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Parábola del banquete de bodas


Después de las dos parábolas del juicio, la de los dos hijos y la de los viñadores homicidas, Jesús continúa en el templo su controversia con las autoridades judías acerca del origen de su autoridad. En esta ocasión cambia el ambiente agrícola por el festivo. Se trata de la tercera parábola, que también está presente en el evangelio de san Lucas (14,15ss): “El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba a boda de su hijo”.

En esta ocasión Jesús pone el ejemplo de una fiesta grande, no un jolgorio cualquiera. ¡Es el banquete que ofrece un rey por las bodas de su hijo! El rey, el mismo padre de las parábolas anteriores, es Dios; el Hijo ―el esposo― es Jesús. El banquete es una figura utilizada en el antiguo testamento para hablar del Reino de Dios o de la vida eterna. Un ejemplo es la primera lectura del domingo 29, tomada del capítulo 25 del profeta Isaías: “El Señor del universo preparará en este monte, para todos los pueblos, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera”. Jesús solía asistir a banquetes, festejaba la vida, compartía la amistad, se dejaba celebrar. De esa manera, preparaba el banquete definitivo: la eucaristía, el festín que deseaba compartir “ardientemente” con sus discípulos.

Regresemos a la parábola: “mandó a sus criados para que llamaran a los convidados”. El éxito de la fiesta depende del trabajo de los criados ―de nuestro apostolado― y de la libre aceptación de los invitados. Por lo que respecta al apostolado, pensemos en las palabras del papa Francisco sobre la misión evangelizadora, la cual permite vislumbrar mejor

el designio amoroso del Padre, que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos, sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres, con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque “le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora” (EG, n.8). (Homilía, 21-11-2019)

En cambio, si regresamos a la parábola y evaluamos cómo fue la libre aceptación del llamado, vemos que en este caso no se dio: “pero no quisieron ir”. Rechazaron al rey. No es un acto de mera descortesía y desinterés, sino que constituye un verdadero agravio, una ofensa para la dignidad del anfitrión y de su hijo. Para algunos invitados fueron más importantes sus negocios que la comunión en el banquete del esposo.

“Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: ‘Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda’”. Como en la anterior parábola, el señor insiste en su invitación a compartir. “Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”. Reincidieron en el desprecio al rey y al esposo, atendieron otros compromisos que les parecieron más importantes. ¡Tenían excusas! También hoy, escribió san Josemaría,

Se repite la escena, como con los convidados de la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., cuentos, excusas tontas. Se resisten. Así les va: hastiados, hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. ¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada momento, y vivir alegre y feliz! (S, n. 67)

La parábola toma tintes trágicos cuando el rechazo llega hasta la violencia: al igual que en la parábola de los viñadores asesinos, “los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron”. Como si la invitación no fuera un don generoso, sino un agravio. El rey se venga ―es una parábola de juicio―, “montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad”. Es un evento que simboliza la destrucción de Jerusalén ocurrida en el año 70.

Y comienza un nuevo acto, la llamada universal: “dijo a sus criados: ‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda’”. Llama la atención el modo en que los siervos obedecieron las indicaciones del rey: “Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales”. Vemos aquí otra alusión a la parábola de los hijos: los publicanos y las prostitutas preceden a los que se consideran justos. Y también se refiere al otro pueblo al que se le dará el Reino de Dios.

Los invitados en apariencia selectos no asistieron y entonces la invitación se extendió a malos y buenos; en el pasaje paralelo de san Lucas (14,21) se invita a "los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”. Así, la sala del banquete se llena, como dice el papa Francisco,

de “excluidos”, los que están “fuera”, de aquellos que nunca habían parecido dignos de asistir a una fiesta, a un banquete de bodas. Al contrario: el amo, el rey, dice a los mensajeros: “Llamad a todos, buenos y malos. ¡A Todos!”. Dios también llama a los malos. “No, soy malo, he hecho tantas...”.  Te llama: “¡Ven, ven, ven!”. Y Jesús iba a almorzar con los publicanos, que eran los pecadores públicos, eran los malos. Dios no tiene miedo de nuestra alma herida por tantas maldades, porque nos ama, nos invita.  (Ángelus, 11-X-2020)

En la fase final, cuando todo parece estar resuelto con el banquete lleno de comensales, el rey en persona exige preparación, que los invitados se hayan dispuesto a participar de modo digno en la cena del esposo: “Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?’. El otro no abrió la boca”. El que no lleva traje de boda es incoherente: acepta la invitación pero no se pone el vestido. Decíamos al comienzo que el banquete simboliza, además, la eucaristía. Y esta exigencia del traje de bodas nos habla de la necesidad del estado de gracia para recibir la comunión.

Me gusta comparar la vida interior a un vestido, al traje de bodas de que habla el Evangelio. El tejido se compone de cada uno de los hábitos o prácticas de piedad que, como fibras, dan vigor a la tela. Y así como un traje con un desgarrón se desprecia, aunque el resto esté en buenas condiciones, si haces oración, si trabajas..., pero no eres penitente –o al revés–, tu vida interior no es ―por decirlo así― cabal. (Surco, n. 649)

“Entonces el rey dijo a los servidores: ‘Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes’”. Como no cumplió la voluntad del rey, fue destinado a las tinieblas exteriores. “Sin cambio de hábito, sin conversión del corazón, no se puede participar en el banquete de la comunión con Dios” (Ravasi, 2005, p. 246). Por ese motivo, en la Misa se comienza con el acto penitencial y, justo antes de comulgar, los fieles reconocen su indignidad para recibir al Señor y se abandonan en su misericordia diciendo: "no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme".

La última frase de la parábola es la enseñanza final: “muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”. Dios llama, pero no obliga: respeta la libertad. Todos estamos llamados a ser santos, pero pocos aceptan la invitación.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos alcance del Señor la gracia para vestir el traje de las virtudes, para aceptar su invitación y convertirnos en buenos hijos suyos, en apóstoles de Jesús.

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