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Los obreros de la viña

 

Mateo estructura su evangelio en torno a cinco grandes sermones de Jesús, como un nuevo Pentateuco que actualiza la revelación divina. El cuarto de ellos es llamado el “discurso eclesiástico”, pues en él Jesús enseña cómo deben ser las relaciones fraternas en la comunidad cristiana en temas como la pobreza, el servicio, la corrección fraterna, el perdón, etc.

A partir del capítulo 19, el Señor emprende su camino hacia Jerusalén, donde entregará la vida en redención por nuestros pecados. En ese itinerario se encuentra con el joven rico, al que Jesús invita a seguirle, pero que se marcha triste, porque tenía muchas posesiones (Mt 19, 22). El Maestro concluye la escena comentando a sus discípulos que “muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros” (Mt 19, 30).

Este aforismo es el preludio para la enseñanza que consideraremos en esta oración. San Mateo retrata la misericordia divina con una parábola que también muestra el contraste con la actitud humana (20, 1-16). Jesús enseña que sus planes no son nuestros planes, como enseña Isaías (55, 8-9): vuestros caminos no son mis caminos. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes. Los autores espirituales hablan de la “lógica divina”, que a veces es muy distinta a nuestro modo de pensar.

El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. En la narración hay dos momentos clave: en primer lugar, la contratación en distintos momentos de la jornada laboral y, al final, la remuneración, la hora de las cuentas. Estamos apenas en el comienzo: Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.

El denario, una moneda de 3,8 gramos de plata, llevaba inscrita la imagen del emperador y correspondía al salario de un día. Varios exégetas advierten que la viña es Israel o el mundo, que el propietario es Dios, que su administrador es Jesús y que nosotros somos los trabajadores. Aunque también algunos Padres de la Iglesia mencionan que esa viña es nuestra propia vida, en la que debemos trabajar para cosechar virtudes como la caridad, la mansedumbre, la castidad, la paciencia, la generosidad, etc. Comencemos nuestra oración haciendo un poco de examen: ¿hemos cultivado con buenos hábitos la viña de nuestra existencia?, ¿o quizá hemos dejado crecer la cizaña de los vicios, del pecado?

Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido”. Ellos fueron. Algunos expertos indican que en este relato lo importante no es tanto la necesidad de obreros que puede tener el dueño de la viña, sino que su actuación “se centra en la necesidad que ellos tienen de trabajar”. (García, M. [2015]. Mateo. Editorial Verbo Divino, p. 431). Dios quiere compartir con nosotros la misión de perfeccionar el mundo con nuestra labor cotidiana. Por esa razón, el propietario sale cinco veces distintas a buscar obreros, sale “siempre” a buscar trabajadores, y necesita “muchos” obreros.

Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?”. En la frase del propietario podemos ver otro motivo de examen, esta vez para mirar cómo aprovechamos cada minuto:

No nos debe sobrar el tiempo, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco: es muy posible que vivas metido en la tibieza; o que, sobrenaturalmente hablando, seas un tullido. No te mueves, estás parado, estéril, sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia. (AD, 42)

“¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?”. Tal vez podemos revisar el horario, el aprovechamiento de las horas de estudio o de trabajo, si hacemos rendir el tiempo libre en actividades productivas o serviciales: estudiar un idioma, repasar una materia, luchar para no distraerse con las notificaciones del teléfono, visitar algún enfermo, llamar a una persona que puede necesitar ese rato de compañía.

Sin embargo, la respuesta de los obreros parados en la plaza también nos ofrece otro punto para nuestra oración: Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”. No es que queramos perder el tiempo o hacer pereza, es que no nos han llamado a trabajar. Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. ¡Cuántas personas podrán decir que están paradas, que no trabajan en la viña del Señor, porque nadie les ha anunciado ese panorama de la llamada a la santidad. Con ese panorama de fondo, san Josemaría escribía que debemos sembrar la palabra de Dios para evitar la ignorancia que separa a las personas del Señor:

