando durante la vida pública se desencadenan las contradicciones en torno a Jesús, y muchos dicen: "Está loco", ella vuelve a escuchar: "No temas" y sigue adelante. Por último, en el encuentro camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo ha acabado, ella escucha una vez más la palabra del ángel: "No temas". Y así, con entereza, está al lado de su Hijo moribundo y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

"No temas". María nos dice esta palabra también a nosotros. Ya he destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedo a la soledad y a la muerte. En nuestro mundo tenemos un sistema de seguros muy desarrollado: está bien que existan. Pero sabemos que en el momento del sufrimiento profundo, en el momento de la última soledad, de la muerte, ningún seguro podrá protegernos. El único seguro válido en esos momentos es el que nos viene del Señor, que nos dice también a nosotros: "No temas, yo estoy siempre contigo". Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos.

La tercera palabra es hágase, fiat: “María le dijo al ángel: —¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: —El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. (…) Dijo entonces María: —He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia”. María anticipa así, dice el Papa, la tercera invocación del Padre nuestro: "Hágase tu voluntad". 

Dice "sí" a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano. María dice "sí" a esta voluntad divina; entra dentro de esta voluntad; con un gran "sí" inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios. Adán y Eva con su "no" a la voluntad de Dios habían cerrado esta puerta. "Hágase la voluntad de Dios": María nos invita a decir también nosotros este "sí", que a veces resulta tan difícil. Sentimos la tentación de preferir nuestra voluntad, pero ella nos dice: "¡Sé valiente!, di también tú: "Hágase tu voluntad"", porque esta voluntad es buena. Al inicio puede parecer un peso casi insoportable, un yugo que no se puede llevar; pero, en realidad, la voluntad de Dios no es un peso. La voluntad de Dios nos da alas para volar muy alto, y así con María también nosotros nos atrevemos a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo, diciendo "sí" a su voluntad, conscientes de que esta voluntad es el verdadero bien y nos guía a la verdadera felicidad. 

La homilía de inicio de pontificado, de la que hablamos antes, terminaba con estas palabras: “Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”. Pidamos a María, la Consoladora, nuestra Madre, la Madre de la Iglesia –decía el Papa en esta misma fiesta hace dos años-, que nos dé la valentía de pronunciar este "sí", que nos dé también esta alegría de estar con Dios y nos guíe a su Hijo, a la verdadera Vida. Amén.

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