Cuarenta días después de la Resurrección de Jesucristo se celebra su exaltación gloriosa por medio de la Ascensión a los cielos. ¿Por qué cuarenta días después? Las cifras en la Escritura no son mera casualidad: recordemos que cuarenta fueron los años que el pueblo de Israel peregrinó por el desierto, y que cuarenta fueron los días que duró la cuaresma de Jesús antes de iniciar su vida pública.
San
Lucas es el mejor narrador de esta escena. En los Hechos de los Apóstoles la
describe así (1,9-11):
A la vista de
ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando
miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos
hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros
y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo»”.
Llama
la atención que, mientras Mateo y Juan no narran la Ascensión (queda implícita
en sus discursos de despedida), Lucas lo hace dos veces: una en su Evangelio y
otra en los Hechos, que acabamos de leer. De esta manera, se “pone de relieve
que este acontecimiento es como el eslabón que engancha y une la vida terrena
de Jesús a la vida de la Iglesia” (Francisco, Audiencia 17-4-2013).
Para
entender mejor el significado de este pasaje de la vida de Jesús, podemos
comparar las distintas narraciones de la escena, que suelen ser breves, pero
entre todas revelan varios elementos muy valiosos.
El
Evangelio de san Lucas (24, 50-52) la describe así:
Y los sacó
hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los
bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron
ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el
templo bendiciendo a Dios.
San
Marcos, por su parte, es brevísimo (16, 19): “Después de hablarles, el Señor
Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios”.
Jesús
asciende al cielo. En las circunstancias que estamos viviendo, podríamos
preguntarnos, como dice el título de la meditación, si nos deja solos. Es
famoso el poema de Fray Luis de León que expresa el dolor por la partida del
Maestro:
¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto,
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados
y los agora tristes y afligidos,
¡a tus pechos criados,
de Ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
Aqueste mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?
¡Ay!, nube envidiosa
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!
Veamos las narraciones que nos transmite el Nuevo Testamento para comprender qué significa este misterio de la vida de Cristo, buscar la respuesta a la pregunta por si nos deja solos, además de ver qué otro mensaje concreto podemos encontrar para nuestra vida. Los principales elementos que surgen de esas lecturas pueden ser:
En
el Evangelio de Lucas, Jesús lleva sus discípulos a Betania, les habla, los
bendice. Luego, el médico evangelista dice en voz pasiva que el Señor fue
elevado, fue tomado y llevado. ¿A dónde? ―Al cielo, responde Lucas. A
la derecha de Dios, san Mateo. San Juan Damasceno declara que Jesús asciende
para recibir “la gloria y el honor de la divinidad” (cf. CEC, n. 663).
En
los Hechos se menciona que “una nube se lo quitó de la vista”. Es una teofanía,
un símbolo de la presencia de Dios, como explica el Catecismo (n. 659): “La
última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad
en la gloria divina, simbolizada por la nube y por el cielo donde él se sienta
para siempre a la derecha de Dios”. En ese mismo sentido, la carta a los
Hebreos (9,24) interpreta la Ascensión de Jesús como su ingreso en el santuario
del cielo para ejercer su sacerdocio, para interceder por nosotros. El
Catecismo (n. 662) enseña que “como ‘Sumo Sacerdote de los bienes futuros’ (Hb
9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre
en los cielos (cf. Ap 4, 6)”.
La
Ascensión del Señor es entonces la revelación de su gloria como Dios. La
segunda lectura de la fiesta está tomada de la carta de san Pablo a los
efesios, que precisamente anuncia la exaltación de Cristo sobre todos los seres
celestiales:
el Dios de nuestro
Señor Jesucristo, el Padre de la gloria (…) desplegó en Cristo (la eficacia de
su fuerza poderosa), resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su
derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación,
y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies.
Esta
realidad marcó la predicación de los primeros cristianos en medio de ambientes
paganos obsesionados con el poder de las fuerzas malignas espirituales:
“Cristo no tiene que temer a ningún posible
competidor, porque es superior a cualquier forma de poder que intente humillar
al hombre. Sólo él ‘nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros’ (Ef 5,
2). Por eso, si estamos unidos a Cristo, no debemos temer a ningún enemigo y
ninguna adversidad; pero esto significa también que debemos permanecer bien
unidos a él”. (Benedicto XVI, Audiencia 14-1-2009)
Regresemos
a la lectura comparada de los relatos de la Ascensión. ¿Qué hacen los
discípulos mientras Jesús asciende a los cielos y la nube se lo quita de la
vista? ―Se postraron, dice el Evangelio de Lucas: reconocieron una vez
más su divinidad. Miraban fijos al cielo, narran los Hechos. En este
mismo relato viene la enseñanza práctica de nuestra contemplación, cuando unos
ángeles anunciaron la Parusía, la segunda venida de Cristo al final de los
tiempos: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al
cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”.
De
esta manera comienza el momento de ejercer la misión que Jesús les había encomendado
en sus discursos de despedida (Mt 28, 16-20): “Id, pues, y haced discípulos
a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. A partir
de este momento, los Apóstoles se convierten en testigos. Como los discípulos
de Emaús, se volvieron a Jerusalén con gran alegría.
De
esta manera queda respondida la pregunta que nos hacíamos al comienzo con los
versos de Fray Luis de León: yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
final de los tiempos (Mt 28, 20). En el lenguaje bíblico, quiere decir que
el Señor garantiza los frutos. Por lo tanto, Jesús, subiendo al cielo, no
nos deja solos. Es más: no solo no nos dejó solos, sino que nos mandó a
salir de nosotros mismos, a dirigirnos al encuentro de los solitarios, a ser,
como los primeros cristianos, misioneros del Evangelio de la alegría, a
anunciar la esperanza que viene de sabernos acompañados siempre por Jesús
resucitado.
En
el libro de los Hechos, San Lucas muestra muchos testimonios de los primeros cristianos
(Pedro, Juan, Felipe, Esteban -el primer mártir-, etc.) y la extensión del
apostolado “en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”
(1,8). El papa Francisco (Audiencia, 17-4-2013) predicaba que, “con la mirada
de la fe, ellos comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús permanece
para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los
sostiene, los guía e intercede por ellos”.
Un
último dato de las lecturas sobre la Ascensión es cuál es la clave del
apostolado de acción: “estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.
En la misma homilía de esta fiesta, el papa Francisco anunciaba que “en nuestra
vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que nos espera, que nos
defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía” (Homilía
17-4-2013).
Por eso le pedimos a Dios, por la intercesión de su Madre que lo acompaña en el cielo que nos conceda “exultar santamente de gozo y alegrarnos con religiosa acción de gracias, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo”.
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