Celebramos la fiesta más
importante del cristianismo, después de la Pascua: el nacimiento de Jesús en
Belén. Tras casi un mes de preparación
por medio del tiempo de Adviento, durante el cual procuramos imitar la actitud
de piadosa expectativa que aprendimos de María, contemplamos ahora el
cumplimiento de la promesa esperada por siglos.
La liturgia nos propone que
meditemos el relato de san Lucas (cap. 2): Sucedió
en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se
empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino
gobernador de Siria. Con este contexto histórico “aparece como trasfondo la
gran historia universal representada por el imperio romano” (Benedicto XVI, Jesús
de Nazaret).
Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.
También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de
Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para
empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras
estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada. Benedicto XVI comentaba que
Estas
frases nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento anunciado por
el Ángel en Nazaret: Darás a luz un hijo,
y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo
(Lc 1, 31). Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos,
durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la
humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros,
que saliera de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él
renovase todo. (Homilía, 25-XII-2007)
Una escena tan tremenda permite
muchos puntos de meditación. Para esta ocasión podemos servirnos de un pasaje
de la carta a Tito, que la liturgia propone para la Misa de la Navidad, como
complemento del Evangelio que acabamos de considerar. Se trata de un mensaje pastoral
sobre el comportamiento que se espera de un buen cristiano, en el que el autor
sagrado esgrime algunas virtudes de la ética clásica. Pero después se detiene a
fundamentar esas enseñanzas en los principios teológicos: ¿por qué razón los
seguidores de Jesús deben actuar de esa manera? Y responde con la motivación
cristiana: ellos no obran por simple buena educación, sino porque son testigos
de Cristo, de su epifanía, que es la palabra griega traducida aquí por
“manifestación”: Pues se ha manifestado
la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres.
Esa es la primera idea del autor
sagrado: Cristo ha revelado, ha mostrado, ha desvelado la gracia de Dios.
Algunos autores sugieren que este pasaje se basa en algunas fiestas de esa
época, en las que los reyes hacían su “epifanía”, su manifestación al pueblo,
mientras repartían monedas y otros regalos, que eran llamados su “gracia”. Los
ciudadanos, agradecidos, daban a sus monarcas el título de “salvadores”. Para
los lectores de la Carta a Tito quedaba clara la sublimación que el autor hacía
de esos conceptos, al aplicarlos con toda propiedad a Jesucristo. Como resume
el papa Francisco,
Las
palabras del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha
aparecido la gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado
se hace concreto el amor de Dios para con nosotros. (Homilía, 24-XII-2016)
Dios manifiesta su gracia
dándonos a su Hijo para que sea nuestro modelo. Más adelante Jesús dirá: les he dado ejemplo (Jn 13, 15). Ese es
uno de los objetivos de la Encarnación: que podamos aprender de Él, que es el
Camino, la Verdad y la Vida (cf. Mt 11, 29. Jn 14, 6). Con su nacimiento, la
vida de Jesús se convierte para nosotros en la Luz del mundo, que ilumina
nuestras vidas, que nos transforma desde dentro con su gracia, purificándonos
para que podamos imitarle en nuestra vida cotidiana.
Es normal que sintamos, al
contemplar el ejemplo de Jesús, el dolor de vernos tan distantes de semejante
paradigma. Podemos lamentarnos eternamente de nuestra mala pasta, o aprovechar
esta ocasión para aceptar el llamado que hemos escuchado durante el Adviento,
de labios de Isaías y de san Juan Bautista: Convertíos.
