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La venida del Espíritu Santo

 

Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la venida del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés. La tercera persona de la santísima Trinidad aparece en la Escritura desde el Antiguo Testamento: por ejemplo, inspirando a los profetas para hablar en nombre de Dios. El último profeta fue san Juan Bautista “quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que ‘prepare al Señor un pueblo bien dispuesto’ (Lc 1, 17) y para anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto descender y permanecer el Espíritu, ‘aquel que bautiza en el Espíritu’ (Jn 1, 33)” (Compendio, n.141).

Pero la plenitud de la gracia, de la comunión con las tres Personas de la Trinidad la vemos en la Virgen: “El Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la preparación del Antiguo Testamento para la venida de Cristo. De manera única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado” (Compendio, n.142).

El Compendio del catecismo continúa la narración sobre la acción del Paráclito a lo largo de la historia mostrando su relación con Jesucristo, en su misión en la tierra. Dice que, cuando María aceptó el designio divino para su vida, “desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección” (Compendio, n.143).

Por ese motivo, el Evangelio de la Misa presenta la donación del Paráclito que Jesús hizo en el cenáculo el mismo día de la resurrección (Jn 20, 19-23): “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Esa exhalación del aliento, ese soplo divino que dona el Espíritu Santo, rememora el momento de la creación, cuando “el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo” (Gn 2, 7).

San Gregorio Nacianceno explica los diversos momentos en los que se habla de la donación del Espíritu Santo:

Los discípulos recibieron el Espíritu en tres ocasiones: antes de que Cristo fuera glorificado en la pasión, después de haber sido glorificado por la resurrección, y después de la ascensión al cielo… La primera manifestación era difícilmente reconocible; la segunda era más expresiva, la de hoy es más perfecta, pues el Espíritu no está ya presente solo por su acción sino que está sustancialmente… haciéndose presente y habitando en nosotros. (Discurso sobre Pentecostés, 41,ll)

Y así llegamos a la solemnidad de hoy: los ciento veinte cristianos, la asamblea de la iglesia de Jesucristo, celebraba en familia la fiesta de Pentecostés, que era una fiesta judía para conmemorar la Alianza del Señor con Moisés. Jesús acaba de ascender a los cielos, y los discípulos se enfrentan al duro reto de la misión. ¿Cómo preparan semejante desafío? Los Hechos de los apóstoles describen que, “al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar” (Hch 2, 1).

Tras las dudas de los comienzos de la pascua, cuando Tomás se resistía a aceptar la resurrección del Señor, ahora están reunidos, en comunión, “todos juntos”. Ya han elegido a Matías como sustituto de Judas: “Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14). Ese es el programa de actuación de la iglesia primitiva, y sigue siendo el modelo para nosotros. Los apóstoles preparan la misión universal orando, unidos, con María. Y en ese contexto Dios responde a la plegaria de un modo refulgente: “de repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos” (Hch 2, 2).

Estruendo, viento, fuego. San Lucas alude a otras manifestaciones divinas del Antiguo Testamento, como la teofanía a Moisés en el monte Sinaí, mostrando que en este momento se cumplen las promesas que allí se anunciaban. También recuerdan la profecía del evangelio de Lucas (3, 16): “Juan les respondió dirigiéndose a todos: ‘Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego’”.

Benedicto XVI comenta que este fuego del Espíritu “no es posesión, que está en reposo, sino fuerza transformadora. Él nos saca de nuestros hábitos de vida, de nuestro estado de autosatisfacción, nos quema y abrasa, nos purifica y renueva”. Que esta fiesta, Señor, me purifique y me transforme. Que esta liturgia suponga para mí una verdadera renovación. Quémame, abrásame, purifícame, renuévame. Que me convierta, que aproveche este momento para dar un paso adelante en mi vida espiritual, para una entrega mayor en mi vida espiritual, que tome decisiones audaces, que dé un salto, aunque sea pequeño, y deje atrás lo que me aherroja y me decida a ser más generoso, más dócil a los dones y frutos del Espíritu Santo.

El compendio del catecismo resume el significado teológico de lo que sucedió aquella mañana en Jerusalén: “En Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección, Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente revelada” (n. 144). Te damos gracias, Señor, por habernos enseñado el misterio de tu intimidad, que los seres humanos habían buscado durante siglos: que eres Padre amoroso, Hijo que nos hizo sus hermanos por medio del sacrificio pascual, y Espíritu de amor que nos identifica con Cristo.

El papa Francisco predicaba en una fiesta de pentecostés que el Espíritu Santo es un don, y que

si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu, memoria viviente de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas" (Francisco, homilía 2020).

Podemos pedir al Señor en nuestra oración: Que yo me dé como Tú te diste. Que pierda el miedo a darme, que sea imagen de tu donación, como han hecho los santos. Que me entregue por completo, como aquellos discípulos después de Pentecostés.

El catecismo continúa diciendo que, a partir de ese día, “la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria” (n. 144). Esa es la misión visible, evangelizadora. La plenitud del Espíritu Santo lleva a los discípulos a hablar, a manifestarse, a anunciar las maravillas de Dios ante todas las naciones, representadas en la multitud congregada aquellos días en Jerusalén.

Esta fiesta nos impulsa a renovar nuestro compromiso misionero, a preocuparnos por los demás, que en las circunstancias actuales están más necesitados que nunca. Acaban de publicar los datos de una encuesta sobre los sentimientos de los jóvenes: ¡Predomina la tristeza! Es una situación que nos muestra la urgencia de que seamos sembradores de esperanza, de paz y de alegría. Por eso la fiesta de hoy nos invita a la misión externa, como los apóstoles en Pentecostés.

Pero también hay una segunda misión del Paráclito, que es invisible: “el Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa” (Compendio del catecismo, n. 145). Sobre todo, el Espíritu Santo nos hace hijos de Dios. Para ser buenos apóstoles, es condición previa estar muy llenos de Dios. Luchar para que seamos templos menos indignos del Paráclito, para que hagamos “su” apostolado y no el nuestro.

Concluyamos nuestra oración acudiendo a la Esposa del Espíritu Santo para que nos alcance la gracia de “‘frecuentar’, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. -«Veni, Sancte Spiritus...!» -¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma!” (Forja, n. 514).

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