Después de las bienaventuranzas y el sermón sobre el amor a los enemigos y la misericordia, a imitación del Padre, la predicación de Jesús cambia de estilo en el evangelio de Lucas: pasa a ser más narrativo, gracias a que recurre a pequeñas parábolas.
Este discurso del llano en san Lucas, que es
paralelo al sermón del monte narrado por san Mateo, es como la carta de
presentación de Jesús, un resumen de su enseñanza sobre cómo debe ser la
actuación de sus discípulos.
“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?
¿No caerán los dos en el hoyo?” (Lc 6, 39). Esta es una parábola de Perogrullo, de sentido
común, muy utilizada por los predicadores en el mundo grecorromano en tiempos
de Jesús. Desde luego, si el guía está ciego, los dos irán al abismo. Parece
referirse a los falsos maestros, en el sentido de que la persona ciega no debe
pretender guiar a los otros.
Jesús no quería que sus discípulos fueran
como los fariseos. Desde el principio, se preocupó de la
enseñanza a sus discípulos. De hecho, lo hacía retomando las costumbres judías,
en las cuales era central la escucha, meditación y comentario de la Palabra
revelada.
Además, cuidó especialmente su formación
personal: se los llevaba a jornadas especiales “para descansar un poco”, pero
también para explicarles el sentido más profundo de su predicación (por eso le preguntan la razón por la cual les explicaba a ellos asuntos que no le enseñaba al puebo).
También tenía diálogos con cada uno, como el
que nos presenta el cuarto Evangelio, después de la resurrección, con Pedro
caminando por la playa. Justo en ese encuentro, consolida su misión
encargándole: “apacienta mis ovejas”.
Y desde el comienzo del cristianismo se ha
cuidado esa labor de apacentar, de atención personal, familiar, de amistad,
como vemos que hacía Pablo con los hijos espirituales que tenía en Asia y en
Europa. San Lucas, discípulo de Pablo, les recuerda a sus lectores la
importancia que Jesús le daba a su formación personal, para que no fueran
ciegos que guiaban a otros ciegos. Para que fueran buenos pastores, siguiendo
el ejemplo de Jesús, el buen pastor por antonomasia.
Los primeros cristianos que procedían del
judaísmo asumieron las costumbres de la religión que habían vivido desde pequeños
y les agregaron los relatos que narraban los hechos y las palabras de Jesús. Y fueron
asumiendo la necesidad de estudiar las tradiciones y las doctrinas de los
pueblos a los que iban llegando pues, como enseñaba Joseph Ratzinger, los
cristianos eligieron ser contados entre las filosofías que buscaban la verdad,
más que entre las religiones míticas que imperaban en ese tiempo.
Esto explica el interés de san Lucas en
resaltar la importancia y necesidad de la formación de los seguidores de Jesús.
En esa capacitación humana, profesional y doctrinal-religiosa, es muy
importante el estudio de ciencias como la filosofía, la historia y la teología.
Pero también hace falta aprender a recorrer el camino de la vida espiritual, la
formación espiritual y apostólica.
En la Evangelii Gaudium, el documento
programático del papa Francisco sobre el anuncio del evangelio en el mundo
actual, el pontífice explica que
Más
que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento,
conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión,
el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las
ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. (n.
171).
Pidamos en nuestra oración que nosotros
seamos esos heraldos contemporáneos del Evangelio, buenos pastores que imitan a
Jesucristo en su afán por la salvación de las ovejas, que nos llene de su
gracia para acompañar de modo eficaz a nuestros hermanos en su camino hacia Él.
El director espiritual es un simple instrumento, pero también debe ser
consciente de la enorme responsabilidad que conlleva el cuidado de sus hermanos
en el camino hacia Cristo. Benedicto XVI resumía su papel diciendo que ese
padre espiritual debe “acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de sí
mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme
cada vez más al Evangelio” (Audiencia, 16–9–2009). Y san Josemaría escribió
algunas funciones que lo caracterizan:
abrir
horizontes, ayudar a la formación del criterio, señalar los obstáculos, indicar
los medios adecuados para vencerlos, corregir las deformaciones o desviaciones
de la marcha, animar siempre: sin perder jamás el punto de mira sobrenatural,
que es una afirmación optimista, porque cada cristiano puede decir que lo puede
todo con la ayuda divina (cfr. Flp 4,13) (Carta 26, n. 37).
Pero como el guía no puede ser ciego, debe
tener buena luz para iluminar a su discípulo. Para ser buenos pastores, hace
falta, en primer lugar, ser buenas ovejas. Todos necesitamos la ayuda de un
acompañante en el camino espiritual que nos guíe, al que sigamos con humildad.
Como escribió el Beato Elredo de Rievaulx:
¡Qué
felicidad tener alguien con quien hablar como contigo mismo!, ¡a quien no temas
confesar tus eventuales fallos!, ¡a quien puedas revelar sin rubor tus posibles
progresos en la vida espiritual!, ¡a quien puedas confiar todos los secretos de
tu corazón y comunicarle tus proyectos! (Tratado sobre la amistad espiritual,
Lib 2: Edit J. Dubois, 53-57)
Las enseñanzas del Evangelio continúan: “No
está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje,
será como su maestro” (v. 40). El gran maestro es Jesús, hacia Él debemos mirar
todos. Como escribió san Josemaría: “el modelo es Jesucristo; el modelador, el
Espíritu Santo, por medio de la gracia” (San Josemaría, Carta 26, n. 37).
