El retorno al tiempo ordinario después de la Pascua está marcado por unas fiestas que conmemoran los misterios centrales de nuestra fe, como si la Iglesia quisiera prolongar la alegría de las celebraciones por la resurrección de Jesucristo y el envío del Espíritu Santo. El domingo siguiente a Pentecostés se ensalza a la Santísima Trinidad, un misterio revelado gradualmente a lo largo de la historia de la humanidad.
Desde el
origen del ser humano hay manifestaciones de la vida religiosa por medio del
arte rupestre, de las primeras esculturas y de la arquitectura iniciales. Esas
muestras culturales indican que el hombre se encuentra a la búsqueda de Dios
desde cuando conocemos las pruebas de su racionalidad. Es lo que se llama “el
hecho religioso”.
Lo mejor
del caso es que el ser humano no se encuentra solo en esa búsqueda, pues al
mismo tiempo Dios también sale a su encuentro. Por la revelación conocemos el
relato de la creación del cosmos y de los primeros padres, el establecimiento
de la primera alianza del Señor con el linaje humano, aunque también la mala
respuesta de esos primeros hijos pródigos que, a causa del pecado original,
perdieron la santidad y la comunión original con Dios.
Sin
embargo, tras la expulsión del Edén, el Señor dejó en el ser humano una
reminiscencia del paraíso perdido, “una sed de eternidades”, como diría el
poeta Llorens. Y el hombre buscaba a Dios precisamente en el jardín cósmico: en
la naturaleza, en la tierra, en el universo, en los astros, en la criaturas que
encarnaban sus más profundas aspiraciones y temores: la fecundidad, la
fertilidad, la inmortalidad. Gradualmente, como hace un padre con sus hijos
pequeños, Dios se les fue manifestando, revelándoles su existencia y después su
unicidad. Por eso el pueblo hebreo repetía con frecuencia: “El Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno solo” (Dt 6, 4).
En esa
revelación gradual de Dios a los hombres, un hito es la manifestación del
nombre de Dios a Moisés (Ex 3, 14) es un acercamiento personal a su pueblo, “una
especie atenuada de encarnación” (Schmaus, citado por Mateo-Seco y Brugarolas,
en los cuales me baso para lo que sigue), que conllevaba el monoteísmo:
“Dios se reveló a su pueblo Israel dándole a
conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y
el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima.
Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse
a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser
invocado personalmente”. (CEC, n. 203)
Los
libros del Antiguo Testamento revelan además varios rasgos de ese único Dios
personal: es omnipotente, como puede verse en la creación o en la liberación
del pueblo elegido de la esclavitud de Egipto. También es eterno, existe
desde siempre y es inmortal, pleno de vida e inmutable; por lo tanto, es fiel
a sus promesas.
Otras
facetas veterotestamentarias de Dios, relacionadas con su omnipotencia, son la omnisciencia
(Dios lo sabe todo: lo pasado, lo presente y lo futuro; posee la sabiduría en
plenitud), la omnipresencia y la inmensidad (por la cual Dios no es
abarcable por ningún espacio o lugar). Esta presencia universal se relaciona
con la espiritualidad de Dios y su trascendencia sobre el mundo. Por esa razón, la liturgia utiliza como
salmo del día un cántico de Daniel que invita a alabar el nombre de Dios: Bendito
eres, Señor, Dios de nuestros padres: a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre, santo y glorioso. Bendito eres tú, que sentado sobre
querubines sondeas los abismos: a ti honor y alabanza por los siglos.
Por
último, “entre los atributos morales con que el Antiguo Testamento describe a
Dios, se destacan los de verdad, justicia, fidelidad y amor” (Mateo-Seco y
Brugarolas). La justicia se relaciona con la santidad, y la relación principal
de Dios con los hombres es de misericordia. Esta es la característica
que resalta la primera lectura de la Misa de la Santísima Trinidad (Ex 34,6), que describe la renovación
de la alianza en el Sinaí, después del pecado del pueblo judío. En pocas
palabras, recuerda cómo se autodefinió el mismo Dios ante Moisés: Señor,
Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y
lealtad.
Con esa
base manifestada en la Antigua Alianza, Jesucristo, el Hijo Unigénito del
Padre, al encarnarse es la cumbre de la revelación, como resume la Carta a los
hebreos (1,1): “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado
por el Hijo”.
¿Qué
reveló Jesús sobre la esencia divina? En la continuidad con el Antiguo
Testamento, Jesús enseñó que Dios es único y que es el Señor de los cielos y de
la tierra. Pero agregó una novedad: que Dios es padre. Y en concreto es su
Padre, con el que tiene una relación especial. Esta enseñanza supone un
modo nuevo de entenderlo y, por tanto, de relacionarse con Él: “implica una
nueva comprensión de la divinidad” (Mateo-Seco y Brugarolas, p. 57).
