La Misa de la vigilia de Navidad comienza pidiendo al Señor que, “así como ahora acogemos a tu Hijo, llenos de júbilo, como a nuestro redentor, así también cuando venga como juez, podamos recibirlo llenos de confianza”. Y uno puede pensar qué sentido tiene hablar de júbilo en un tiempo como el nuestro, lleno de eventos negativos de todo tipo. Alguno puede llegar a preguntarse, quizá, si no tendrán razón los que piensan que la Navidad es un momento de anestesia, medio mítico, sin mayores consecuencias verdaderas.
Por el contrario, la liturgia está llena de ecos del anuncio de los ángeles: “¡Os anuncio una gran alegría!”. En la primera lectura, el capítulo 62 (1-5) de Isaías presenta una celebración jubilosa de Jerusalén: el Señor se ha complacido en ti. Una voz se eleva intercediendo por la bienamada, que fue abandonada por un tiempo: “tu esposo será tu Creador”, había dicho el capítulo 54. (Pelletier): “Por amor a Sión no me callaré y por amor a Jerusalén no me daré reposo, hasta que surja en ella esplendoroso el justo y brille su salvación como una antorcha. Entonces las naciones verán tu justicia, y tu gloria todos los reyes. Te llamarán con un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona de gloria en la mano del Señor y diadema real en la palma de su mano. Ya no te llamarán "Abandonada", ni a tu tierra "Desolada"; a ti te llamarán "Mi complacencia" y a tu tierra, "Desposada", porque el Señor se ha complacido en ti y se ha desposado con tu tierra. Como un joven se desposa con una doncella, tu hacedor se desposará contigo; como el esposo se alegra con la esposa, así se alegrará tu Dios contigo”.
En la misma línea canta el Salmo 88: Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. "Hice un juramento a David mi servidor, pacté una alianza con mi elegido: Consolidaré tu dinastía para siempre y afirmaré tu trono eternamente. El me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva. Yo jamás le retiraré mi amor ni violaré el juramento que le hice".
En la Navidad de 1971, San Josemaría escribía a sus hijos una tarjeta de felicitación en la que les daba la clave para la alegría verdadera, que solo se encuentra en el Señor: Que Él (Dios) y su Santísima Madre, Madre Nuestra (…) nos concedan una Santa Navidad, y nos den la gracia de una entrega cada día más delicada y generosa. Es deseo del Señor, y también será una gran alegría para este Padre vuestro, que recemos mucho —clama, ne cesses! (Carta, en EF-711200-2). El 23 de agosto de ese año, San Josemaría había descubierto con la gracia de Dios, la importancia de que vayamos con fe al trono de la gloria, para alcanzar misericordia: adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, a María, ut misericordiam consequamur. Por eso se entiende que, si acudimos con fe a María, alcanzaremos la misericordia divina, que es el fundamento de nuestra alegría. Muchos regalos grandes, también muchas vocaciones fieles, han llegado de la mano de la Virgen: en un mes dedicado a ella, en una fiesta suya, un sábado…
Y es que María es el trono de la gloria, la que porta a su Hijo y nos lo muestra, igual que antes en el pesebre, ahora en el Sagrario, en los sacramentos, en la oración. Como dice el Prelado del Opus Dei en la carta que escribió a sus hijos en diciembre del 2007, “¡Es tan fácil reconocer la asistencia de Nuestra Señora en cada paso de nuestra vida! Consideremos sosegadamente esta protección en el silencio fecundo de la oración, y descubriremos con mayor claridad aún la actuación constante de nuestra Madre del Cielo, hasta en los acontecimientos aparentemente más pequeños de nuestra existencia. Ha sido Ella quien, con el poder de su Hijo, nos ha defendido tantas veces de las insidias del enemigo de las almas, nos ha ayudado a vencer las tentaciones, nos ha hecho superar los obstáculos que se interponían en ese caminar hacia Dios. Ha sido Ella—porque así lo ha dispuesto el Señor—quien nos ha alcanzado luces y gracias nuevas, que han germinado en nuestros corazones, a pesar de la poquedad personal de cada uno”.
Un año antes del momento en que San Josemaría sintió que Dios le sugería la jaculatoria adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, a María, ut misericordiam consequamur, también había escuchado de Dios, el 6 de agosto de 1970, lo siguiente: sigue rezando, con clamor, con fortaleza; no dejes de rezar, que te escucho. Clama, ne cesses! ¿Cómo no conservar la alegría y el optimismo sobrenatural con esa certeza?
El fundamento de esa alegría es que Mesías, el Señor, está entre nosotros. En el comienzo del Evangelio de Mateo (1, 18-25) se relata cómo, a través de José, “hijo de David”, Jesús se convierte legalmente en descendiente del rey poeta. No temas, saluda el ángel a José, como antes a María. El nombre del hijo significa Salvador (Hoy nos ha nacido un Salvador): del pecado, que restablece la relación rota con Dios. La cita de Isaías no solo afirma la maternidad virginal de María, sino también que, en la persona de Jesús, se cumple el oráculo: Dios-con-nosotros (al final de este Evangelio Jesús dirá: “Yo (Enmanuel) estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo” (Pelletier).
Al reconocer que Dios está con su pueblo, las naciones serán bendecidas en Sión (Leske): “La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: —José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros. Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús”.
Optimismo, alegría sobrenatural, pues Dios hoy ha bajado para quedarse siempre con nosotros, Él es el Enmanuel. Por eso, pase lo que pase en el nuevo año, nunca perderemos la paz. San Josemaría predicaba una idea similar: “Es posible que muchas veces triunfe aquí el enemigo de Dios. Pero eso no nos va a retraer de trabajar, porque Cristo también está aquí triunfando, en medio de los hombres. Todas las criaturas -también Satanás y sus espíritus malignos- se rinden ante la majestad de Jesucristo y le sirven. El Señor sigue triunfando ahora en medio de los hombres. Cristo no ha fracasado: su vida y su doctrina están fecundando continuamente la tierra. ¡Optimistas, pues!”
Le pedimos al Señor esa alegría, ese optimismo sobrenatural, que nos aumente la esperanza. También hacemos el propósito de pedirlo más este nuevo año (Clama, ne cesses!). Y como nos detiene un poco el temor a nuestra indignidad, ponemos como intercesora a la que es Trono de la Gloria, nuestra Madre María. Así se cumplirán, también ahora, los deseos de aquella tarjeta que escribió San Josemaría en 1971: Que Él (Dios) y su Santísima Madre, Madre Nuestra —adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, a María, ut misericordiam consequamur—, nos concedan una Santa Navidad, y nos den la gracia de una entrega cada día más delicada y generosa. Es deseo del Señor, y también será una gran alegría para este Padre vuestro, que recemos mucho —clama, ne cesses!
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