En estos días sucedió, en una Clínica Universitaria bogotana, que una cirujana joven -40 años, casada y con dos hijos- sufrió un desmayo en plena cirugía. A los dos días falleció: se trataba de un aneurisma cerebral. Son situaciones que lo hacen pensar a uno, lo ponen a meditar sobre los miedos del hombre. Uno de ellos es la muerte, que se puede ver como una amenaza, sobre todo si no se tiene esperanza para el más allá.
Comentaba estas ideas el pasado fin de semana, en un encuentro de jóvenes emprendedores. Meditábamos en que la empresa más importante para nosotros es nuestra propia vida. Y para sacarla adelante, en beneficio de la familia y de la sociedad, veíamos la importancia de tener un modelo (esa es la explicación de muchas empresas exitosas: recorrer el camino que se ha demostrado válido en experiencias anteriores).
El mejor ejemplo para nuestra vida es Jesucristo. Como dice el Concilio Vaticano II, en una frase que tanto gustaba a Juan Pablo II, “Cristo revela el hombre al propio hombre” (GS 22). En el Evangelio de Juan (14,7-14) aparece esa Revelación, en el contexto de la última cena: “Jesús le replica: - «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"?”
Venimos contemplando la figura de Jesús como Buen Pastor. Esa bondad se nota, entre otras cosas, en la categoría del mensaje que nos revela. Como dice el Catecismo de la Iglesia (n. 516), hay muchos rasgos comunes en los Misterios de Jesús: “Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cf. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4,9) con los menores rasgos de sus misterios”.
La ex ministra noruega J.H. Matlary cuenta cómo, en su proceso de conversión, llegó un momento en que tuvo que enfrentarse con la Persona de Cristo: “En una de nuestras sesiones filosóficas, más de un año después de empezarlas, el dominico me preguntó si entraba en mis planes el convertirme al catolicismo. Le dije que no. "No estoy interesada en ello. Soy agnóstica. No creo; pero estoy de acuerdo con el sistema racional de la filosofía de Santo Tomás. Eso es todo". Pero esta pregunta me descolocó. Había ido a verle durante más de un año. No podía continuar así para siempre. (...) De pronto caí en la cuenta, o mejor comprendí, sin ninguna razón lógica, que todo giraba en torno a una persona llamada Cristo. (...) No tenía ninguna razón que pudiese explicarlo, pero supe que era lo decisivo, la única cuestión de verdad importante: el mismo Cristo. Se hizo presente en el sentido de que de repente empecé a interesarme por Él y por su vida. No me gustaba en absoluto. No lo había pedido; había buscado un sentido de la vida abstracto y lógico. Cristo, sin embargo, se metió cada vez más en mi vida. Seguí sorprendida. ¿Podría ser verdad todo lo que los cristianos creían? (...) Ya no se trataba de leer y de sacar conclusiones basadas en un estudio; era sobre todo cuestión de creer. Era de golpe más fácil y más difícil. Se convirtió en una cuestión existencial, no en algo intelectual. Y yo me manejaba bien en temas intelectuales, pero me encontraba lejos de ser una persona madura que estaba, sin darse cuenta, enamorándose de la Iglesia”. El amor escondido. Belacqua. Barcelona 2002, p. 38-39.
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