Hemos visto en ocasiones anteriores la llamada que Jesús hace a la santidad. Llamada universal: todas las personas, en todas las situaciones honradas de la vida, pueden y deben seguirlo para ser santas. La semana pasada veíamos que esa llamada no es a una santidad personal, sino que incluye la preocupación por la salvación de los demás; el deseo de propagar el incendio del amor que Jesucristo vino a traer a la tierra.
Sin embargo, en la vida se presentan muchas maneras distintas: geográficas, culturales... Es más: no es lo mismo esta situación para un joven que para un adulto, inclusive uno mismo tiene momentos de alegría y de tedio, de ilusión y de oscuridad. Surge entonces la pregunta: ¿cómo concretar esa llamada genérica a la santidad en la vida cotidiana? ¿cómo hacerla presente en las circunstancias cambiantes de la existencia corriente?
En el Evangelio de Lucas aparece un interrogante que hace un hombre de entre la multitud: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?" (Lc 13,23). Juan Pablo II glosaba la respuesta de Jesús a este pasaje, conocido como el episodio de la puerta angosta, con las siguientes palabras:
"Esta pregunta no puede dejarnos indiferentes. A ese interrogante, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las elecciones: "Esforzaos por entrar a través la puerta angosta, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán" (Lc 13,24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que conseguir la salvación requiere sacrificio y lucha. Para entrar por esa puerta angosta, es necesario, como dice literalmente el texto griego, "agonizar", es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. "Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino, que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella. En cambio, ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el sendero que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!" (Mt 7,13-14).
La puerta angosta es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención para sí y para los demás, y como expresión suprema del amor; la puerta angosta es, en una palabra, la acogida de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.
Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es Él mismo: "Yo soy la puerta; el que entre por Mí, se salvará" (Jn 10,9). Para salvarse hay que tomar como Él nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,23).
Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto.
¿El camino puede parecer áspero y difícil, la puerta puede parecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda. (Juan Pablo II, 24-VIII-1980).
Se trata de una nueva llamada a la conversión. Y, como dice Benedicto XVI, "Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana" (Benedicto XVI, Homilía, 17 -VI- 2007).
Podemos terminar con una oración del Papa actual: "Ayúdanos a convertirnos. Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos". Benedicto XVI, Homilía, 2 -X- 2005.
Sin embargo, en la vida se presentan muchas maneras distintas: geográficas, culturales... Es más: no es lo mismo esta situación para un joven que para un adulto, inclusive uno mismo tiene momentos de alegría y de tedio, de ilusión y de oscuridad. Surge entonces la pregunta: ¿cómo concretar esa llamada genérica a la santidad en la vida cotidiana? ¿cómo hacerla presente en las circunstancias cambiantes de la existencia corriente?
En el Evangelio de Lucas aparece un interrogante que hace un hombre de entre la multitud: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?" (Lc 13,23). Juan Pablo II glosaba la respuesta de Jesús a este pasaje, conocido como el episodio de la puerta angosta, con las siguientes palabras:
"Esta pregunta no puede dejarnos indiferentes. A ese interrogante, Jesús no responde directamente, sino que exhorta a la seriedad de los propósitos y de las elecciones: "Esforzaos por entrar a través la puerta angosta, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán" (Lc 13,24). El grave problema adquiere en los labios de Jesús una perspectiva personal, moral, ascética. Jesús afirma con vigor que conseguir la salvación requiere sacrificio y lucha. Para entrar por esa puerta angosta, es necesario, como dice literalmente el texto griego, "agonizar", es decir, luchar vigorosamente con todas las fuerzas, sin pausa y con firmeza de orientación. El texto paralelo de Mateo parece todavía más categórico. "Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso el camino, que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella. En cambio, ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el sendero que lleva a la vida y cuán pocos los que dan con ella!" (Mt 7,13-14).
La puerta angosta es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención para sí y para los demás, y como expresión suprema del amor; la puerta angosta es, en una palabra, la acogida de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación.
Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar por esa puerta, que es Él mismo: "Yo soy la puerta; el que entre por Mí, se salvará" (Jn 10,9). Para salvarse hay que tomar como Él nuestra cruz, negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico y seguirle en su camino: "Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,23).
Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto.
¿El camino puede parecer áspero y difícil, la puerta puede parecer demasiado estrecha? Como dije ya al principio, semejante perspectiva supera las fuerzas humanas, pero la oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él manda. (Juan Pablo II, 24-VIII-1980).
Se trata de una nueva llamada a la conversión. Y, como dice Benedicto XVI, "Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana" (Benedicto XVI, Homilía, 17 -VI- 2007).
Podemos terminar con una oración del Papa actual: "Ayúdanos a convertirnos. Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos". Benedicto XVI, Homilía, 2 -X- 2005.
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