La Iglesia dedica el primer día del año a conmemorar la solemnidad
de la maternidad divina de Santa María. Como dice el Catecismo: “Dios envió a
su Hijo, pero para ‘formarle un cuerpo’ quiso la libre cooperación de una
criatura. Por eso desde toda la eternidad, escogió, para ser Madre de su Hijo,
a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret” (n. 488).
En el Nuevo Testamento se habla desde el comienzo de la Virgen María
como Madre de Jesús, y de Jesús como Hijo de Dios. Por un silogismo lógico,
María entonces es la Madre de Dios. Uno de los primeros textos sagrados que menciona
el tema lo hace de modo contundente, y por eso es la segunda lectura de la Misa
(Ga 4, 4): cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer.
Más
adelante, desde el siglo II, para reafirmar contra los gnósticos y los docetas que
Jesús era verdadero hombre, los Padres de la Iglesia (Ignacio, Justino, Ireneo,
Tertuliano) insistieron en la maternidad de santa María. A finales del siglo
III se empezó a utilizar la palabra Theotókos (madre de Dios), por
ejemplo en una oración compuesta entre los siglos III-IV: Bajo tu protección
nos acogemos, santa madre de Dios… Y en el siglo V, el concilio de Éfeso
(431), aseveró contra Nestorio que la Virgen María era Madre de Dios. Más
adelante, los concilios de Calcedonia y Constantinopla reafirmaron esta
doctrina.
En el siglo XX, el Concilio Vaticano II insistió en que la
maternidad divina de María no es solo un hecho biológico, sino también un acto
de fe de la Virgen durante toda la vida de su Hijo:
“La Bienaventurada Virgen fue en la tierra la esclarecida Madre del
Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las
criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo,
alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo
mientras Él moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la
obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la
vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de
la gracia”. (LG, 61)
Esto quiere decir que María es la Madre de la naturaleza humana de
Jesús, como celebra la liturgia de la fiesta: “Hoy se nos ha manifestado un
misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas: Dios se ha hecho
hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir
mezcla ni división” (Liturgia de las horas).
Por ese motivo, la Misa comienza con una antífona dirigida a María,
que ahora hacemos nuestra: “¡Salve, Madre santa!, Virgen, Madre del Rey que
gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos”. La primera lectura presenta
la bendición sacerdotal tomada del libro de los Números, con la que terminan
las disposiciones para el pueblo hebreo cuando salió de Egipto (6, 22-27): “El
Señor te bendiga y te proteja, el Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda
su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”.
Es una de las bendiciones más antiguas de la Biblia, que es citada
en los Salmos y la rezaban los sacerdotes en la liturgia del Templo. Algunos
autores antiguos vieron en su triple invocación un preanuncio de la Trinidad
(cf. Biblia de Navarra). Pero lo más importante es que manifiesta la esperanza
de recibir la bendición más grande: la de contemplar el rostro de Dios, que es
lo que sucedió la noche de Navidad, como rememora el autor de la carta a los
Hebreos en la antífona del Evangelio (1, 1-2): En muchas ocasiones habló
Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha
hablado por el Hijo.
En la solemnidad de la maternidad divina de María conmemoramos que,
“por ella recibimos los bienes de la salvación eterna, el autor de la vida”
(Oración colecta). El Evangelio de san Lucas es generoso en detalles al
respecto. El contexto de su relato es el anuncio del nacimiento de Jesús a los pastores
que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente
un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de
claridad, y se llenaron de gran temor. Los ángeles son enviados a los pastores,
a los pobres, a los humildes, a los periféricos, como diría el papa Francisco.
Ellos eran despreciados por los escribas y fariseos. Con
este anuncio se cumplen también las palabras de María en el Magnificat:
Dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los
poderosos de su trono y ensalzó a los humildes.
El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena
noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de
David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto,
en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a
Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de
buena voluntad». Y sucedió que, cuando los ángeles se marcharon al cielo, los
pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha
sucedido y que el Señor nos ha comunicado».
