En el quinto domingo de pascua la liturgia invita a seguir considerando el Evangelio de san Juan; en este caso, el discurso de despedida de Jesús en el Cenáculo antes de la última cena. Este sermón está estructurado en dos partes: la primera, que abarca los versículos 1-4, en la que el Señor anuncia a los apóstoles que se irá a prepararles una morada en la casa del Padre y la segunda, los versículos 5-12, en la que Él mismo se define como el camino, la verdad y la vida.
Preparar
la morada, en primer lugar. No olvidemos el contexto en el que Jesús pronuncia
estas palabras: acaba de anunciar la traición de Pedro y, quizá ante la
reacción de desconcierto que notó en sus discípulos, añadió: “No se turbe
vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí”. El Señor recuerda la
necesidad de la fe para evitar la turbación, la confusión y el desorden.
Tal
vez pensando en tranquilizarlos ante lo que ellos ven venir, el Maestro les anuncia
lo que pasará más adelante: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si
no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar”. Es una
invitación a la esperanza, a ver más allá de las contradicciones del momento,
por duras que puedan parecer.
Jesús
anuncia que, por medio de los dolores inmensos que se avecinan (estamos en las
vísperas de su muerte), Él mismo abrirá las puertas de la vida eterna en la
casa del Padre: “Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré
conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”.
Como
buen pedagogo, el Maestro incoa una nueva perspectiva en su discurso: “Y
adonde yo voy, ya sabéis el camino”. El mellizo Tomás, hombre impulsivo,
muerde el anzuelo y le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos
saber el camino?”. Este apóstol pasaría a la historia como el incrédulo por
antonomasia, por haber exigido pruebas palpables de la resurrección de Cristo,
pero pocos le reconocen la importancia de actitudes como esta interrogación,
que le dio pie al Señor para responder con solo tres palabras, que constituyen
todo un tratado de Cristología: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”.
“Yo
soy el camino”. Jesús es la única
vía para llegar al Padre. O sea que los apóstoles sí que saben a dónde va: al
Cielo, que es nuestra meta definitiva; la felicidad, la alegría eterna. La
comunión perfecta con Dios, con los demás y con la creación:
Él es la única senda que enlaza el Cielo con la
tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a
quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en
serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre
presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones
nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes. (AD, n. 127)
“Yo
soy la verdad (aletheia)”. El
Maestro revela, manifiesta la intimidad divina: “Se refiere a la inquebrantable
fidelidad de Dios, manifiesta en Jesús” (López & Richard, 2006, p. 234). En
ese momento, Jesús ya había mostrado al Padre, lo había hecho visible: “Nadie
va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi
Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Esa revelación divina es
nuestro origen y nuestro destino. Quien conoce a Dios conoce la verdad más
profunda sobre el ser humano. Y al contrario, quien desconoce a Dios le falta conocer
la dimensión más importante de la persona: su carácter de criatura hecha a
imagen y semejanza divina, elevada a la categoría de hija de Dios.
Jesús mismo, su vida y su mensaje, es la
plenitud del conocimiento, la sabiduría. Como dice la copla tradicional española:
“Al final de la jornada, aquel que se salva sabe; el que no, no sabe nada”. Quisiera
recordar en este momento una anécdota de Joaquín Navarro-Valls, quien fuera el
portavoz de san Juan Pablo II:
refirió que, una vez, caminando juntos durante una
habitual excursión veraniega en los Alpes, inquirió curiosamente a Juan Pablo
II qué frase del Evangelio salvaría en la hipótesis de que se perdiera toda
traza de civilización. “La verdad os hará libres”, respondió el Papa
polaco sin pensarlo dos veces. En esa sesión de formación cristiana —no
imaginábamos que sería la última— tuvimos todos la clara percepción que había
algo muy íntimo en la glosa que añadió al recuerdo: “La Verdad es una Persona,
no una idea, y nuestra verdad es también personal: lo que somos ante a Dios”. (González,
2018).
Yo
soy la vida (Zoé). Jesús
es el camino verdadero, y en Él se encuentra la vida verdadera: la vida sobrenatural,
la vida eterna, que vence la muerte.
Otra
manera de entender estas palabras de Jesús, “Yo soy el camino y la verdad y
la vida”, es a través de sus oficios (cf. Burkhart & López, 2011, en quienes
me inspiro para lo que sigue):
―
Santificar: Él es el sumo y eterno sacerdote que se ofreció a sí mismo al Padre
para nuestra redención. En ese sacrificio Él fue al mismo tiempo “sacerdote,
víctima y altar” y, gracias a esa mediación, nos justificó, nos liberó del pecado.
Desde entonces también nos brinda la gracia, la participación en su vida
sobrenatural y nos orienta para que lleguemos a ser santos, que es nuestra
vocación definitiva.
