Una semana después de la Pascua, la liturgia nos hace considerar el comienzo del Apocalipsis, donde el autor describe a Jesucristo resucitado como juez escatológico. En medio de la simbología (lámparas que son la oración de la Iglesia), se escucha la voz de Jesús resucitado, vestido como sacerdote (túnica hasta los pies), como rey (banda de oro en el pecho), eterno (barba blanca), sabio (mirada brillante), poderoso (voz de trueno, pisada metálica): «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos».
También nosotros ahora tenemos esa misión en nuestras manos: depende de nuestra oración, de nuestro trabajo y de nuestro esfuerzo apostólico que el mundo en el que vivimos se reconcilie con Dios. Al menos en nuestro pequeño campo, hemos de ayudar a nuestros amigos, parientes y conocidos a reconocer a Dios como Padre, a recibir su perdón. Podemos ayudar a que amen los mandatos del Señor, a que conozcan la doctrina de la Iglesia, que solo busca nuestra felicidad. Podemos fomentar la solidaridad cristiana y la coherencia entre la vida privada y la vida pública, para iluminar las leyes y las profesiones con el ejemplo de una vida coherente.
Ojalá de nuestras comunidades actuales pudiera decirse lo que señala San Lucas en uno de los resúmenes de la vida apostólica de los primeros cristianos, como un modelo para los que tenemos la Iglesia ahora en nuestras manos: «crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban» (Hechos 5, 12-16).
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