El segundo capítulo del
evangelio de san Lucas comienza con una noticia que rompió la tranquilidad del
hogar de María y José en Nazaret: «Sucedió en aquellos días que salió un
decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio.
Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos
iban a empadronarse, cada cual a su ciudad» (Lc 2, 1-2).
No era el mejor momento para
organizar un viaje, justo cuando María estaba a punto de dar a luz. Sin
embargo, desde el primer momento, tanto ella como su esposo habían
experimentado que la grandeza de su vocación llevaba aneja la Cruz y
emprendieron el camino, probablemente “bordeando el río Jordán, que era el que
seguía la mayor parte de los galileos que se desplazaban a la Ciudad Santa.
Eran unos ciento cincuenta kilómetros
que, habitualmente, se hacían andando o en asno” (Quemada, Huellas de Jesús).
También José, por ser de la casa
y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad
de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María,
que estaba encinta. La
expedición duraba unos cinco días y resultaba muy incómoda, máxime en las
circunstancias del embarazo de la Virgen. Pero les ayudaría a aliviar sus
molestias la seguridad que tenían de que estaban cumpliendo la voluntad del
Padre y la cercanía del nacimiento de Jesús.
Seguramente conversarían en el
viaje sobre el designio providencial del César, que los llevaba a cumplir las
profecías que anunciaban que Belén de Éfrata, un pequeño poblado a unos 9
kilómetros al sur de Jerusalén, el mismo donde había nacido el rey David, era
el lugar escogido para que el Mesías viera la luz por primera vez. En nuestra
oración podemos acompañarlos, como recomendaba san Josemaría, haciendo las
veces de “un personaje más”: “te enternecerás ante el amor purísimo de José, y
latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en
Belén... ―Soy un esclavito de José. ― ¡Qué bueno es José! ―Me trata como un
padre a su hijo” (Santo Rosario).
Y sucedió que, mientras estaban
allí, le llegó a ella el tiempo del parto. (…) No había sitio para ellos en la
posada. El
evangelista expresa que, en aquellas circunstancias de aglomeración de
peregrinos, no había un lugar digno para una mujer que estaba a punto de dar a
luz. Por ese motivo, como muestra de la pobreza que Dios eligió para su Hijo, y
del cuidado exquisito del pudor, María y José prefirieron dirigirse a un
establo, probablemente ubicado en una gruta ubicada a las afueras de la ciudad.
La consideración del rechazo por
parte de los posaderos nos invita a examinar si tal vez nosotros mismos no les
habremos negado también un sitio en nuestra vida a Jesús, María y José: “es
posible que –no con la boca, pero con los hechos– hayamos dicho: no hay posada
para Ti en mi corazón. ¡Ay, Señor, perdóname!” (San Josemaría, En diálogo con
el Señor).
El papa Benedicto XVI meditaba
que este rechazo no es circunstancial, sino que forma parte del designio divino
para la vida entera de Jesús:
“La meditación de estas palabras en la fe ha
encontrado en esta afirmación (‘No había sitio para ellos en la posada’)
un paralelismo interior con la palabra, rica de hondo contenido, del Prólogo de
san Juan: ‘Vino a su casa y los suyos no lo recibieron’ (Jn 1, 11). Para
el Salvador del mundo, para aquel en vista del cual todo fue creado (cf. Col 1,
16), no hay sitio. ‘Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero
el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza’ (Mt 8, 20). El que
fue crucificado fuera de las puertas de la ciudad (cf. Hb 13, 12) nació también
fuera de sus murallas”. (Jesús de Nazaret)
Y sucedió que, mientras estaban
allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo
envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre. Con estas sencillas palabras san Lucas
resume el modo como sucedió la llegada del Mesías, el evento más esperado a lo
largo de los siglos. Es bonito ver que María es el sujeto de las acciones, que
sobre ella recaen los verbos de la narración. Hasta en el lenguaje, Dios se
esconde y le da protagonismo a su Madre virginal.