El día del juicio serán muchas las almas que responderán a Dios, como respondió el paralítico de la piscina ―(…) “no hubo nadie que me ayudara”― o como contestaron aquellos obreros sin trabajo, a la pregunta del dueño de la viña: (…) “no nos han llamado a trabajar”. Aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que solo Dios podrá medir. (Carta IV, n. 24. En: Cartas (vol. I). Editorial Rialp)

Es lo que recuerda el papa Francisco desde los primeros momentos de su pontificado. Por ejemplo, en su primera Misa crismal, decía: “La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón”. (Homilía, 28-03-2013). El lamento de los obreros de la parábola nos sirve para mirar cuánto nos preocupamos de los demás, qué tanto tenemos presentes a esas personas que necesitan una sonrisa, una palabra amable, un estímulo, el buen ejemplo, compartir lo que llevamos en el alma, nuestras esperanzas y nuestro amor de Dios.

La parábola concluye con el segundo acto, la remuneración:

Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: “Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. (Mt 20, 8-12)

El señor de la viña se pudo ahorrar el disgusto pagándoles en primer lugar el denario acordado a los que llegaron a primera hora al trabajo y dejándolos ir antes de entregar el salario a los siguientes, pero Jesús quiere que meditemos en la bondad, en la magnanimidad de Dios. En su justicia, que es misericordiosa.  Los que critican su modo de obrar están cegados por el egoísmo, que les impide comprender la generosidad divina, que “Dios no perjudica a unos cuando favorece a otros” (Tassin, C. [2006]. Evangelio de Jesucristo según san Mateo. Editorial Verbo Divino, p. 54). Por eso, la respuesta clave del señor de la viña a los que le reclaman por su generosidad es: ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Ante el joven rico también había resaltado su bondad: Uno solo es Bueno.

El momento más importante de la escena es el juicio. Por eso se considera como una parábola escatológica. ¿Y qué anuncia el maestro con esta enseñanza? ―que Dios es un juez generoso, misericordioso. Incluso algunos autores proponen que debiera llamarse “la parábola del contratista generoso”. Ante los fariseos y escribas, Jesús muestra su predilección por los pecadores, mientras ellos los rechazan por impuros. Porque es bueno, llama a los pecadores.

Delante de la misericordia de Dios todos somos iguales. No importa cuánto hayamos trabajado, cuánto esfuerzo hayamos puesto, sino la magnificencia de Dios. Todos estamos llamados al Reino de los cielos, nunca es tarde para trabajar en la viña del Señor, para convertirnos hacia él, aunque hayamos dilapidado la existencia, como le sucedió al buen ladrón. Como dice Isaías en la primera lectura (55,6-7): Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadlo mientras está cerca. Que el malvado abandone su camino, y el malhechor sus planes; que se convierta al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón.

El tema original de la parábola es la misericordia de Dios, que ha tenido compasión de los paganos: estos llegaron a última hora al conocimiento de Dios y recibieron la misma salvación que los judíos, llamados desde siglos atrás. Pero también nos invita a fijarnos en la actitud bondadosa de Dios con todas sus criaturas, pues quiere que todos los hombres se salven y conozcan la verdad (Cf. 1 Tim 2, 4). Por esa razón, el dueño de la viña replicó a uno de ellos:

“Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. (Mt 20, 13-15)

Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos (Mt 20,15). Concluimos esta meditación con las mismas palabras de Jesús con las que comenzábamos. El Señor muestra su predilección por los últimos, por los débiles, por los pequeños, por aquellos que se encuentran en las periferias existenciales, como dice el papa Francisco. Los planes de Dios no son como nuestros planes. El Señor da su gracia con generosidad, independientemente de los méritos que creemos poseer. Dios es misericordioso y debemos tener esa misma medida:

Hay un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad (Ex 34,6). Son palabras humanas, pero sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios: este nombre es Misericordia, Gracia, Fidelidad. Para esta obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso necesitar un “sí” humano, el “sí” de una mujer que se convirtiera en la Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la “Madre de la Misericordia”. (Benedicto XVI, Homilía, 17-05-2008)

A Ella acudimos para que también nosotros seamos misericordiosos, entremos en la misma longitud de onda del Señor e imitemos la lógica divina: que nuestros planes sean como los suyos.

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