“Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla»”. El mismo día del sermón de las parábolas, el Señor pasa de la doctrina a las obras. “Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban”. A Jesús le importa la formación de sus discípulos más cercanos, que después serán los pastores de las multitudes. A ellos les explica las parábolas, con ellos comparte las experiencias más exigentes. Como la que veremos en esta escena del Evangelio.
Después
de las enseñanzas, Jesús confirma la autoridad de sus palabras con hechos
portentosos. En concreto, con cuatro milagros, de los cuales leeremos tres los
próximos domingos: el que contemplaremos ahora, la curación de la hemorroísa y
la resurrección de la hija de Jairo.
Los
milagros de Jesús también sirven para animar a los discípulos a que tengan más
fe, a confiar en la ayuda divina que no les faltará para superar las
dificultades en el apostolado. De hecho, esta escena aparece en los tres
evangelios sinópticos.
El
evangelista no omite pequeños detalles que nos permiten conocer los modos de
obrar de esa pequeña familia de Jesús con sus discípulos, de su modo de obrar
cotidiano: “Se lo llevaron en barca, como estaba”... Nos permite conocer el
talante humilde de Jesús, la docilidad con la cual se deja disponer por parte
de sus apóstoles. También vemos la importancia de la caridad, de la amistad, de
la fraternidad en esa pequeña comunidad cristiana: “otras barcas lo
acompañaban”.
Pero
la convivencia fraterna no está exenta de dificultades: “Se levantó una fuerte
tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. Esa
tempestad y esas olas son una figura de nuestra propia vida. Ahora mismo,
podemos pensar en las olas y en la tempestad que ha traído la pandemia: la enfermedad,
la muerte, el desempleo, la pobreza, las injusticias, los egoísmos.
También
hay tempestades interiores: nuestras luchas, las tentaciones que amenazan
nuestra respuesta fiel al amor de Dios. Hablemos de ellas con Dios,
presentémoselas en este momento de oración... ¿No es verdad que las
contradicciones se ven distintas cuando las compartimos con Dios, cuando
sabemos que no estamos solos, que contamos con su ayuda omnipotente? Eso fue lo
que experimentaron de un modo un poco violento los discípulos, que padecían el
temporal sin sentir la ayuda de Jesús, pues, mientras tanto, “Él estaba en la
popa, dormido sobre un cabezal”.
Jesús
continúa dormido, sin perder la serenidad: con ese modelo, vemos la importancia
de la oración en las tempestades que el Señor permita. “Se levantó una fuerte
tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. Imaginemos
la escena: tempestad, olas, amenaza de inmersión, mientras Jesús dormía. El
papa Francisco escogió esta escena para la oración especial en el primer año de
la pandemia, y comentaba la actuación de Jesús:
"Él permanecía en popa, en la
parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el
bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el
Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que
calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de
reproche: «¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?»" (v. 40). (Francisco,
Homilía, 27-3-2020)
Aprenderemos
a confiar en Dios, a “pedir como nos conviene”. Así les sucedió a los
discípulos, que “Lo despertaron, diciéndole: ‘Maestro, ¿no te importa que
perezcamos?’”. Francisco explica que ellos creían en Jesús pero no lo
comprendían. Creían en Él, por eso acudieron a su ayuda, pero el error está en
el modo: “Lo despertaron, diciéndole: ‘Maestro, ¿no te importa que perezcamos?’”.
Se dirigieron a Jesús con un reclamo, más que con una súplica. Dudan de su amor
por ellos, se plantean que a Él no le importa la suerte que ellos corran. Por
esa razón, Jesús les reprocha: “¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”.
"Este reproche de Jesús a sus
discípulos nos permite comprender cómo el obstáculo para la fe no es con
frecuencia la incredulidad, sino el miedo. Así, el esfuerzo de discernimiento,
una vez identificados los miedos, nos debe ayudar a superarlos abriéndonos a la
vida y afrontando con serenidad los desafíos que nos presenta. Para los
cristianos, en concreto, el miedo nunca debe tener la última palabra, sino que
nos da la ocasión para realizar un acto de fe en Dios… y también en la
vida" (Fco, mensaje 11-2-2018).
El
evangelio nos recuerda hoy a nosotros la invitación de Jesús: ¡No tengan miedo!
¡Tengan fe! Esta virtud teologal se concreta en dirigirse a Dios, y en confiar
en Él. Esperar con firmeza y seguridad, como dice el diccionario. El domingo
pasado, el Papa insistió en la importancia de esta actitud en el momento que
estamos viviendo:
El Evangelio nos pide una mirada
nueva sobre nosotros mismos y sobre la realidad; pide que tengamos ojos grandes
que saben ver más allá, especialmente más allá de las apariencias, para
descubrir la presencia de Dios que, como amor humilde, está siempre operando en
el terreno de nuestra vida y en el de la historia. Y esta es nuestra confianza,
es esto lo que nos da fuerzas para seguir adelante cada día con paciencia,
sembrando el bien que dará fruto. ¡Qué importante es esta actitud para salir
bien de la pandemia! Cultivar la confianza de estar en las manos de Dios y, al
mismo tiempo, esforzarnos todos por reconstruir y recomenzar, con paciencia y
constancia (Ángelus, 13-6-2021).
