Temas: 1. El bautismo y sus efectos. 2. El Padre revela al Hijo y envía el Espíritu Santo. 3. Complacer a Dios con nuestra vida al servicio de Él y los hermanos.
no es un parto
virginal anunciado por el Ángel, ni una estrella que conduce a los Magos, no es
la adoración rendida al Niño en su cuna, ni el testimonio de Juan que bautiza
los que revelan, sino que es el Padre mismo quien habla desde el cielo y dice: “Éste
es mi Hijo”. (De Trinitate, 6, 23, 7)
Quien
nos revela hoy a Jesucristo es el mismo Padre eterno. Por esa razón, el
Evangelio de san Marcos comienza con un resumen de la predicación del precursor:
“Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para
desatarle la correa de sus sandalias”. Ya hemos considerado en otras
ocasiones la humildad de san Juan al predicar sobre su primo el Mesías.
Meditemos ahora su promesa profética, cuando compara el bautismo que él
administraba con el que instituiría Jesús: “Yo os he bautizado con agua,
pero él os bautizará con Espíritu Santo”.
La
diferencia está en que su bautismo era una muestra externa del deseo de
conversión, sin más efectos interiores, mientras que el de Jesús sería “con
Espíritu Santo”, el primer sacramento de la iniciación cristiana, que nosotros
recibimos, y por el cual podemos agradecer al Señor en nuestra oración. Nos
puede servir para nuestro diálogo con Dios considerar sus efectos:
“El Bautismo perdona el pecado original, todos los
pecados personales y todas las penas debidas al pecado; hace participar de la
vida divina trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la
justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia; hace participar del
sacerdocio de Cristo y constituye el fundamento de la comunión con los demás
cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El
bautizado pertenece para siempre a Cristo: en efecto, queda marcado con el
sello indeleble de Cristo (carácter)”. (Compendio del Catecismo, n. 263)
El
efecto prioritario del bautismo es el perdón de los pecados, ante todo, del
pecado original y las penas consecuentes. Todavía recuerdo que, cuando le
contaron a san Juan Pablo II que se bautizaría Bernard Nathanson, “el rey del
aborto”, el papa polaco respondió que, con ese sacramento, le quedarían
perdonados todos sus pecados.
Además,
el bautismo otorga la justificación, la comunión en la intimidad divina al hacernos
hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo. ¿Somos
conscientes de todo lo que esto significa? Démosle gracias al Señor al valorar
la grandeza de nuestra vocación cristiana: ¡Somos privilegiados, amados por
Dios de tal modo que nos hizo partícipes de su familia! Con razón el papa
Francisco insiste en que deberíamos celebrar cada año el aniversario de nuestro
bautismo, como celebramos el cumpleaños. Y san Josemaría besaba la fuente en la
que había sido bautizado y decía: “aquí me hicieron cristiano, aquí vino la
Trinidad a habitar en mi alma”.
Pero
el bautismo no solo tiene efectos “verticales”, fruto de nuestra nueva relación
con Dios, sino también “horizontales”, humanos: con el bautismo pasamos a ser
parte del cuerpo de Cristo y, por lo tanto, somos incorporados a la Iglesia y,
por tanto, hermanos de todos los demás fieles. También por ese motivo el
catecismo enseña que el bautismo “constituye el fundamento de la comunión con
los demás cristianos”; somos miembros del mismo cuerpo, esa es la motivación
última de la fraternidad: somos hijos del mismo Padre, redimidos todos por el
mismo Jesús, santificados por el mismo Paráclito.
Y además,
recibimos el “sacerdocio común de los fieles”, una participación en el
sacerdocio de Cristo ―diferente
esencialmente del orden sacerdotal― que nos da
la capacidad de santificar todas nuestras ocupaciones cotidianas, de ofrecerlas
como oblaciones espirituales unidas al culto que Jesús brinda al Padre en la
Eucaristía.
2. Regresemos a la escena del Evangelio: Jesús se acercó de manera humilde, como uno más en la fila del bautismo en el Jordán. Por otros autores conocemos el diálogo de Juan con su primo: “soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Jesús le contestó: “Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia” (Mt 3,14). Jesús no necesitaba el bautismo, pero una vez más se humilló para que se cumpliera plenamente el designio del Padre.
“Y
sucedió que por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue
bautizado por Juan en el Jordán”. No nos cansamos
de admirar la misericordia divina, su proyecto de abajarse. Como dice san
Pablo, “al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para
que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5,21).
Vemos
la pureza infinita que no solo desciende hasta hacerse hombre, sino que se sumerge
en el agua que simbolizaba la purificación, para darle el poder de conferirla
eficazmente. Y el Padre, como un notario, lo confirma después: Apenas salió
del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia él como una
paloma. Se oyó una voz desde los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco».
Es
la primera manifestación de la Trinidad en el Nuevo Testamento, la teofanía que
muestra a las tres personas divinas: al Padre que unge al Hijo por medio del
Espíritu Santo, como dice san Pedro en casa de Cornelio: “Jesús de Nazaret,
ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 10,38). Ungido quiere
decir Mesías, que en griego se dice Cristo. El catecismo dice que, con este
pasaje, el Señor revela en nuestro tiempo humano “su eterna consagración mesiánica”
(CEC, n. 438).
