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Hija de Dios Padre


Novena Inmaculada, 4o. Día.

Estamos ya en el cuarto día de la Novena en honor de la Inmaculada Concepción de María. San Lucas narra en su Evangelio que el ángel saluda a María con una expresión muy peculiar, “jaire, kejaritomene”: “alégrate, llena de gracia”. Juan Pablo II comenta que la traducción más adecuada sería: “alégrate, tú que has sido hecha llena de gracia”, o “colmada de gracia”, lo cual indicaría claramente que esa situación suya se trata de un don hecho por Dios a la Virgen. Ese mismo verbo lo usa San Pablo para indicar la abundancia de gracia que nos concede el Padre en Hijo amado. María la recibe como primicia de la redención. El papa Magno concluye que “en María, la gratuidad de la misericordia divina alcanza su grado supremo. En ella, la predilección de Dios, manifestada al pueblo elegido y en particular a los humildes y a los pobres, llega a su culmen”. Ella es la hija predilecta de Dios Padre. 

Vamos a contemplar en este día ese regalo de Dios a los seres humanos: la justificación del pecado, la elevación a la categoría de hijos de Dios que comienza con la Encarnación de Jesús en las purísimas entrañas de la Virgen María. Gracias, Madre nuestra, porque con tu vida nos has abierto las puertas a la vida de hijos de Dios, de la filiación divina. Gracias, Señor porque has querido llamarnos hijos, y que de verdad lo seamos. 

Esta dimensión de la vida cristiana, escribe J. Sesé, no solo conduce a una respuesta generosa de amor a Dios, sino que va dando también al alma luces importantísimas sobre el mismo Dios. Cuando descubro que Dios es mi papá, me doy cuenta de que debo portarme como un hijo bueno de un padre buenísimo. Dicho en términos técnicos, la verdadera conciencia de la filiación divina ayuda a captar de modo profundo la intimidad de Dios: “es la conciencia no sólo de que es mi Padre y mi Dios, sino mi Dios-Padre, que me entrega como propios a su Hijo y, con Él, a su Espíritu”. Se entiende, de este modo, “el equilibrio entre trascendencia y cercanía de Dios, entre su grandeza y su sorprendente anonadamiento para ser mío, nuestro”.

San Josemaría Escrivá de Balaguer decía que la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual. Y no lo decía como fruto de un estudio concienzudo de las categorías teológicas correspondientes –él, que fue también un gran teólogo-, sino debido a una experiencia mística que el Señor le dio para que la transmitiera al mundo contemporáneo. 

Dejemos que él mismo nos cuente cómo fue esa enseñanza de Dios para nosotros: “Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico y tomé el tranvía. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa”. “Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca”.

El biógrafo dice que, con esta experiencia mística, el Señor le hizo entender que la conciencia de la filiación divina había de estar en la entraña misma de la Obra: “Os podría decir hasta cuándo, hasta el momento, hasta dónde fue aquella primera oración de hijo de Dios. Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en la calle y en un tranvía —una hora, hora y media, no lo sé—; Abba, Pater!, tenía que gritar. Hay en el Evangelio unas palabras maravillosas; todas lo son: nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo lo quisiera revelar (Matth XI, 27). Aquel día, aquel día quiso de una manera explícita, clara, terminante, que, conmigo, vosotros os sintáis siempre hijos de Dios, de este Padre que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo”.

Hijos de Dios. Como dice Sesé, “a pesar de la pobreza de toda comparación de este estilo, ayuda a entender y explicar ese sentimiento íntimo de los santos ante el amor de Dios que supera el abismo abierto por su condición humana y su miseria personal, la imagen, repetida de formas diversas en la literatura, de la pobre doncella de la que se enamora un gran príncipe, o del pordiosero despreciado por todos que descubre un buen día, con gran asombro, que su verdadero padre es el rey”. Hijos de Dios. Hijos de María. 

También resuenan en nuestra alma los compromisos que conlleva esa condición inmerecida: Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tú... ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios? (Camino 265). 

El fundador del Opus Dei decía que los frutos naturales del esfuerzo por sentirse hijos de Dios —los propósitos que queremos formular hoy para nuestra vida— son el amor a la contemplación y el espíritu de oración (cfr. Zac., XII, 10), el hambre y la sed de vida interior, la confianza filial en la paternal Providencia de Dios y una entrega serena y alegre a la divina Voluntad. Ese esfuerzo renovado debe convertirse también — traducido en la práctica— en un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez, de imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (cfr. Eph., V, 1) y de ordenar la propia vida plenamente y por entero a la santidad (cfr. Rom., VIII, 29), precisamente en el mundo y en la profesión propia de cada uno, a semejanza de Jesucristo.

Nuestra última consideración nos va a llevar de la paternidad divina a la maternidad mariana. Pero dejemos la palabra a San Luis María Grignion de Montfort, citado de nuevo por Sesé: "Dios Padre entregó su Unigénito al mundo solamente por medio de María (…) El mundo era indigno -dice San Agustín- de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de manos del Padre, quien lo entregó a María para que el mundo lo recibiera por medio de Ella. Dios Hijo se hizo hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo formó a Jesucristo en María, pero después de haberle pedido su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte".

Como consecuencia de esta consideración, en el amor maternal de María sentiremos y comprenderemos mejor, de forma viva y muy "humana", el amor paternal de Dios, del que ella participa de forma singular; y particularmente en sus manifestaciones "maternales". Como dice el mismo San Luis María Grignion de Montfort: "Esta Madre del Amor Hermoso quitará de tu corazón todo escrúpulo y temor servil desordenado y lo abrirá y ensanchará para correr por los mandamientos de su Hijo con la santa libertad de los hijos de Dios, y encender en el alma el amor puro, cuya tesorera Ella es. De modo que en tu comportamiento con el Dios-Caridad ya no te gobernarás -como hasta ahora- por temor, sino por amor puro. Lo mirarás como a tu Padre bondadoso, te afanarás por agradarle incesantemente y dialogarás con Él confidencialmente como un hijo con su cariñoso Padre. Si, por desgracia, llegaras a ofenderlo, te humillarás ahí mismo delante de Él, le pedirás perdón humildemente, tenderás hacia Él la mano con sencillez, te levantarás de nuevo amorosamente, sin turbación ni inquietud, y seguirás caminando hacia Él, sin descorazonarte".

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