En este punto comienza el Evangelio de la Misa de la fiesta (Lc 2,
16-21): Los pastores… fueron corriendo. Como María en su camino
hacia Ain Karim, para visitar a su prima Isabel, los pastores se dieron prisa. El
papa Benedicto XVI comentaba:
“Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para
ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente
también pletóricos de ilusión porque ahora había nacido verdaderamente el
Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo estaba esperando, y que ellos
eran los primeros en poderlo ver. ¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se
trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa –tal vez esto quiere decirnos
también tácitamente el evangelista– son precisamente las cosas de Dios”. (Jesús
de Nazaret)
Los pastores… fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al
niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de
aquel niño. El Señor premia su afán, como describe
un autor espiritual:
“La Madre alzó del pesebre al niñito que había
visto aquella noche la luz del mundo y lo elevó delante de ellos, para que lo
pudiesen contemplar y saludarlo. Como gente sencilla del pueblo que, cual
niños, todos lo quieren tocar, tomarían sin duda a Jesús en sus brazos. Los
mismos que, por lo demás, no solían sostener en ellos más que tiernos corderitos,
sostuvieron en aquella noche callada al Salvador del mundo”. (Willam, F.M. Vida
de María, p. 110)
Continúa el Evangelio: Todos los que lo oían se admiraban de lo
que les habían dicho los pastores. ¿Quién más estaba ahí? -tú y yo. Que
habíamos estado cuidando a Jesús, como aprendimos al contemplar el Santo
Rosario: “Frío. -Pobreza. -Soy un esclavito de José. - ¡Qué bueno es José! -Me
trata como un padre a su hijo. - ¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al
Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!... Y le
beso -bésalo tú-, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi
Único, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño...” (San Josemaría, Santo Rosario).
Todos los que lo oían se admiraban… La
gente se sorprende, los pastores corren y cuentan. En cambio, miremos la
actitud de la Madre: María, por su parte, conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza
a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había
dicho. Nos llama la atención su actitud contemplativa:
Podríamos decir que la presencia y el anuncio de
los pastores fue para María una dedada de miel, ante el desamparo material y
humano en el que había nacido el Redentor: el Señor cuidaba y protegía al Niño,
aunque diese la impresión de que lo había abandonado. Ella, con esa reflexión
interior de lo sucedido, deseaba adecuar su vida a la voluntad divina
manifestada en esos sucesos. De esta forma, María, al «conservar todas
estas cosas en su corazón», se convertía en el primer evangelio viviente de
la Iglesia”. (Bastero, J.L. Vida de María)
Este es el punto clave de nuestra meditación sobre María; ella nos
enseña al Niño, y nos da ejemplo sobre la actitud con la que debemos acercarnos
al pesebre: Conservarlo en el corazón, contemplarlo. Podemos encontrar en esta
actitud concreta una invitación de la fiesta para la renovación interior: que
le pidamos a nuestra Madre que nos alcance el don de que seamos cada vez más “almas
de oración”. Benedicto XVI invitaba a considerar que, “como María, también la
Iglesia permanece en silencio para captar y custodiar las resonancias
interiores del Verbo encarnado, conservando el calor divino y humano que emana
de su presencia. Él es la bendición de Dios”.
En otras ocasiones, el pontífice alemán se detenía en la meditación sobre
la actitud de la Virgen, cómo conservaba en el corazón todas las cosas que Dios
permitía que le sucedieran. Dice que la memoria de María “es, ante todo, un
fijar en la mente los acontecimientos, pero es más que eso: es una confrontación
interior con lo acontecido. De esta manera penetra en su interior, ve los
hechos en su contexto y aprende a comprenderlos”.
San Josemaría decía que una manera de imitar esa
actitud de María es tomar notas en la oración, para proyectarlas en la vida
ordinaria; y también al revés: tomarlas “en las más diversas
ocasiones de la vida –hasta por la calle– para "llevarlas" luego a su
oración y sopesarlas” (Edición crítica de Camino, n. 97). En esa misma línea recomendaba:
Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo
enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos.
No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para
descubrir la Voluntad de Dios. (AD, 285)
Terminemos nuestra oración dando gracias a Dios con la oración colecta
de la Misa: “Oh, Dios, que por la maternidad virginal de santa María entregaste
a los hombres los bienes de la salvación eterna, concédenos experimentar la
intercesión de aquella por quien hemos merecido recibir al autor de la vida, tu
Hijo, nuestro Señor Jesucristo”.
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