Después del análisis de estas
líneas del Evangelio, más las palabras del Ángel a María en la Anunciación (“el
que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” [Lc 1, 35]), los
teólogos concluyen que en esta escena
“surge, con reservada evidencia,
que Jesús, al igual que había sido concebido sin concurso de varón, es decir,
virginalmente, así también nació de María virginalmente, de forma milagrosa,
con alegría y sin dolor, conservando intacto el seno virginal de la Madre. De
manera maravillosa, el fruto de su vientre pasó del castísimo seno de María a
sus brazos”. (Bastero, Vida de María)
Lo envolvió en pañales y lo
recostó en un pesebre. El
Hijo de Dios, el creador del cielo y de la tierra, nació en un establo, rodeado
de animales. La contemplación de esta imagen conlleva muchas consecuencias. Una
de ellas es que, como dice el villancico, “bajó a la tierra para padecer”, que
desde el primer momento de su vida humana quiso asumir las contrariedades,
cargar con la Cruz, que toda su vida tiene esa dimensión redentora: “El niño
envuelto y bien ceñido en pañales aparece como una referencia anticipada a la
hora de su muerte: es desde el principio el Inmolado. (…) Por eso el pesebre se
representaba como una especie de altar” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
El pesebre como altar lleva a la
dimensión eucarística de la vida de Jesús. No es casualidad que el significado
hebreo de la palabra “Belén” sea precisamente “la casa del pan”. Y que se le
represente envuelto en pañales al modo del sudario con que lo envolvieron en el
sepulcro, donde resucitó para quedarse en la Eucaristía. San Agustín
advierte que el pesebre, donde la Virgen lo recostó, era el sitio del alimento
de las bestias. Allí fue puesto el pan de los ángeles, el alimento de la vida
eterna: “El pesebre se convierte de este modo en una referencia a la mesa de
Dios, a la que el hombre está invitado para recibir el pan de Dios”. (Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret)
San Josemaría también unía en su
oración el pesebre (el Belén, como dicen en España) con el Sagrario. En un
escrito de los inicios de su labor pastoral, en enero de 1939, comentaba:
“Dios con nosotros, Jesús niño;
y nosotros, guiados por los Ángeles, yendo a adorar al Niño Dios, que nos
muestran la Virgen y S. José. Por todos los siglos, de todos los confines del
orbe, cargados y animados por el trabajo de todas las actividades humanas, irán
llegando magos al Belén perenne del Sagrario. Cuida y trabaja, preparando tu
ofrenda -tu labor, tu deber- para esta Epifanía de todos los días”. (Citado por
Rodríguez 2004 [CEHC], n. 998)
La meditación sobre el
pesebre-altar de Belén nos invita a sentirnos llamados a llevar a la
presentación de los dones en la Misa de cada día nuestros trabajos, nuestras
cargas y deberes, “el trabajo del hombre”, para que Él los convierta en pan de
vida y en cáliz de salvación.
“La divina Providencia se sirvió
de estas circunstancias para mostrar la pobreza y humildad con que el Hijo de
Dios había decidido venir a la tierra. Todo un ejemplo para los que le
seguirían a través de los siglos, como explica San Pablo: conocéis la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros
para enriqueceros con su pobreza (2 Cor 8, 9)”. (Loarte, Vida de María)
¡Cuántas consecuencias tiene el
abajamiento de Jesús, la humillación que supone el hacerse hombre y unirnos a
su sacrificio redentor! Humildad divina, que no es solo una virtud para meditar
y admirar; Él nos ofrece su ejemplo para que lo imitemos, para que recorramos
esa misma senda: “En la pobreza del nacimiento de Jesús se perfila la gran
realidad en la que se cumple de manera misteriosa la redención de los hombres”.
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
Esa redención consiste en
hacernos hijos suyos gracias al perdón que Jesús nos alcanzó. Uno de los
prefacios de la Navidad celebra esta realidad maravillosa: “Hoy resplandece el
maravilloso intercambio de nuestra redención: porque, al asumir tu Verbo
nuestra debilidad, no solo asume dignidad eterna la naturaleza humana, sino que
esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.
Dios nos redime humillándose,
abajándose, haciéndose pobre. San Josemaría tituló su homilía sobre la Navidad
haciendo énfasis precisamente en esa virtud: “El triunfo de Cristo en la
humildad”. Y al meditar sobre el tercer misterio gozoso del Rosario, admiraba “la
humildad de nuestro Dios, que no se conforma con asumir nuestra pobre
naturaleza, sino que además empieza su vida mostrando que tiene necesidad de
que nosotros le atendamos, de que nosotros le queramos, de que nosotros le
cuidemos” (citado en Echeverría, J. Memoria del Beato Josemaría Escrivá).
Aún
hoy, en la Basílica
de la Natividad en Belén se conserva un signo gráfico que nos habla de la
importancia de la humildad para acceder al misterio del nacimiento de Jesús:
para entrar al templo hay “una puerta pequeña, de tiempos de los turcos, para
evitar el acceso a caballo y posibles profanaciones, que obliga a pasar
inclinándose considerablemente y nos sirve para recordar que al misterio de
Belén hay que acercarse con humildad” (Goñi, Tierra Santa). Otra manera de
recordar una enseñanza fundamental de esta escena:
“Aprenderemos, de esta Navidad,
a no alejarnos del camino que el Señor nos marca en Belén: el de la humildad
verdadera. (…) En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!
(…) La mayor parte de nuestra labor espiritual es rebajar nuestro yo, para que
el Señor añada con su gracia lo que desee”. (San Josemaría, En diálogo con el Señor,
n. 4-6)
La oración colecta de la Misa de
Navidad resume los deseos del cristiano en esta noche: “Oh, Dios, que
estableciste admirablemente la dignidad del hombre y la restauraste de modo aún
más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó
participar de la condición humana”.
Concluimos nuestra oración
siguiendo un consejo de San Josemaría: “Pidamos a la Madre de Dios, que es
nuestra Madre, que nos prepare el camino que lleva al amor pleno: 'Corazón
dulcísimo de María, ¡prepáranos un camino seguro!' Su dulce corazón conoce el
sendero más seguro para encontrar a Cristo” (Es Cristo que pasa, n. 38).
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