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Confesión, perdón y amor



Uno de los pasajes más impresionantes de la Biblia es la historia del pecado de David, que mató a un soldado suyo para quedarse con su mujer, de la que antes había concebido un hijo. Cuando el profeta Natán le hace caer en la cuenta de la gravedad de su conducta, el rey David compone ese bellísimo salmo 51, en el que se abandona a la misericordia de Dios. La respuesta que le trae el profeta después de la conversión es la siguiente: «El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.» (2 Sam 12, 7-10. 13).

El anuncio de la misericordia de Dios continúa en el Nuevo Testamento. El evangelista que más insiste en esta faceta de la predicación de Jesús es San Lucas. Según
Fabris, este Evangelio es sobre todo una buena noticia para los pobres, pues se dirige a la comunidad acomodada del mundo griego. Pero también proclama la salvación a los pecadores o excluidos. Este estilo de acogida para la salvación aparece de modo claro en un episodio reportado solo por Lucas: la pecadora anónima de Galilea. La protagonista es una mujer pecadora, por lo cual es doblemente excluida. Su gesto llamativo (llorar, ponerse a los pies de Jesús, bañárselos con las lágrimas) desconcierta a la concurrencia de la casa del fariseo, el cual piensa para sí: “Si este fuera profeta sabría quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora”. Jesús desenmascara el mecanismo de exclusión de su anfitrión, con la parábola de los dos deudores. La relación con Dios se mide sobre el perdón, porque es una relación de amor. El que ha recibido más perdón de Dios, tendrá una relación más privilegiada. Este hecho descompone la visión comercial de la religión que valora la relación con Dios con base en los méritos. Es Dios el que salva también en la situación de pecado, pues Dios es más grande que el pecado.

Jesús aplica entonces la miniparábola al presente caso: “Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho”. El amor es una respuesta al perdón de Dios, a su iniciativa gratuita de salvación; pero el perdón es también una fuente de amor, es decir, de una relación renovada con Dios. El Evangelio de Lucas afirma que hay un vínculo íntimo entre amor y perdón de Dios. Por eso Jesús anuncia a la pecadora: “Tus pecados te son perdonados… tu fe te ha salvado; vete en paz”. La salvación de Dios pasa a través de la acogida y la rehabilitación de la mujer pecadora excluida por las prohibiciones de la pureza ritual y del pecado.

Una mujer importante en la vida política de nuestros días en un país escandinavo contaba en un relato autobiográfico sobre su conversión que, al hablar con un sacerdote, le había confesado que se sentía desgraciada: “Le comenté lo difícil que era todo. Soy una hipócrita: no creo en nada y mi fe no tiene ninguna repercusión en mi vida. Me miró y me dijo sencillamente: "Es muy posible que necesites la absolución" (...) De pronto me sucedió la cosa más asombrosa e inesperada. Me recorrió una oleada de inmensa alegría, que no se parecía a nada que me hubiese ocurrido antes. No puedo explicarlo con palabras, pero fue un giro absoluto en mi vida como católica. Dios, que hasta ese momento me resultaba una entidad bastante lejana, se convirtió en un Dios personal allí y en ese momento”. Matlary JH. El amor escondido. Belacqua. Barcelona 2002, p. 92ss.

Es una historia frecuente, que se repite cada día en todo el mundo: una persona acongojada por el peso de su miseria, se arrodilla ante el representante de Dios y le pide humildemente su perdón. También pasó durante la vida terrena de Cristo. Como hemos visto en la escena de la mujer pecadora, a él acudían personas de todas las condiciones para encontrar ese bálsamo de paz, esa “oleada de inmensa alegría” que se experimenta al sentirse reconciliado con Dios y con su Iglesia. Precisamente el Evangelio es un mensaje de alegría, porque anuncia esa posibilidad.

Esa salvación y perdón se encuentra también hoy en la familia de Dios que es la Iglesia, a través del sacramento de la confesión. Como dice S. Ambrosio, también nosotros debemos derramar sobre el cuerpo de Jesús nuestra fe en la Resurrección y el ungüento de la caridad fraterna. Sobre todo, hemos de mostrar nuestro amor dejándonos perdonar por él.

Hace poco (19-II-2007) decía el Papa Benedicto a un grupo de sacerdotes: “El sacramento de la penitencia, que tanta importancia tiene para la vida del cristiano, hace actual la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el medio consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Al adherir con docilidad al Magisterio de la Iglesia, se convierte en ministro de la consoladora misericordia de Dios, pone de manifiesto la realidad del pecado y al mismo tiempo la desmesurada potencia renovadora del amor divino, amor que vuelve a dar la vida. La confesión se convierte, por tanto, en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura. Este milagro de gracia sólo puede realizarlo Dios, y lo cumple a través de las palabras y de los gestos del sacerdote. Al experimentar la ternura y el perdón del Señor, el penitente reconoce más fácilmente la gravedad del pecado, y refuerza su decisión para evitarlo y para permanecer y crecer en la reanudada amistad con Él”.

El predicador del Papa citaba la novela “El idiota”, de Dostoiewski, en la que se describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real: Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de aquel gesto le responde: «Del mismo modo que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón» (L'Idiota , Milano 1983, p. 272). Tal vez alguno, al oír, decida dar por fin a Dios un poco de esta alegría, brindarle una sonrisa y experimentar, como J. Matlary, esa “oleada de inmensa alegría”, ese “giro absoluto” en su vida como católica: darse cuenta de que Dios no es una entidad lejana, sino un Dios personal, un Padre que ama a sus hijos y les perdona con infinita misericordia.

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