―
Enseñar: Jesús es el profeta definitivo, el Maestro que nos guía por el camino
de la verdad. Él mismo es la revelación definitiva, el Verbo encarnado. Pero no
se limitó a transmitir una enseñanzas como un conocimiento más cualquiera, sino
que “dio testimonio de la verdad” por medio de su vida, si muerte y su
resurrección. Como explica O'Callaghan (2006):
Cristo testimonia al Padre ante los hombres, con lo
que hace y con lo que dice, hasta el punto de aceptar la muerte de Cruz; al
mismo tiempo, el Padre reivindica a Cristo y le revela ante los creyentes,
sobre todo resucitándolo de entre los muertos; finalmente, en la persona de
Cristo, se identifican la verdad profesada y el Testigo. (p. 543)
―
Servir: Jesús es el rey de los cielos y del cosmos, pero reina entregando la
vida por sus hijos como Buen Pastor.
Yo
soy el camino y la verdad y la vida. Estas palabras de Jesús son un llamado a que estemos
unidos a Él por medio de la oración y del sacrificio. Que busquemos el encuentro
diario, permanente, con el Señor por medio de los sacramentos y del Evangelio (como
resume san Josemaría: “Pan y palabra, hostia y oración”).
Acompañar a Jesús en el diálogo constante, que
se manifiesta por medio de las obras que nos permiten seguirlo hasta el
Calvario. Podemos mirar con frecuencia el Crucifijo, cargarlo en el bolsillo,
tenerlo a la vista en la mesa de trabajo. Para que no se convierta en un simple
elemento decorativo del escritorio, procuremos unirnos a su sacrificio a través
de la penitencia en la vida cotidiana, ofreciendo al Padre los sacrificios
cotidianos que genera esa labor, hasta que lleguemos a ser “otro Cristo, el
mismo Cristo” (Cf. “Tras los pasos del Señor”), y podamos decir lo que escribió
San Pablo: “no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí”. El Beato
Álvaro (2014) invitaba a tratar mucho a Jesucristo en su Humanidad Santísima:
Esforzaos por conocer más y más al Señor: no os conforméis
con un trato superficial. Vivid el Santo Evangelio: no os limitéis a leerlo.
Sed un personaje más: dejad que el corazón y la cabeza reaccionen. Tened hambre
de ver el rostro de Jesús (…). Pregúntate con sinceridad, en la presencia de
Dios: ¿cómo va mi vida de oración? ¿No podría ser más personal, más íntima, más
recogida? ¿No podría esforzarme un poco más en el trato con Jesús, en la
meditación de la Sagrada Pasión, en el amor a su Humanidad Santísima? ¿Cómo es
mi oración vocal? ¿Hablo con Dios mientras rezo? ¿Lleno las calles de la ciudad
de Comuniones espirituales, de jaculatorias, etc.? Sí, hija mía, hijo mío. De
este examen sacarás –sacaremos todos– el convencimiento de que podemos y
debemos contemplar con más pausa y amor los misterios del Rosario, obtener más
fruto de la lectura diaria del Santo Evangelio, acompañar más de cerca a Cristo
por los caminos que recorrió en la tierra. (Carta pastoral, 1-4-1985)
Esa
identificación con Cristo hará que también nosotros seamos sacerdotes, profetas
y servidores de nuestros hermanos:
―
sacerdotes de nuestra propia existencia, que convierten cada día en una Misa,
que ofrecen su vida en holocausto por la salvación de todas las almas.
―
profetas, apóstoles, testigos de Jesucristo en medio de las ocupaciones
ordinarias, por medio de la amistad sincera, cálida, que brinda lo mejor que se
tiene: el amor de Dios.
―
servidores de los demás, imitadores de Jesucristo, quien definió su vida con
otro lema: No he venido a ser servido, sino para servir. Como decía el
papa Francisco en el domingo de Ramos del año de la pandemia del Covid-19:
El drama que estamos atravesando en este tiempo nos
obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes,
a redescubrir que la vida no sirve, si no se sirve. Porque la vida
se mide desde el amor. De este modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante
el Crucificado —mirad, mirad al Crucificado—, que es la medida del amor que
Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos, mirando
al Crucificado, la gracia de vivir para servir. Procuremos
contactar al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo
que nos falta, sino en el bien que podemos hacer. (Homilía, 5-4 2020)
Nuestra
Madre, la Virgen María, es la mejor intercesora para llegar a su Hijo. En este
mes de mayo nos estamos esforzando para considerar, llevados de su mano, los
misterios de la vida de Cristo por medio del Santo Rosario. A Ella le pedimos
que nos alcance la gracia de que Jesús sea en realidad, para cada uno de
nosotros, el Camino y la Verdad y la Vida, nuestro sacerdote, nuestro profeta
y nuestro rey.
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