Desde los tiempos de Caín y
Abel la convivencia humana parece condenada a padecer conflictos y violencia
debido a las injusticias, las venganzas y los odios de diverso cuño. Junto con
ese destino, la humanidad experimenta el ansia de una coexistencia armónica,
como requisito para alcanzar el desarrollo y la verdadera paz, que se sitúa más
allá del mero silencio de las armas. Todos los análisis concluyen que, para
lograrlo, se requiere del diálogo, que lleva a la pregunta por la reparación de
las ofensas como condición para el recomienzo de las relaciones pacíficas. Pero
la sola justicia no basta. También es necesaria la disposición a perdonar y a
reconciliarse, que potencia toda posibilidad de diálogo. (Eslava 2020, p. 11).
En el Antiguo Testamento los
grandes pecados eran vengados siete veces. Por ejemplo, dice el Génesis (4,15)
que quien mate a Caín será castigado siete veces. Y en el Levítico (26,
21) se lee: Si os enfrentáis contra mí sin querer escucharme, multiplicaré
por siete los azotes por vuestros pecados. Hay un caso más grave aún, el de
Lamec, descendiente de Caín: Maté a un hombre porque me hizo una herida y a
un muchacho porque me dio un golpe. Caín será vengado siete veces, pero Lamec
lo será setenta y siete.
La “jurisprudencia” del
Antiguo Testamento es como el telón de fondo para la escena del Evangelio de
Mateo que la Iglesia proclama el domingo XXIV del tiempo ordinario (18, 21-35).
Se trata del cuarto discurso de Jesús que recoge Mateo, el sermón
“eclesiástico”, en el cual Jesús habla de varios aspectos que deberían tener en
cuenta los apóstoles en los comienzos de la Iglesia, y los demás cristianos a
lo largo de los siglos. La semana pasada consideramos la corrección fraterna,
en esta ocasión contemplaremos una enseñanza relacionada: la importancia del
perdón.
Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: “Señor, si mi
hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. La misma formulación de la pregunta hace notar que el
apóstol ya había aprendido las enseñanzas del Maestro, y que tenía buenas
disposiciones, pues el siete es el número perfecto, quería decir que estaba
dispuesto a perdonar siempre.
Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete. El Maestro supera los antecedentes veterotestamentarios y muestra una faceta
práctica de lo que será el mandamiento nuevo de la última cena: que os améis
los unos a los otros, como yo os he amado. “Setenta veces siete” quiere
decir, en el estilo de Jesucristo, que debemos perdonar siempre: “No encerró el
Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que
perdonar continuamente y siempre” (S. Juan Crisóstomo). Ya lo decía también el
Salmo 102: El Señor es compasivo y misericordioso. El Señor perdona tus
pecados y cura tus enfermedades. No nos trata como merecen nuestras culpas, ni
nos paga según nuestros pecados.
En el mismo libro que mencioné
al comienzo, se explica
la naturaleza esencialmente
religiosa del perdón, un argumento que ya había vislumbrado, entre otros, H.
Arendt (2005), quien afirmaba que “el
descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús
de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto
religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con
menos seriedad en un sentido estrictamente secular. (Eslava 2020, p. 12)
Goyret (2020) concluye
que “el perdón es la característica sobresaliente del cristianismo. Solo se
puede entender en un contexto de amor” (p. 16), de un amor que ordena perdonar
siempre y en todo, como perdona Dios.
Viene a la memoria otra
enseñanza inolvidable de Jesucristo: cuando los apóstoles le pidieron que les
mostrara cómo orar, el Maestro les enseñó el Padrenuestro. Una de sus
peticiones dice: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden. De esa manera, aprendemos la importancia del perdón
a nuestros hermanos, como enseñaba el libro del Sirácida (27,30; 28,1-7): Rencor
y cólera, ambos son detestables y el hombre pecador los tendrá dentro. Perdona
a tu prójimo la ofensa, y así, por tu oración, te serán perdonados los pecados.
La respuesta de Jesús a Pedro
quiere decir: no solo hay que perdonar mucho, sino todo, pues los demás también
son hijos de Dios. Nos puede servir el ejemplo de un suceso ocurrido durante el
genocidio de Rwanda en 1994, cuando 800.000 tutsi fueron masacrados por sus
connacionales hutu en un período de tres meses. Immaculé Ilibagiza, es una
tutsi católica superviviente, a quien los hutu, que también eran católicos,
mataron a padres y hermanos. Ella se salvó gracias a que permaneció escondida
en un baño de tres metros cuadrados con otras seis mujeres durante los tres
meses de las matanzas, y cuenta como emprendió el proceso interior de perdonar:
lo primero fue asumir el hecho de que también los asesinos eran hijos de Dios.