Se
cumple de esa manera lo anunciado en el primer cántico del Siervo del Señor (Is
42, 1 -4. 6-7): “Mirad a mi Siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien
me complazco”. Por eso el evangelista se regodea mostrando el cumplimiento
de la profecía cuando el Padre le declara a Jesús: “Tú eres mi Hijo amado,
en ti me complazco”.
Pero
lo mejor de esta revelación es que no somos espectadores pasivos de un hecho
extraordinario, sino protagonistas, actores. El Señor también se quiere satisfacer
y estar contento por nosotros. Y por esa razón le pedimos en la oración de la
Misa su gracia para “perseverar siempre en su benevolencia” en su beneplácito,
en su buena voluntad, en su simpatía. ¡Qué gusto da ahondar en estos sinónimos,
sabiendo que se refieren a la actitud de Dios hacia nosotros!
La “buena voluntad” del
Padre nos hace recordar el cántico de los ángeles la noche de la navidad, el
“Gloria”, que se traduce al castellano de dos formas distintas pero que, en el
fondo, dicen lo mismo: “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” o “paz
en la tierra a los hombres que gozan de la benevolencia divina”, a los hombres
que Él ama:
“Buena voluntad" (eudokia), en el lenguaje
común, hace pensar en la “buena voluntad” de los hombres, pero aquí se indica,
más bien, el “buen querer” de Dios a los hombres, que no tiene límites. Y ese
es precisamente el mensaje de la Navidad: con el nacimiento de Jesús,
Dios manifestó su amor a todos. (Benedicto XVI, Audiencia, 27-12-2006)
Quizá ese es el motivo por
el cual concluimos el tiempo de Navidad con esta celebración, como para cerrar
con broche de oro el mensaje central del misterio navideño: que Dios se hizo
hombre, que nació Niño para salvarnos, para liberarnos de las cadenas del
pecado y para abrirnos las puertas del cielo; que Él es la verdadera paz a la
que se refiere el salmo 29 cuando dice que “el Señor bendice a su
pueblo con la paz”. Esta es la alegría del Evangelio, el anuncio que el
papa Francisco nos insiste en que debe caracterizar nuestro apostolado.
3. “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. ¿Qué tiene de especial ese Hijo para que el Padre se complazca en Él? –Que cumple toda justicia, que obedece, que carga con la cruz. No la rehúye, aunque le cuesta. Es su verdadero bautismo, y por eso lo ansía: “Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!” (Lc 12,50). Por esa razón se bautizó; como
había cargado con la culpa de toda la humanidad, entró
con ella en el Jordán. Inició su vida pública tomando el puesto de los
pecadores. La inició con la anticipación de la cruz (…). El significado pleno
del bautismo de Jesús se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la
aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo ―“Este es mi Hijo amado” (Mc 3, 17)― es una referencia anticipada a la resurrección. (JR, JN)
Ese
sumergirse de Jesús en las aguas del río fue un anticipo de la inmersión en las
profundidades de la muerte. Y así como resucitó venciendo la muerte, también
preparó nuestra victoria sobre el pecado y sus consecuencias. Por esa razón san
Pablo dice que “por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para
que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre,
así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4).
Jesús
siempre es feliz porque está en comunión con el Padre y el Espíritu Santo,
porque su alimento es cumplir la voluntad del Padre. Y se convierte para
nosotros en el camino, la verdad y la vida. Nos enseña que el camino para ser
felices y para dar la felicidad a los demás es decirle siempre que sí a lo que
Dios nos pida. Por eso nos aconseja: “aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón”.
“Tú
eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Estas
palabras que el Padre dirigió a Jesús también nos las dice a nosotros, en cada
sacramento y siempre que estamos en gracia, en comunión con Él. Por eso el
catecismo enseña que otro efecto del bautismo es que “otorga las virtudes
teologales y los dones del Espíritu Santo”. No estamos solos en nuestra lucha
cristiana: el Señor nos acompaña desde dentro y nos da el auxilio necesario
para corresponder a nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, hijos libres,
amigos, llamados a buscar la santidad y a ser apóstoles en nuestro ambiente.
Por
ese motivo decimos en la oración colecta de la Misa que en el sacramento del
bautismo renacemos por el agua y el Espíritu Santo. Volvimos a nacer, como le
dijo el Señor a Nicodemo. En esa fuente parroquial, donde el sacerdote derramó
agua sobre nuestra cabeza, se actualizó la redención que Jesús nos había alcanzado
mediante su bautismo en la cruz.
Acudamos
a la Virgen santísima para que nos alcance la gracia de ser buenos hijos suyos,
conscientes del privilegio y los compromisos que conlleva nuestro bautismo. Que
presente ante la Trinidad nuestra oración en la Misa de este día:
Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo en el Jordán, al enviar sobre él tu Espíritu Santo, quisiste revelar solemnemente a tu Hijo amado, concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia.
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