Además de
la filiación divina, reveló también que hay una tercera persona en la intimidad
de Dios, el amor del Padre y del Hijo, al que llamó el Espíritu Santo. Como
señala san Juan Pablo II acerca de la última cena (1986 [DeV]):
en el discurso pascual de despedida se llega
—puede decirse— al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos
encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que
al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y,
por medio de ellos, a la Iglesia: «Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes», mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del
bautismo: «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo» (Mt 28, 19). Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su
vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la
Trinidad. (n. 9)
Esta es
la síntesis del misterio de Dios: Unidad en el ser y Trinidad de personas. San Josemaría recomendaba acudir a
esta devoción, que es la más importante de todas, y sugería que nos
esforzáramos por conocer y tratar a cada una de las Personas divinas:
Aprende a alabar al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo. Aprende a tener una devoción particular a la Santísima
Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo:
creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo,
espero en Dios Espíritu Santo: espero en la Trinidad Beatísima. Amo a Dios Padre,
amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo: amo a la Trinidad Beatísima. Esta
devoción hace falta como un ejercicio sobrenatural, que se traduce en estos
movimientos del corazón, aunque no siempre se traduzca en palabras. (Apuntes
tomados en una meditación, 3-12-1961, citado por Echevarría, Carta pastoral,
1-6-2009)
Detengámonos
ahora a meditar sobre un pasaje del Evangelio, que la liturgia propone para la
celebración de esta solemnidad. Se trata del capítulo tercero del Evangelio de
san Juan, al final de la visita que Nicodemo, miembro del Sanedrín, le hizo a
Jesucristo al caer la noche (1-21).
El contexto temporal es la primera
Pascua de Jesús, tras la expulsión de los mercaderes del Templo ―de acuerdo con
el Evangelio de Juan, pues los sinópticos ubican esta escena después de la
entrada triunfal, antes de la pasión―.
El motivo de la visita a Jesús es la
admiración que siente por él y la curiosidad por su misión: “Rabí, sabemos
que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los
signos que tú haces si Dios no está con él”. Al final de la conversación,
Jesús le responderá con una frase que resume el mensaje de la liturgia para la
fiesta de la Trinidad: "tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida
eterna". Jesús le anuncia al escriba Nicodemo que Él ha venido de
parte de Dios, pero no solo como Maestro, sino como salvador, no es simplemente
que "Dios está con él", sino que es el Unigénito, el Hijo
único.
Pero el principal mensaje es que
Dios no solo posee todas las características mencionadas en el Antiguo
Testamento, sino, lo más importante, que “Dios amó al mundo”: al mundo
entero, a todos los hombres. Es más: que ¡Dios es amor! Este es la razón última
de la revelación divina, como quiere que lo conozcamos. San Agustín decía que,
si se perdieran todas las Escrituras sagradas y solo quedaran esas tres
palabras, el mensaje seguía intacto. Dios es amor.
Y ese amor no solo se manifiesta en
la creación o en la revelación paulatina a lo largo de la historia de la
salvación, sino sobre todo en la entrega de su Unigénito. “Entrega”,
no solo envío. La misión salvadora prevista en el designio divino implica la
muerte en la Cruz, como había insinuado en el v. 14 del diálogo con el mismo
Nicodemo: el Hijo del hombre tiene que ser “elevado”. Esa elevación del
v. 14 se intercambia por el don, la entrega del Hijo en el v. 16.
¿Y para qué entregó el Padre a su
Hijo Unigénito? Para que nos diera la vida eterna, para salvarnos. Es
decir, el fin de la celebración de la santísima Trinidad no es solo recordar que
en Dios hay tres Personas distintas y un solo Dios verdadero -lo cual no es
poca cosa- sino, sobre todo, agradecer que en esa familia, en esa intimidad
divina, hay un amor tan grande que se ha fijado en mí. Dios hizo todo para
salvarme, para hacerme hijo suyo, para hacerme templo de su gracia, para
hacerme su hermano. En esta fiesta descubrimos un universo que tal vez antes no
atisbábamos: ¡qué gracia tan inmensa, Señor, en la cual ahondamos tan poco habitualmente!
Por ese motivo, san Juan había
aludido ya desde el prólogo de su Evangelio a la vida divina que se nos
comunica: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”
(1,4) y también figurará en la última cena: “yo soy la vida” (14,6). La
condición que Jesús anuncia para recibir ese don es la fe en Él: El que cree
en él no será juzgado.
Por último, el Maestro enseña las consecuencias
de esta doctrina: así como el Padre lo envió a Él, Jesús mismo enviará a sus
apóstoles y los entregará para salvar el mundo (amaos los unos a los otros
como yo os he amado, les dirá después del lavatorio). Además, ellos
reproducirán la unidad que hay entre el Padre y el Hijo: "Que todos
sean uno como Tú, Padre en mí y yo en Ti" (17, 20-23).
Hay un
atajo para entrar en esa intimidad del amor divino: el trato con la Virgen
Santísima, que es, al mismo tiempo, Hija predilecta del Padre, Madre del Hijo y
Esposa del Espíritu Santo. Pidámosle a Ella, como decía el papa Francisco, que
“nos ayude a entrar cada vez más, con todo nuestro ser, en la Comunión
trinitaria, para vivir y testimoniar el amor que da sentido a nuestra
existencia” (Ángelus, 11-5-2017).
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