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El tributo al César

En los primeros días de la semana santa vimos a Jesús discutiendo en el templo con los jerarcas religiosos, que le interrogaban sobre el origen de su autoridad. El maestro respondió con tres parábolas que sirvieron para mostrarles que él era el hijo del amo de la viña, el príncipe que el Padre había enviado después de que ellos y sus antepasados rechazaran a los profetas y a Juan Bautista.

San Mateo continúa su relato diciendo que al quedar descubiertas sus verdaderas intenciones, entonces se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos. En el afán por acabar con Jesús, se logró una coalición política impensable: los partidarios de Herodes Antipas se unieron con los alumnos de los fariseos, todo un “milagro involuntario” del Señor, como algún autor ha escrito.

Los herodianos eran partidarios de la intervención de Roma, pues ellos eran comisionistas y mediadores ante el emperador Tiberio. En cambio los fariseos veían en el pago de los impuestos una blasfemia: además de la humillación que suponía que el pueblo elegido pagara tributos a una potencia extranjera, las monedas de esa época presentaban el busto del emperador, coronado con una diadema divina y rodeado de las palabras “Tiberio César, hijo del divino Augusto”. En el reverso aparecía la diosa romana de la paz y la inscripción “Sumo sacerdote”.

Y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias”. Como en otras ocasiones, comienzan con un halago falso que no engaña a Jesús. “Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?”.  El evangelista agrega que el Maestro, comprendiendo su mala voluntad, les dijo: "Hipócritas, ¿por qué me tentáis?".

El dilema estaba muy bien tejido “para comprometerle”, pues lo ponían en el aprieto de escoger: o contra Roma o contra la religión judía. Además, también lo exponían al riesgo de hacer una afirmación ilegal, si rechazaba el pago de los impuestos; o impopular, si lo aprobaba, pues en aquel tiempo el pueblo estaba ahogado por la carga tributaria exigía la mitad de los ingresos para Roma, para Herodes y para el templo (Cf. Wilkins, M. [2016]. Comentario bíblico con aplicación NVI: Mateo. Editorial Vida). En resumen, con cara ganaban los enemigos y con sello perdía Él.

La respuesta de Jesús es uno de los apotegmas más famosos de la historia: “Enseñadme la moneda del impuesto”. Le presentaron un denario, una moneda de 3,8 gramos de plata, que llevaba inscrita la imagen del emperador y que se utilizaba para pagar una jornada de trabajo. Él les preguntó: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”. Le respondieron: “Del César”. Entonces les replicó: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Estas palabras del Señor no son una simple muestra de capacidad dialéctica, sino que indican todo un programa para la vida cristiana y su inserción en el mundo, para la relación entre la religión y la política, que suponen una verdadera revolución. Hasta entonces, y después también, existía la tendencia a mezclar ambas esferas, tanto desde la orilla del poder estatal (lo que después se llamaría cesarismo) como desde el mundo religioso (clericalismo): “Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: (...) Fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica” (San Josemaría, Carta XXIX, n. 31).

Jesucristo señala con este aforismo una doble libertad: del poder político que puede obrar sin interferencias de las autoridades religiosas y también la libertad para el ejercicio de la vida religiosa sin intromisiones del gobierno civil. Como escribió Ratzinger (2005. Iglesia, ecumenismo y política, Editorial BAC), con este dualismo

Jesús separa el poder imperial del divino (…) y creó el espacio de la libertad de la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder, aunque fuera el del dios-emperador romano, quien de este modo quedó reducido a un hombre-emperador (…). Estas palabras establecen los límites de cualquier poder humano y terreno y se anuncia la libertad de la persona, que trasciende a todos los sistemas políticos. Por haber asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús. (p. 193).

Al mismo tiempo, Jesús recuerda que las personas religiosas son también ciudadanos, con derechos y deberes. Merecen que sus prácticas piadosas sean respetadas, siempre que no atenten contra el bien común, pero también los creyentes tienen la obligación de dar ejemplo en el cuidado de la casa común, en el cumplimiento de los deberes cívicos y en la preocupación solidaria y fraterna por los más necesitados:

Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay ―no existe― una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que ―no me cansaré de repetirlo― es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales (AD, 165).

El discípulo de Cristo debe ser ejemplar en el cumplimiento de sus deberes ciudadanos: pagar los impuestos, cumplir los decretos sanitarios y las restricciones vehiculares o peatonales, etc. Así vivieron los primeros cristianos, incluso cuando las autoridades los perseguían. San Pablo aconsejaba: “Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios (…). Dad a cada cual lo que es debido: si son impuestos, impuestos; si tributos, tributos; si temor, temor; si respeto, respeto” (Rm 13, 1-7).

Aprovechemos este rato de oración para pensar cómo comprometernos más en la vida social y política, cómo vivir mejor nuestra ciudadanía para aportar a las necesidades del ambiente y mejorar nuestra sociedad. Así lo indica el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti, n. 56, al citar el Concilio Vaticano II (GS, n. 1):

los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.

Más que lamentarnos de los aspectos negativos de la sociedad, los seguidores de Jesús debemos fomentar, como hicieron los primeros cristianos, “una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la dignidad de la persona humana y su destino a la gloria de los hijos de Dios” (Echevarría, Carta pastoral, 29-9-2012, n. 17).

“Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” comprende también el respeto y la promoción de la libertad, que se nota en el impulso del pluralismo: en la Iglesia y en la sociedad caben personas de todas las tendencias “políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana puede admitir (...). Ese pluralismo no es (...) un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno” (Conv., n. 48). 

Benedicto XVI insistía en que las autoridades religiosas no deberían dar normas cívicas ni políticas, pues los ciudadanos y los políticos deben ejercitar su libertad y descubrir las vías más justas por sus propios medios:

las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. (Discurso, 17-IX-2010)

La jerarquía eclesial puede ayudar, aclarar, pero son los cristianos laicos quienes tienen la misión de aplicar a su práctica profesional las luces de su vida interior, en diálogo con sus colegas no creyentes. Ser buenos ciudadanos, comprometidos en la construcción de una sociedad civil más justa y digna, es parte importante de la vocación cristiana. Por esa razón, san Josemaría describió un sueño pastoral que ahora se ha cumplido:

querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos. (Carta III, n. 45).

Hasta el momento hemos considerado las consecuencias de dar al César lo que es del César. Sin embargo, también debemos meditar lo que significa dar a Dios lo que es de Dios, que es bastante comprometedor. No solo por el mandamiento de ayudar a las necesidades de la Iglesia de acuerdo con las propias posibilidades (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2043).

La moneda del tributo tenía la imagen del César, pero nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Debemos darle al César sus impuestos terrenales como súbditos, y a Dios toda la gloria como hijos, “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”, como dirá Jesús pocos versículos más adelante (v. 37).

Acudamos a la Virgen santa. Ella a pesar de su pobreza, también fue cumplidora fiel de sus deberes ciudadanos y religiosos. Pidámosle que nos alcance del Señor la gracia de tomarnos en serio los compromisos ciudadanos que conlleva nuestra vocación cristiana y que iluminemos el mundo con el ejemplo de Jesús. De esa manera, haremos realidad el aforismo que hemos meditado hoy: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

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