Ahora bien, ¿qué tiene de
particular en labios de Jesucristo? –el modo de llevarla a la práctica: Entrad
por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva
a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué
angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. La puerta
estrecha. No es un simple manual de convivencia, sino una invitación a seguir
al Maestro por el camino que conduce al Calvario, para morir con Él en la cruz
a través de los pequeños sacrificios de la vida cotidiana.
A lo largo de veinte
siglos, millones de cristianos han recorrido esa senda que pasa por la puerta
estrecha, por el camino angosto de la abnegación en el seguimiento de Cristo y
en la dedicación de la propia vida al servicio de los demás. En el tiempo que
estamos viviendo, en medio de la pandemia, hemos visto que los llamados
“héroes” no han sido los que solo buscan llenar sus arcas, sino aquellos que
se dedican a las profesiones de servicio, los que han dado a sus vidas el
sentido de la caridad, del amor a los demás; aquellos que han hecho oídos
sordos ante el individualismo rampante y han convertido en lema de su
existencia, quizá sin saberlo, las palabras del Evangelio: “no he venido
para que me sirvan sino para servir”.
El 26 de junio celebramos
la fiesta de San Josemaría, uno de esos santos que dejaron sus proyectos
personales para dedicar la existencia al cumplimiento de la voluntad de Dios,
para hacer felices a los demás. Tiene la particularidad de que no está muy
lejano en el tiempo, por lo cual su ejemplo nos puede resultar más asequible. Además,
también padeció un período de confinamiento aunque más riesgoso que el nuestro,
pues no se trataba de una cuarentena voluntaria sino de un asilo diplomático en
tiempos de guerra civil. Su actuación en esas circunstancias puede servirnos de
modelo para el escenario actual. Vamos a rastrear algunos recuerdos de esos
días, que pueden ayudarnos a sacar propósitos para nuestra vida, contando no
solo con el ejemplo, sino con la intercesión de quien fue llamado por san Juan
Pablo II “el santo de la vida ordinaria”.
Cada uno puede hacer
balance de cómo ha llevado esta temporada: ha sido un tiempo de seguir adelante
con las actividades académicas o laborales, solo que desde la casa. Al comienzo
quizá lo vivimos como una pequeña aventura, con la alegría de convivir toda la
jornada con nuestra familia y, no nos digamos mentiras, de ahorrarse un tiempo
más o menos largo de desplazamiento diario hasta el sitio habitual del trabajo.
Pero después de tres meses es posible que haya llegado la rutina, el cansancio
y la apatía. La convivencia estrecha nos ha permitido valorar y padecer los
defectos de aquellos con los que compartimos la cuarentena (ellos también han
sufrido nuestras fallas, todo hay que decirlo).
En estas circunstancias,
nos puede servir considerar en nuestra oración cómo se comportaba san Josemaría
en su confinamiento obligatorio en medio de la guerra. Las virtudes que
aparecen de entrada en los relatos de esta época de su biografía son la alegría,
el optimismo y la caridad, como escribía de sí mismo en una carta escrita en
lenguaje cifrado para evitar la censura del gobierno republicano: “De humor, se
encuentra muy bien: lleno de optimismo, seguro de que su idea fija va a ser
inmediatamente ―dice― una venturosa realidad” (12-3-1937). Y en otra ocasión escribía:
“Tengo paz. Estoy con exterior gravedad, pero alegre” (30-4-1937).
No era un optimismo dulzón,
fruto de un simple carácter jovial, sino consecuencia de su fe, de su confianza
en que su misión no era simplemente superar aquella etapa difícil para la
sociedad española y para él en particular, sino en llevar a cabo un ideal
grande: anunciar al mundo entero la posibilidad de encontrarse con Dios en
medio de las ocupaciones ordinarias. Una señora que coincidió con él en ese
tiempo recordaba que "se le veía entusiasmado con su idea de la Obra. No
recuerdo que tratase de otros temas. Tenía gran prisa y urgencia por salir de
allí, ya que decía que en aquel lugar no podía trabajar"
Puede ser una primera idea
para este momento concreto de la pandemia: pensar en grande, plantearse ideales
elevados, no quedarse simplemente en superar estas contradicciones, sino
aprovecharlas para mejorar personalmente y para cambiar el ambiente en que nos
movemos y el mundo entero, si fuera posible. Como hemos visto en otras
ocasiones, no podemos esperar a “que esto pase”, sino que podemos lograr el
cambio desde ahora mismo.
