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Humildad


Hace pocos días supe de una noticia nefasta: en Italia le practicaron una cirugía a una mujer que tenía un embarazo gemelar, para “descartar” uno de los embriones, porque tenía una limitación de origen cromosómico. Por lo visto, al momento de extraerlo se movió, y eliminaron al embrión sano. Al final, murieron las dos criaturas. 

Lamentablemente, no son extraños estos sucesos hoy día. Y parecen responder a una filosofía de fondo, que viene desde la Edad Moderna: la auto-realización, la autonomía total. El hombre moderno rechaza la dependencia, el límite: para eso somos lo que somos, para superar cualquier barrera. 

No se trata de una simple apreciación filosófica. Y en realidad no se puede limitar a los últimos siglos… La historia del egoísmo humano es más antigua, viene desde los inicios. Más bien se podría decir que ahora nos da menos vergüenza mostrarnos como somos, y hemos llegado a “liberarnos” de la mínima modestia que antes impedía decir que, en una actuación concreta, se actuaba por vanidad, pereza o simplemente por interés personal. Por eso una de las actitudes más admiradas hoy día es la “insumisión”, la “rebeldía”, y una de las metas más anheladas es, como decíamos antes, la auto-realización. 

“Realizarse” ya no es aspiración exclusiva de reinas de belleza… Cualquier adolescente contemporáneo, por muchos años que tenga –el síndrome de Peter Pan es cada vez más frecuente- tiene como gran ilusión llegar a realizarse. Por eso en todo el mundo proliferan las clínicas de belleza, los gimnasios, el dinero fácil y muchas otras realidades que no seguiré narrando para no dar la impresión de que este escrito quiere ser negativo o triste, ¡pues no lo es! Solo se trataba de llamar la atención sobre este hecho contemporáneo y tratar de encontrar una alternativa para encontrar la felicidad y la alegría, que son fruto de una vida “lograda”, como dicen los filósofos.

Como se puede esgrimir que entre la realización y el logro de vida puede no haber diferencias, acudamos a fuentes que nos ayuden a encontrar la felicidad y la alegría, que son la clave del verdadero “encontrar la vida”. En el Antiguo Testamento, el libro del Sirácida (antiguamente llamado “Eclesiástico”) nos da una pista: “No hay remedio para el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad. El hombre prudente medita en su corazón las sentencias de los otros, y su gran anhelo es saber escuchar”. El consejo clave del anciano al joven sería: “Hazte pequeño y hallarás gracia ante el Señor”. Ya nos situamos en una perspectiva diferente a la del insumiso autónomo: el primer secreto para ser grande en la vida es… hacerse pequeño.

¿Y qué nos dice el Evangelio? En el inicio del capítulo 14 de San Lucas, aparece Jesús en un banquete-trampa, que los fariseos le preparan para ver si cura a un hidrópico en sábado. Después de curarlo, propone una lección de humildad “al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos: ‘Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: «Cédele el sitio a éste», y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado’”.

La clave es la humildad. Es famoso el razonamiento de Santa Teresa: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante –a mi parecer sin considerarlo, sino de presto– esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entiende, agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén» (S. Teresa de Jesús, Morad. 6,10,8).

San Josemaría dedica una homilía entera sobre el tema en su libro de meditaciones “Amigos de Dios”. Y explica varios puntos concretos, que pueden ayudarnos hoy: 

- En primer lugar, conciencia de la propia miseria, “andar en verdad”: “Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores —aunque, por la gracia divina, sean de poca monta—, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y —con mi dolor y con tu perdón— seré más fuerte y más gracioso que antes! Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? [Salmo 26, 1]. A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada” Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro. (Amigos de Dios, n. 95).

- Segunda idea: la soberbia es el peor pecado. Los grandes conocedores de las almas no le tienen tanto miedo al corazón, a la impureza como a la soberbia: “Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio. Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen. La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios” (Amigos de Dios, n. 101).

Benedicto XVI decía al respecto: “La verdadera amistad con Jesús se expresa en la forma de vivir: se expresa con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna. Queridos hermanos y hermanas: si queremos también nosotros pasar por la puerta estrecha, debemos empeñarnos en ser pequeños, esto es, humildes de corazón como Jesús”.

- Consecuencia, y enlazamos con la introducción que buscaba la verdadera alegría, la felicidad: “No concedáis el menor crédito a los que presentan la virtud de la humildad como apocamiento humano, o como una condena perpetua a la tristeza. Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios? ¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos. Nada de esto ocurre, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? [Rm 8, 31]. Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre.

Para terminar, (…) Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini, de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostræ lætitiæ, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste. María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella —a Santa María—, y así nos pareceremos más a Cristo” (Amigos de Dios, nn. 108-109).

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