En ese camino de identificación con Cristo,
el Evangelio que estamos considerando se refiere a unas virtudes que son muy
importantes para aprovechar la dirección espiritual: en primer lugar, la humildad.
Y, como consecuencia natural, la sinceridad y la docilidad.
¿Por
qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga
que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que
te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? (vv.
41-42)
Se trata de un aforismo muy conocido. Pero
no por eso menos importante, pues nos habla del conocimiento propio, que es
fundamental para entrar y avanzar en los caminos de la vida espiritual. Como
dice san Josemaría: “El propio conocimiento nos lleva como de la mano a la
humildad” (Camino, n. 609). Por eso, ¡qué importante es el examen de
conciencia! Para conocernos, para reconocer la raíz de nuestros fallos, para formular
propósitos que nos ayuden a avanzar en el camino de la identificación con
Cristo.
De hecho, Jorge Mario Bergoglio publicó un
libro llamado “Sobre la acusación de sí mismo. El camino de la humildad”. Y resume
su contenido en una entrevista reciente (“Soñemos juntos”):
No
hay vacuna contra la conciencia aislada de la persona abroquelada, pero sí un
antídoto. Es fácil de conseguir y no cuesta más que nuestro orgullo. La
«acusación de sí mismo» es un concepto sencillo que expuso un monje del
desierto en el siglo VI, Doroteo de Gaza, haciéndose eco de la sabiduría de los
padres del desierto que nos enseñan cómo Dios nunca nos abandona en la
tentación. Al acusarnos a nosotros mismos, nos «abajamos», dando lugar a la
acción de Dios, que nos une. Así como la conciencia aislada nos lleva a acusar
a otros, la unidad es también fruto de la acusación a nosotros mismos. En vez
de autojustificarnos —el espíritu de la autosuficiencia y la arrogancia—, la
acusación de uno mismo expresa la pobreza de espíritu de la que Jesús habla en
las bienaventuranzas. Es el contraste que describe en Lucas 18, 9-14 entre el
publicano y el fariseo. El publicano oraba diciendo: «Dios mío, ten piedad de
mí que soy un pecador», mientras que el fariseo —quien agradece a Dios por no
ser como los otros— es incapaz de rezar. Esta actitud de «abajamiento»
imita el acto de humillarse y acercarse del Verbo, (…). En vez de acusar a los
demás por sus faltas y limitaciones, veo en mí alguna falta o actitud. Me
vuelvo a mi Creador y mi Dios y le pido la gracia que necesito para seguir
adelante, confiado en que me ama y se preocupa por mí (...). Y cuando esto
sucede, en vez de encontrar faltas en mi hermano o hermana, veo en él o en ella
a alguien que necesita ayuda, y me ofrezco a su servicio.
En esas palabras está la explicación de la
parábola sobre la viga y la mota. Nos cuesta mucho reconocer nuestras faltas,
incluso las más grandes, pero señalamos rápidamente hasta las más pequeñas
imperfecciones de nuestro prójimo. Todos merecemos el regaño, la reconvención
del Señor: “¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás
claro para sacar la mota del ojo de tu hermano” (v. 42).
Junto con la invitación a no juzgar que
había hecho unos versículos atrás (“no juzguéis, y no seréis juzgados; no
condenéis, y no seréis condenados”, v. 37), Jesús resalta la importancia de la
lucha interior para ayudar de modo más eficaz a los otros. Ver con los ojos de
Cristo, como representa la imagen de Rupnik que muestra a Jesús cargando con el
hombre pecador, pero mirándolo fijamente a los ojos con su mirada
misericordiosa.
Y da un último consejo para reconocer si
somos buenos guías: “Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo
que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se
recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos” (vv. 43-44).
Por los frutos se conoce el árbol. La boca
habla de lo que rebosa el corazón. Una vez más, podemos aprovechar nuestra
oración personal para hacer examen de conciencia: ¿Qué frutos doy yo? ¿Cuáles
son mis conversaciones? “Cuando hablamos, ¿buscamos el bien de nuestro
interlocutor? Cuando pensamos, ¿tratamos de poner nuestro pensamiento en
sintonía con el pensamiento de Dios? Cuando actuamos, ¿intentamos difundir el
Amor que nos hace vivir?” (BXVI, Homilía 13-9-2008)
“Cada árbol se conoce por su fruto”. Los
lectores de Lucas recuerdan la enseñanza de san Juan el bautista (3,9): “todo
árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego”. Los buenos frutos
son, en primer lugar, las acciones, pues hay muchas personas en las cuales,
“cuando se acercan las criaturas, descubren sólo hojas: grandes, relucientes,
lustrosas. Sólo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran
con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios” (AD, 51).
Otros frutos para medir la bondad del árbol
son las palabras y las actitudes. Como dice el Sirácida, “El fruto revela el
cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona. No elogies a
nadie, antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona”. Si
somos dóciles a las indicaciones que recibimos en la dirección espiritual, podremos
ser sembradores de bondad, de paz, de mansedumbre, de serenidad: “El hombre
bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo,
de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (v.
45).
Pidamos a nuestra madre, la Virgen, que nos alcance la gracia para ser humildes por medio del conocimiento propio, de la sinceridad y la docilidad en la dirección espiritual, para no ser guías ciegos, para reconocer las vigas en nuestros ojos, para dar buenos frutos.
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