Un camino para alcanzarlo
es olvidarnos de nosotros mismos, de las incomodidades que podemos estar
pasando, de los viajes que no pudimos hacer, de las vacaciones malogradas, de
las fiestas venideras que probablemente perderemos. No se trata de un camino de
negaciones, de solo mortificar la imaginación, sino de salir activamente al
encuentro de las necesidades ajenas.
“ya
que este virus ha sacado a relucir lo mejor de cada uno de nosotros. Ya nadie
está solo; el que antes se podía llegar a morir de hambre, a causa de su
ancianidad y soledad, ahora se encuentra con la grata sorpresa de que llaman a
su puerta para traerle comida, y algo todavía más importante: cariño. Mi vecino
ha dejado de ser vecino para convertirse en mi hermano”. (Gracias, María.
Recuperado de: https://www.religionenlibertad.com/personajes/666023593/olaizola-maria-pandemia-demonio-tiro-mal.html?fbclid=IwAR1Ug6RuW7f7lZMA3StNimVYG_c2OYOVvd6nKtbYl0HG9ucQF0DwSE0NE6k).
Lo que este autor no
cuenta es que él mismo perdió a su esposa a causa del mismo virus… y que
aprendió a reaccionar de esa manera tan sobrenatural, precisamente del ejemplo
de san Josemaría. El fundador del Opus Dei, encerrado seis meses con unas cien
personas en una pequeña delegación diplomática, pasando hambre y sin muchos
horizontes humanos, escribía de sí mismo: “Piensa continuamente en sus hijos,
y, chapado a la antigua, -loco- los bendice, a cada uno en particular, varias
veces al día” (12-3-1937).
Vivía por adelantado lo
que muchos años después diría el compendio del catecismo de la Iglesia que es
la comunión de los santos o de la caridad, “la comunión entre las personas
santas (sancti), es decir, entre quienes por la gracia están unidos a
Cristo muerto y resucitado” (n. 195). Esta es la causa de que les predicara a
los que compartían la cuarentena con él:
“Por la comunión de los santos, nunca podemos sentirnos solos, pues constantemente nos llegan alientos espirituales… La consideración de esta realidad nos impulsa a un detenido examen de nuestra conducta en este lugar, que es como una prisión para nosotros. Porque aquí, en esta aparente inactividad, contamos con la posibilidad de trabajar mucho por dentro y acompañar a cada uno de vuestros hermanos en peligro, y velar por ellos”. (Notas de la meditación del 8-4-1937, citado por Fidalgo, J.M. [2020]. La comunión de los santos: más unidos que nunca. Opus Dei. https://opusdei.org/es/article/comunion-santos-unidad/))
Los cristianos nunca estamos solos, ni en la alegría ni en el dolor. Estamos unidos por la caridad con todos nuestros hermanos, ya sea que se encuentren en la tierra, en el purgatorio o en el cielo. Esta es la causa de que, en su diálogo con el Señor, san Josemaría no se detuviera a pensar en sí mismo, sino en los demás. Hasta el punto de que, preocupado por la salud espiritual de las personas que Dios le había encargado, llegó a formular un tratado con el Señor “ofreciéndose en expiación a pagar por ellos al Señor lo que fuera necesario: ‘¡Vale tanto la salud!’, les escribía. ‘Por cierto que Josemaría le ha dicho y le dice todos los días a su Amigo que se cobre en él, y guarde a sus hijos de los peligros de esta catástrofe. Y está seguro de que la perseverancia será unánime’” (6-4-1937). (Vázquez de Prada, A. [2002]. El fundador del Opus Dei, vol. II, p. 69)
Y poco después insistió con palabras parecidas: “no es extraño que, teniendo yo
tantas deudas personales, me haya permitido salir fiador por todos, en estos
tiempos de economía quebrantada. Y espero que se cobrará: ¡con qué alegría, si
acepta ―que sí― daré hasta el último centavo!” (30-4-37).