Dicho con sus mismas palabras:
ciertamente eran creaturas
feroces, que merecían ser castigadas severamente por sus acciones, pero seguían
siendo hijos (…). Habían cometido males atroces a los otros, a sus hermanas y
hermanos tutsi, a Dios, pero no entendían el mal que se hicieron a ellos mismos
(…). A pesar de esas atrocidades, eran hijos de Dios, y yo debería perdonar a
un hijo, aunque no sería fácil, especialmente a quien intentaba asesinarme. A
los ojos de Dios, los asesinos eran parte de su familia y merecían amor y
perdón… (Immaculéè Iligabiza, Viva
per raccontare, Tea, Milano 2007, 131-132. Citada por Goyret 2020, p. 26)
Perdonar pronto, siempre y
todo. Para que quedara más claro, el Señor contó la parábola del siervo
despiadado:
“Por esto,
se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus
criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil
talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con
su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado,
arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo
pagaré todo’. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar,
perdonándole la deuda”. (Mt 18, 21-27)
Un denario era el pago del
jornal diario de un obrero; un talento equivalía a unos seis mil denarios. Es
decir, el dueño le perdonó al criado unos sesenta millones de denarios; una
cantidad imposible de pagar para una persona (1,5 billones de COP). Por eso, lo
amenazó con esclavizarlo a él y a su familia, lo que era corriente en esa época
en el Oriente medio. La parábola continúa:
“Pero al salir, el criado
aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y,
agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: ‘Págame lo que me debes’. El compañero,
arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo
pagaré’. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que
debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a
contarle a su señor todo lo sucedido”. (Mt 18, 28-30)
Aquel hombre, que había sido
redimido de una millonada (1,5B COP), no fue capaz de pasar por alto lo que en
comparación serían unas monedas (2,5M COP): 60 millones de denarios frente a
100 denarios. Lo metió en la cárcel porque no lo podía vender, pues la cantidad
de la deuda era inferior al precio de un esclavo. Así somos nosotros,
igualmente deudores ante Dios —que siempre está dispuesto a perdonarnos todo—
y, sin embargo, a veces nos cuesta perdonar. Por eso llamó tanto la atención el
ejemplo de san Juan Pablo II, después del atentado que casi le quita la vida.
Las primeras palabras públicas fueron: “Perdono de todo corazón al hermano que
intentó asesinarme”. Y después, en cuanto pudo, fue a visitarlo a la cárcel, en
un gesto más elocuente que una encíclica. No se trata solo de admirar, sino de
imitar: en la vida diaria, en nuestra familia, tenemos que acostumbrarnos a
perdonar pronto, siempre, todo. Y también pedir perdón, aunque cuesta, o,
aunque pensemos que tengamos la razón, es la mejor manera de hacer amable la
vida en familia, además de que nos ayuda a crecer en humildad.
“Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘¡Siervo malvado!
Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también
tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’. Y el señor,
indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo
hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su
hermano”. (Mt 18, 31-35)
El Señor le reclama a aquel
siervo que no hubiera tenido compasión, que no hubiera sido misericordioso (el
verbo griego es eleo), como había enseñado Jesús al comienzo de su predicación: “bienaventurados los
misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). El modelo es Él mismo, el perdón que nos
dispensa una y otra vez, su entrega hasta la muerte para alcanzarnos la
justificación de nuestras culpas, la reconciliación perenne que nos ofrece en
el sacramento de la confesión y cuando hacemos un acto de contrición perfecta.
Así hemos de obrar nosotros, conscientes de todo lo
que nos ha perdonado y abiertos a perdonar y a acoger las actitudes que nos
molestan en los demás, que muchas veces no llegan ni siquiera a la categoría de
ofensas. Para lograrlo, es importante luchar contra los resentimientos, que son como una
polilla, según Benedicto XVI:
Es necesario aprender la gran
lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del
resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro,
abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y
al generoso ofrecimiento de las propias. (Homilía, 29-05-2005)
Por último, podemos citar un
texto de Juan Pablo I, cuando era arzobispo de Venecia:
Desgraciadamente sólo puedo
vivir y repartir amor en la calderilla de la vida cotidiana. Jamás he tenido
que salir huyendo de alguien que quisiera matarme. Pero sí existe quien pone el
televisor demasiado alto, quien hace ruido o simplemente es un maleducado. En
cualquiera de esos casos es preciso comprenderlo, mantener la calma y sonreír.
En ello consistirá el verdadero amor sin retórica. (Luciani, 2012)
La Virgen Santa, Madre de la
misericordia, nos ayudará a perdonar pronto, siempre y en todo a nuestros
deudores, para que podamos pedir al Padre con sinceridad que nos perdone
nuestras ofensas.
REFERENCIAS
Eslava, E. (2020).
Introducción. En: Eslava, E. (Ed.). Perdón, compasión y esperanza. Universidad de La Sabana, pp.
11-14.
Goyret, P. (2020). El perdón
cristiano. En: Eslava, E. (Ed.). Perdón, compasión y esperanza. Universidad de La Sabana, pp.
15-28.
Luciani, A. (2012). Ilustrísimos
señores. BAC.
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