Pero ¿en qué consiste esa conversión? Si estamos celebrando la Navidad, es
porque tal vez no nos encontramos en la situación de tantos conversos que han
regresado a la fe viniendo de muy lejos, como san Agustín. Se trata más bien, a
la luz de lo que vemos en las escenas del Evangelio, de estar dispuestos a
cambiar de vida para seguir las huellas de Dios. Como decía el papa Francisco,
debemos aprender de la actitud de María y de José, que se dejan sorprender por
el Señor y cambian sus proyectos personales para aceptar los de Dios:
Se comienza con María, que era la esposa prometida
a José: llega el Ángel y le cambia la vida. De virgen será madre. Se prosigue
con José, llamado a ser padre de un hijo sin generarlo. Un hijo que – giro
inesperado - llega en el momento menos indicado, es decir, cuando María y José
eran esposos prometidos y según la Ley no podían vivir juntos. Ante el
escándalo, el sentido común de la época invitaba a José a repudiar a María y a
salvar su buen nombre, pero él, aun teniendo derecho a hacerlo, sorprendió:
para no dañar a María, pensó despedirla en secreto, a costa de perder su
reputación. Luego otra sorpresa: Dios en un sueño cambia sus planes y le pide
que se lleve a María con él. Nacido Jesús, cuando tenía sus proyectos para la
familia, todavía en un sueño se le dice que se levante y se vaya a Egipto. En
resumen, la Navidad trae cambios de vida inesperados. Y si queremos vivir la
Navidad tenemos que abrir el corazón y estar abiertos a la sorpresa, es decir,
a un cambio de vida inesperado. (Discurso, 19-XII-2018)
Dios se ha manifestado para que
nos convirtamos una vez más, para que lo acojamos -ahora sí- definitivamente,
para que no seamos como aquellos habitantes de Belén, que no fueron capaces de
ofrecer un lugar digno para Jesús, María y José en uno de los momentos más
importantes de la historia: “Jesús nació en una gruta de Belén, dice la
Escritura, ‘porque no hubo lugar para
ellos en el mesón’. ―No me aparto de la verdad teológica, si te digo que
Jesús está buscando todavía posada en tu corazón” (F, n. 274).
Tú, Señor, buscas posada en mi
alma y parece que yo te la negara sistemáticamente, con más o menos razones,
como el villancico mexicano: “Aquí no es mesón, sigan adelante, yo no puedo
abrir, no sea algún tunante”. ¡Necesitamos tu ayuda, Señor, para convertirnos y
acogerte en nuestra vida a partir de esta Navidad! El papa Francisco enseñaba a propósito que
Cada familia
cristiana —como hicieron María y José—, ante todo, puede acoger a Jesús,
escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así
mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro corazón y en nuestras
jornadas. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades
tuvieron que superar! (Discurso, 17-XII-2014)
En segundo lugar, la Carta a Tito
dice que esa epifanía de Jesús manifiesta la
gracia de Dios. Pero ¿qué es la gracia? El Catecismo la define como el favor,
el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada a ser
hijos de Dios, hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina, de la vida
eterna (cf. n. 1996). Todas esas características son las que manifiesta la
Navidad. La epifanía manifiesta la gracia, la alegría, porque a partir de
entonces se hace posible llegar a ser hijos de Dios, seguir a Cristo, identificarnos
con Él, dejarle vivir en nosotros mismos, y que Trinidad habite en nuestra
alma.
Por esa razón, el Arcángel san
Gabriel saludó a María en la Anunciación: “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Ella, que es nuestra
madre, también quiere que nosotros seamos gratificados, llenos de gracia, y que
acudamos a los medios donde se nos dispensa esa comunión con su Hijo: “La
conversión continua encuentra su alimento en la Confesión y en la Eucaristía, y
se expresa en actos de penitencia, oración y caridad” (Aranda, en ECP, ECH).
Hemos considerado hasta ahora dos
palabras claves de la Carta a Tito: manifestación (o epifanía) y gracia. Nos
falta la tercera. ¿Para qué se manifestó esa gracia? ― Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos
los hombres.
La palabra “salvación” aparece con
mucha frecuencia en la Navidad. Es la respuesta del salmo 95: Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el
Señor. Y viene de una revelación sobrenatural, del anuncio que los Ángeles
hacen a los pastores en la segunda parte del Evangelio: En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al
aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les
presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran
temor. El ángel les dijo: “No temáis, os anuncio una buena noticia que será de
gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Salvación, redención,
justificación, liberación. ¡Cuántas palabras intentan explicar el efecto del
nacimiento de Jesús, del inicio de su vida terrenal! La Carta a Tito menciona
otros dos sinónimos: rescate y purificación: Jesucristo se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y
purificar para sí un pueblo de su propiedad. El nacimiento de Jesús nos
garantiza que su invitación a convertirnos, a acoger su gracia en nuestra alma,
es posible porque su ayuda no nos faltará. Por ese motivo, el papa argentino
concluye que
La
Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras
tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz suave no da miedo; Dios,
enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil en medio
de nosotros, como uno más. (...) Dejémonos tocar por la ternura que salva.
Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén,
imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el
rechazo. (…) Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la
belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre,
ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e
infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto
por mí. (Homilía, 24-XII-2016)
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