Este olvido de sí,
manifestado en la preocupación por la salud física y espiritual de los demás,
se traslucía al exterior en que “hacía fácil y amable la convivencia, no
planteaba problemas de ninguna clase, nunca hizo un comentario menos positivo”,
o, como escribía uno de los que compartió esos meses con él, “pasar el día
junto al Padre era vivir arropado en cariño y seguridad”.
La clave para lograrlo no fue
solo cuestión de que poseyera un carácter amable, ni siquiera el esfuerzo
humano para cultivarlo. El secreto está en la otra dimensión de la comunión de
los santos que “indica, ante todo, la común participación de todos los miembros
de la Iglesia en las cosas santas (sancta): la fe, los sacramentos, en
particular en la Eucaristía, los carismas y otros dones espirituales” (Compendio
del catecismo, n. 194).
San Josemaría fue un
sembrador de paz y de alegría en aquellas difíciles circunstancias porque, ante
todo, cuidaba el diálogo con Dios y la penitencia. Por la mañana predicaba
sobre el Evangelio, comentando la persona y la vida de Cristo, como preparación
para la Misa. Por ese motivo escribía a sus hijos espirituales: “charlo lo más
que puedo con mi antiguo Amigo. Pienso en mi familia, quizá más de la cuenta” (30-4-1937).
Además, en medio del difícil ambiente en que se encontraba, no se daba por eximido de una antigua mortificación que consistía en paladear acíbar (jugo del aloe, “resinoso y muy amargo” según el Diccionario), tras de que no cenaba los domingos. Sobre todo, era fiel a una enseñanza anterior a la guerra civil: “en la prosa de los mil pequeños detalles diarios, hay poesía más que bastante para sentirse en la Cruz” (Apuntes íntimos, n. 1372, 30-6-1936). Por ese motivo, el biógrafo concluye que
su
espíritu de penitencia se orientaba a endulzar la vida del prójimo: trataba de
consolar a los afligidos, de no crear problemas de convivencia, de hacer
pequeños servicios. Procuraba no hablar de la guerra ni de sí mismo. Reprimía
sin quejas el hambre. Dominaba su curiosidad. Sonreía y cultivaba el buen
humor, transmitiendo a todos serenidad y alegría. Era cortés. Era puntual y
ordenado. Ofrecía a Dios las privaciones y las molestias, que no eran pocas. En
fin, de vez en cuando, agregaba unas disciplinas de sangre. (Vázquez de Prada, El
fundador del Opus Dei, vol. II, p. 100)
Sin embargo, no eran esas
manifestaciones las más importantes. La procesión iba por dentro, pues Dios lo
estaba purificando, despegándolo “de todo afecto que no sea el Querer divino”,
la noche oscura del alma que el Señor permite a muchos santos.
Concluyamos formulando
propósitos para imitar este ejemplo en nuestra vida de confinamiento que
tenemos por delante. El papa Francisco ha dicho que estamos en tiempos de
esperanza. En el mismo sentido predicaba San Josemaría que “la guerra no solo
no entorpece, sino que puede dar más intensidad a muchas empresas, si los que
las dirigen no se duermen” (21-4-1937).
Por esa razón, formulaba
intenciones para el desescalamiento que nos pueden ser útiles para nuestra
salida de la cuarentena y el próximo inicio del trabajo más o menos normal: “En
cuanto comience a trabajar ―que será pronto― voy a renacer”. Y pensando
y sus hijos espirituales decía: “ellos sabrán vivir siempre con optimismo, con
alegría, con tozudez, con el convencimiento de que nuestros negocios han de ir
necesariamente en auge, y con la íntima persuasión de que todo es para bien” (5-6-1937).
Acudamos a la Virgen
santa, pidiéndole que nos ayude a imitar estos ejemplos de san Josemaría en la
cuarentena actual. Que este nuevo recomienzo sea ocasión para pedir al Señor
muchas vocaciones de personas generosas, dispuestas a entregarle a Dios esta
vida tan vulnerable pero que puede hacer tanto bien a las almas si nos olvidamos
de planteamientos egoístas: “¡Quién me diera muchas cabezas y muchos corazones,
jóvenes y limpios, para llenarlos de ideas y quereres nobles y exaltados!”
(15-8-1937).
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