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Reina de los Apóstoles


Novena de la Inmaculada (primer día). 30-XI, San Andrés


Comenzamos la Novena en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nueve días en los que estaremos tratando de meter a la Virgen en todo y para todo. San Josemaría invitaba a que, durante estos días, todos los fieles del Opus Dei vivieran individualmente esta costumbre, poniendo mayor diligencia en la oración, en el cumplimiento de los deberes profesionales y en las pequeñas mortificaciones voluntarias, haciendo todo con amor filial a la Santísima Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, y Madre nuestra; y si voluntariamente lo deseaban, recitando además la fórmula u oración que cada uno eligiera.
 
Añadía que esta novena, personal, es distinta de la que puede organizarse en obras corporativas o en otras iniciativas de apostolado, en Centros donde se realiza labor externa –como haremos estos días-, o en iglesias: ningún miembro de la Obra tiene obligación de asistir a una de esas novenas públicas.

Esta Novena es la mejor manera de iniciar el Adviento, ese tiempo de preparación para celebrar el nacimiento de Jesús, que comenzaremos el próximo domingo. Durante estos días, procuraremos meditar, siguiendo un consejo de Juan Pablo II, un pasaje de la vida de María que es la visitación a su prima Isabel.

Comenzamos en el día en el que la Iglesia celebra al Apóstol San Andrés, el primero en ser llamado a seguir al Señor. De él cuenta el papa Benedicto XVI que “lo primero que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como uno se esperaría, sino griego, signo indicativo de una cierta apertura cultural de su familia. (…) Nos encontramos en Galilea, donde el idioma y la cultura griega están bastante presentes. El lazo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios. (…) 

Por el cuarto Evangelio sabemos otro detalle importante: en un primer momento, Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la presencia del Señor. Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como «el cordero de Dios» (Juan 1, 36); entonces, se movió, y junto a otro discípulo, cuyo nombre no es mencionado, siguió a Jesús, quien que era llamado por Juan «cordero de Dios». El evangelista refiere: «vieron donde vivía y se quedaron con él» (Juan 1, 37-39). Andrés, por tanto, disfrutó de momentos de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: «Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo», y le condujo hacia Jesús (Juan 1,40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común (…).

“Tradiciones muy antiguas dicen que Andrés es considerado como el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés; nos dicen que en el resto de su vida fue el anunciador y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, por el contrario, fue el apóstol del mundo griego. La tradición relata su muerte en Patrás, donde sufrió el suplicio de la cruz, pidiendo al igual que Pedro, ser crucificado de manera diversa al Maestro, en una cruz en aspa, que por eso se llama cruz de San Andrés”.

El primer día de la Novena nos habla, entonces, de apostolado: todos los cristianos hemos de ser apóstoles, como Andrés, como Pedro, como Juan. Como María, de la que san Lucas relata que marchó cum festinatione, de prisa, a visitar a su prima Isabel. Juan Pablo II explica que “el evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la resurrección de Jesús o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (como en la vocación de Mateo o en la parábola del hijo pródigo), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador”. Señor: infunde en nuestros corazones el afán de almas que llevó a San Andrés a dejar su tierra para irse a evangelizar a los griegos, la prontitud de ánimo que impulsó a tu Madre a visitar con prisa a su prima Isabel.

Pero ser apóstoles no es cuestión de método, o de poseer carácter amistoso. El apostolado debe ser el desbordarse de la vida interior. Como decía el Cardenal Ratzinger, “no ganamos a los hombres con nuestra astucia: debemos recibirlos de Dios, para Dios. Por eso todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio debe estar habitada por una vida de oración”. 

Al comienzo de un año mariano en la prelatura del Opus Dei, el Prelado sugería hacerlo con el mismo espíritu con que lo había vivido su predecesor en 1978. En aquella ocasión escribía: “Estamos obligados a inyectar alegría en las almas, esperanzado optimismo en los corazones que se mueven entre desasosiegos y temores. (…) Pregúntate: ¿por qué no logro todo el fruto apostólico que Dios espera de mí? ¿A cuántas almas me dirijo, para convertirlas o para acercarlas más a Dios? (…) ¿por qué me conformo con excusas vanas, para no hablar claramente de Dios a más personas? (…) Acude derecho al regazo de tu Madre, y experimentarás la estupenda paradoja de la vida de infancia: saldrás fuerte en la fe y lleno de santa ambición para el apostolado, hecho sin pueriles cobardías. Serás más natural, menos cobarde, si confiesas a la Virgen con sencillez, quizá sonrojado, que la raíz de toda tu falta de vibración apostólica ha sido tu desamor y tu poltronería”.

Del mismo Siervo de Dios, el Venerable Mons. Álvaro del Portillo, se cuenta que “aunque las circunstancias no eran fáciles, asistió siempre que pudo a la Santa Misa. Nada más incorporarse al curso, pidió permiso al Coronel para acudir cada mañana a la Cartuja de Miraflores. La solicitud debió de ser tan insólita, que el Coronel le autorizó, pero no quiso comprometerse: si le veía la policía militar o debía dar razones a oficiales de otras unidades, él "no sabía nada"... Además de la distancia hasta la Cartuja, Álvaro debía superar el rigor del clima en el invierno burgalés, la hora tan temprana -volvía poco antes del toque de diana- y, por si fuera poco, el riesgo de encontrarse con perros rabiosos: por eso, llevaba pistola. Pero su buen ejemplo no pasó inadvertido, y su labor apostólica rindió frutos evidentes: unas semanas más tarde, al finalizar el cursillo, no iba solo a Misa; le acompañaban unos treinta compañeros”. (S. Bernal, p. 61).

Pidamos a la Virgen Santísima, con la intercesión de San Andrés, que también nosotros crezcamos en oración para ir anístemi, cum festinatione, a esas almas que nos esperan, y que les ayudemos a escalar el plano inclinado (virtudes, oración, sacramentos, seguimiento de Cristo). De esa manera, nos asombraremos durante estos días de ver que en nuestra vida se repite lo que decía san Josemaría: “Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos” (Camino, n. 799).

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