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Santidad y revolución


Es raro hablar hoy día de la palabra “santidad”. Y en las pocas veces que se escucha suele ser en tono de broma: que si Juan Pablo II canonizó a demasiadas personas, que cuál sentido tiene. Además, un dolor de la Iglesia contemporánea es la conciencia de saberse compuesta por pecadores. No solo entre la multitud de los laicos, sino que también muchos ministros no somos dignos de esa jerarquía eclesial… Ante este panorama, bastantes personas se preguntarían: ¿Tiene sentido seguir hablando hoy de santidad? ¿No sería mejor hablar de revolución, cambiar el mundo, en lugar de perder el tiempo con rezos personales y con credos generadores de intolerancia?

En ese planteamiento late una actitud descreída. Una incredulidad parecida a la que enfrentó Moisés en el desierto, delante de sus hermanos que no confiaban en que el Señor pudiera salvarlos de ejércitos de gigantes, ante los cuales ellos se sentían como saltamontes. Sin embargo, muchos siglos después, el libro de la Sabiduría deberá reconocer: "Castigaste a nuestros adversarios y a tus elegidos nos cubriste de gloria". Y en el Salmo 32 se pide con fe: "Muéstrate bondadoso con nosotros. El Señor cuida de quienes lo temen y confían en su bondad; los salva de la muerte y les da vida en épocas de hambre. En el Señor está nuestra esperanza, pues él es nuestra ayuda y nuestro amparo". El autor de la carta a los Hebreos alaba la fe de los santos patriarcas, que "esperaban la ciudad fundada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios". 

Benedicto XVI responde a la negación de la santidad de la Iglesia con estas palabras (29-VI-2005): "La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Con esa fe en nuestra filiación divina, la colecta del domingo XIX pide: “Dios eterno y todopoderoso a quien confiadamente podemos llamar ya Padre nuestro, haz crecer en nuestros corazones el espíritu de hijos adoptivos tuyos, para que podamos gozar, después de esta vida, de la herencia que nos has prometido”.

Llamarnos hijos de Dios no es un título decorativo. Aunque sabemos de nuestra indignidad, hemos de darnos cuenta que también hoy Dios quiere que estemos a la altura. Ese planteamiento es el sinónimo de buscar la santidad. Mucha gente piensa que la santidad es para personas raras, extraterrestres, o genios extraños del cristianismo, de los que se dan una vez al siglo. Pero precisamente la razón de Juan Pablo II para canonizar a tantas personas era esa: mostrarnos que también en nuestro tiempo se puede –y se debe- buscar la santidad. Por eso hay santos casados y solteros, no solo sacerdotes y monjas. Y los hay de todas las razas (fue muy famosa la canonización de gitano aragonés), y de todas las profesiones, ¡hasta abogados! (no es un chiste: pienso, por ejemplo, en Santo Tomás Moro, que Juan Pablo II nombró patrono de los políticos ¡!)

Volviendo a hablar en serio, podemos citar la homilía que Benedicto XVI predicó a un millón de jóvenes en Alemania, sobre la peregrinación de los reyes magos al hogar de Jesús, María y José (20-08-05): “Su camino interior comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos. Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.

Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí mismos: un don menor que éste es poco para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia. Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús”.
 
Concluía el nuevo Papa, de un modo que es respuesta a las preguntas que nos planteábamos al principio: “Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo.

De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de Dios mismo.

Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?”

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