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Testigos de la Eucaristía


El último capítulo del Evangelio de Juan es una adición, que se refiere a la Iglesia posterior a la Ascensión del Señor a los cielos, en la cual el joven apóstol reconoce la misión de Pedro como primado.

Narra también la pesca milagrosa del Resucitado, que la liturgia del tercer domingo de Pascua (ciclo C) nos invita a poner en relación con el testimonio apostólico y con la adoración a Dios: si el capítulo quinto de Lucas comenzaba con el llamado a Pedro para ser pescador de hombres, este apartado de Juan termina mostrando su realización histórica.

San Josemaría comenta sobre las virtudes de Juan y de Pedro en esta escena: (Amigos de Dios, n. 266): «Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: ― ¡es el Señor! El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ató la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»

La escena que continúa es conmovedora: Jesús no les reprocha. Al contrario, les prepara el desayuno: «Cuando descendieron a tierra, vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan». ¡Cómo se recrea la liturgia contemplando la relación de identidad que hay entre Jesús Resucitado y la Eucaristía! «Jesús les dijo: ― venid a comer. Vino Jesús, tomó el pan, lo distribuyó entre ellos y lo mismo el pez».

El mejor testimonio que podemos dar de Jesús Resucitado es la participación plena, consciente y activa en la Sagrada Eucaristía. Ahí nos espera Él, como esperaba a los Once en la orilla del mar, para darnos la alegría, la esperanza, la gracia para hacer nuestra su propia vida. Podemos unirnos al culto celestial a través de nuestra participación en la Misa, no durante media hora, sino durante todo el día.

Los Apóstoles son modelo de testimonio: se presentan ante el Sanedrín y proclaman su mensaje: “nosotros y el Espíritu Santo somos testigos de esto”: Que Jesús resucitó, fue exaltado como Príncipe y Salvador y que envió al Espíritu Santo (Hch 5, 27-41). Lo anuncia Pedro, totalmente convencido. Atrás quedó el traidor de la noche del Jueves Santo. Ahora es Testigo.

También testimonia el autor del Apocalipsis (5, 11-14): al principio, expone el mensaje de Jesús para cada Iglesia, después viene –en el capítulo cinco- la gran visión previa a las demás: presenta a Dios en su gloria y a Cristo resucitado que revela los designios divinos (escondidos en el libro sellado). Lo revela con su redención (muerte y Resurrección). El mensaje central (como otras veces, me baso en los comentarios de la Biblia de Navarra) es que Cristo merece una adoración igual que la del Padre, un culto litúrgico: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.» Y oí a todas las criaturas que decían: «Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos.» En el culto del cielo intervienen los cuatro vivientes y los ancianos, después los ángeles (adoradores por excelencia, ejecutores de los designios divinos e intercesores a favor de los seres humanos) y por último la creación entera: el cielo y la tierra, la Iglesia celestial y terrestre, cuya oración se simboliza con las copas de oro.

Y no se trata solo de adorarlo, sino de anunciarlo. Como dice Benedicto XVI en la Sacramentum Caritatis (n. 84), la Eucaristía es un misterio para anunciar: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio eucarístico. Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32). No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana».

Esa misión nos compromete a dar testimonio, como los primeros cristianos. En este sentido, añade el Papa (n. 85): «La misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio como la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14). El culto agradable a Dios implica también interiormente la disponibilidad al martirio y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo».

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