Si
somos almas de fe iluminaremos el mundo con una mirada sobrenatural, optimista,
esperanzada. Transmitiremos esa visión de ojos grandes, trascendente, que revela
un futuro mejor a pesar de las dificultades presentes. Esa es la fe que el
Señor nos pide: una fe que nos lleve a descubrir la humilde acción de Dios en
nuestra vida y en el mundo, que nos llenará de paz y de serenidad contagiosas
para que seamos esos sembradores de paz, de alegría y de esperanza que la
sociedad necesita, ahora más que nunca. El evangelio de Marcos nos plantea
entonces una clave para la situación actual: “Cultivar la confianza de estar en
las manos de Dios y, al mismo tiempo, esforzarnos todos por reconstruir y
recomenzar, con paciencia y constancia”.
Cultivar
la confianza: no es una actuación que se nos dé sin más, hay que cultivarla,
poner los medios, ejercitarla en la vida cotidiana para que estemos preparados cuando
lleguen los momentos más difíciles. Cultivar habla de cuidado, de preparación
del terreno, de sembrar la semilla, de trabajar para que fructifique. Por ese
motivo, Francisco predica sobre la necesidad del esfuerzo por reconstruir, por
recomenzar. Me trae a la memoria un mensaje que nos escribió monseñor Echevarría,
gran canciller de la Universidad de La Sabana, cuando el Campus se inundó por
segunda vez en quince días en mayo del 2011:
“Me conmueven vuestras líneas, y
saber que tratáis de sobreponeros al cansancio, para recomenzar con renovado
impulso las labores de restauración de los edificios. Procurad estar siempre
muy pendientes unos de otros, con caridad fraterna –Dios no puede dejar de
premiaros por esto-, para que nadie pierda el optimismo y todos encontréis
comprensión y cercanía al volver a casa o en la convivencia diaria, después del
trabajo intenso, y quizá poco gratificante a veces, que os espera”.
Reconstruir
y recomenzar, con paciencia y constancia. Ahí tenemos todo un programa de
actuación para el futuro inmediato. Lo vemos en el ejemplo de la primera
lectura, que nos presenta el ejemplo del santo Job, una figura del Antiguo
Testamento que enseña el valor de las contradicciones y la importancia de la fe
en la providencia divina a pesar de las tormentas y tempestades que el Señor
permita en nuestra vida: “El Señor habló a Job desde la tormenta: ‘¿Quién cerró
el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse
nubes por mantillas y nubes tormentosas por pañales, cuando le establecí un
límite poniendo puertas y cerrojos, y le dije: “Hasta aquí llegarás y no
pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas’?”.
Con
esa fe permanente en que Jesús es el capitán de la barca, también ahora, como
en tiempos de Job y como hace veintiún siglos, las tempestades se calmarán: “Se
puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento
cesó y vino una gran calma”. Milagro cosmológico: Jesús habla con el mar
dándole órdenes, como una criatura suya que es. También son términos de
exorcismo, de sometimiento al poder superior de Dios. Después se dirige a los
discípulos: “’Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?’. Se llenaron de miedo y
se decían unos a otros: ‘¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo
obedecen!’”. Dios permitió esta angustia para que se abrieran a la fe en la
divinidad de Jesucristo. Todo tiene su sentido, todo es para bien. Es lo que celebra
el salmo 107, 29: “Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas
del mar”.
La
contemplación del poder de Dios sobre la creación nos invita a confiar en el
Señor, que sigue siendo omnipotente. A no quedarnos paralizados por la queja,
echándole la culpa de nuestra pasividad a Dios, diciéndole como los discípulos:
“Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. Más bien, se trata de una invitación
a descubrir que el dolor, la enfermedad o la muerte, son llamados que el Señor
nos hacer para que llevemos su cruz, para que descubramos que es en ese altar
del sufrimiento unido a Dios donde encontramos la salvación nuestra y del
mundo. Podemos pedirle ahora mismo, en nuestra oración: ¡Señor, auméntanos la
fe para llevar con calma la carga que has querido poner sobre nuestros hombros!,
para entender que, como dijo Francisco,
Abrazar
su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente,
abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle
espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse
a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas
formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido
salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y
sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a
cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe,
que libera del miedo y da esperanza. (Homilía,
27-3-2020)
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