El contexto es la reprobación a
las clases dirigentes que pocos días después lo entregarán a la muerte. Y él, instruyéndolos, les decía: «¡Cuidado
con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan
reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los
primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y
aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
Los escribas confiaban en el
poder que les otorgaba su dinero y su posición social. Bien podían caer en la
crítica del beato John H. Newman, quien decía que
todos se
rinden ante el dinero. Miden la felicidad por la riqueza y por la riqueza
miden, a su vez, la respetabilidad de la persona. Riqueza es el primer ídolo de
este tiempo, notoriedad el segundo. La fama y el llamar la atención del mundo
se consideran como un gran bien en sí mismos y un motivo de veneración. La
notoriedad, o fama de periódico, se ha convertido en una especie de ídolo"
(Discurso sobre la fe 5, Cf. CEC, n. 1723).
La Sagrada Escritura enseña que
Dios actúa distinto: Jesucristo pone como ejemplo un pasaje en el que Elías se
dirige a una viuda, pobre y extranjera, y le pide pan y agua (1Re 17,8). La
viuda le responde con toda sinceridad: Vive el Señor, tu Dios, que no me
queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la
alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y
mi hijo, lo comeremos y luego moriremos. Es una situación límite, al borde
de la muerte. Casi como para preguntar a Dios por qué permite que una pobre
viuda y su hijo sufran tanto.
A pesar de una situación tan
apurada, la respuesta de Elías no es ni mucho menos consoladora. El profeta
extranjero es exigente: No temas. Entra y haz como has dicho, pero antes
prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. Para ti y tu hijo la harás
después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: “La orza de harina no se
vaciará la alcuza de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda
lluvias sobre la tierra”.
La respuesta de la viuda pagana,
que se debatía en la miseria es impresionante: Ella se fue y obró según la
palabra de Elías, y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo la orza de
harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, según la palabra que había
pronunciado el Señor por boca de Elías. Es una mujer humilde, que pone en
peligro su existencia, por la fe en las palabras del profeta extranjero.
El Salmo 145 es como un
comentario de esta escena, pues alaba al Señor por su preferencia hacia los
humildes: El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego; el Señor endereza a
los que ya se doblan, ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos,
sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
Regresemos a la escena de Jesús en las puertas
del templo, donde juzga la actuación de los escribas: “Esos recibirán una condenación más rigurosa”. Después de recordar
la importancia del juicio, el evangelista pasa a narrar una escena memorable: Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del
templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho (unas monedas de bronce, de 8.60 gr.). Jesús estaba
sentado en el atrio de las mujeres, junto a las trece “sharafat”, unos agujeros
en la pared, en forma de trompeta, en los cuales los judíos depositaban sus
ofrendas. Las abundantes monedas de los ricos sonaban como las máquinas de los
casinos de hoy, generando admiración entre los que entraban al templo por tanta
generosidad. Lo malo era que esa era la intención de los donantes, con lo que
se perdía buena parte del mérito: cuando
hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas
en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente (Mt 6,2). Además,
“echaban de lo que les sobraba”. El papa Francisco les llamaría pelagianistas,
porque se fijaban más en sus propias obras que en el protagonismo de la gracia:
Todavía
hay cristianos que se empeñan en seguir el camino de la justificación por las
propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia
capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista
privada del verdadero amor. (Gaudete et Exultate, n. 57)
De
repente, sucedió un evento que cambiaría el desarrollo de la escena: se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas,
es decir, un cuadrante. La anciana depositó dos leptones, monedas de 1.2
gr., equivalentes a la dieciseisava
parte de un denario ($1.500 COP cada moneda).
Vemos que era una viuda sola y pobre. Que solo tenía a Dios. Pero, como decía santa
Teresa, “quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”. Aquella pobre
anciana echó en el gazofilacio “todo cuanto tenía, toda su vida entera” (Fausti). El
Papa Francisco resumía su predicación sobre este ejemplo diciendo que
Debido a su extrema pobreza, hubiera podido
ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no
quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido
que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su
vez, lo ama totalmente. ¡Qué bonito ejemplo esa viejecita! (Ángelus, 8-11-2015)
La
reacción de Jesús es conmovedora: Llamando
a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado
en el arca de las ofrendas más que nadie.
Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa
necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». Si bien hay que
cuidarse de los escribas, lo mejor es aprender de la viuda (Fausti). Ella “echa toda su vida” en la hucha, como el
ciego de Jericó había tirado el manto, como Jesús arrojará unos días más
tarde su cuerpo sobre la Cruz en el calvario. Esta es la última enseñanza del Maestro
antes de cerrar su predicación con el discurso escatológico, es como su legado final.
¿No has visto las lumbres
de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña
limosna? —Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo
mucho, sino en la voluntad con que lo des. (San Josemaría, Camino, n. 829)
Por esa razón, este pasaje del
Evangelio se abre con las famosas palabras del Sermón del monte: “Dichosos
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Ambas
viudas entregaron lo que les quedaba para vivir y demostraron con su actitud
que a Dios se le compra con la última moneda. Recuerdan el Consejo de Machado: “Moneda
que está en la mano / quizá se deba guardar; / la monedita del alma / se pierde
si no se da”.
Jesús ama la pobreza, porque Él mismo
la vivió primero y es el mejor ejemplo: en Belén, durante la vida como
inmigrantes en Egipto, en la humildad de Nazaret. Más tarde, durante la vida
pública, dirá que no tiene dónde reclinar la cabeza. Los santos han entrado por
ahí, ese es el camino. María dijo que el Señor había puesto los ojos en la
humildad, en la pobreza de su esclava. Con José tenía un hogar sencillo, pobre.
En Jerusalén solo pudieron ofrecer dos tórtolas, por su falta de medios.
Y esa es la vía que han seguido
los santos a lo largo de la historia. Darlo todo, a Dios y a los demás. San
Martín de Tours, que compartió su capa con el mendigo en el cual se identificó
Jesucristo. San Francisco de Asís, que escuchó de Dios una misión concreta: “repara
mi casa”, que consistía en recordar a la Iglesia de su tiempo la necesidad de
regresar al camino de pobreza que había recorrido el Señor en su paso por la
tierra. Y que sirvió de inspiración al papa argentino, quien recién elegido
como sucesor de Pedro exclamó: “¡cuánto quisiera una iglesia pobre y para los
pobres!”. Y no se quedó en palabras: siguió viviendo en una sencilla
habitación, usando un auto popular, celebrando su cumpleaños con “habitantes de
la calle”, y embelleciendo la plaza de san Pedro con un centro de acogida para
pobres. Y es que así vivía desde antes, en Argentina: recién nombrado Obispo, se cuenta de él que
Seguiría
pernoctando en alguna parroquia, asistiendo a un sacerdote enfermo, de ser
necesario. Continuaría viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado
un auto con chofer. Rechazaría ir a vivir a la elegante residencia arzobispal
de Olivos, cercana a la quinta de los presidentes, permaneciendo en su austero
cuarto de la curia porteña. En fin, seguiría respondiendo personalmente los
llamados, recibiendo a todo el mundo y anotando directamente él las audiencias
y actividades en su rústica agenda de bolsillo. Y continuaría esquivando los
eventos sociales y prefiriendo el simple traje oscuro con el clergyman a la sotana cardenalicia». (Rubin,
S. & Ambrogetti F. El papa Francisco)
No se trata solo de vivir la pobreza
personal, sino de estar dispuestos a emplear los medios humanos de los que
disponemos para el servicio a los más necesitados. Desprendernos del propio
tiempo, dar de lo que nos falta. Aunque también es bueno acotar que el tiempo
que los estudiantes y profesores dedicamos a nuestro trabajo intelectual
también es manifestación de servicio, y que no sería santo quien descuidara su
estudio por andar en activismos. Pero santificar el propio trabajo es
compatible con sacrificar tiempo y energías al servicio de los demás, como dice
el canto eclesial: “tú necesitas mis brazos, mi cansancio que a otros descanse”.
Como escribió san Josemaría, “El verdadero desprendimiento lleva a ser muy
generosos con Dios y con nuestros hermanos” (AD, n. 126).
Pero pobreza no es pobretería,
“miserismo”, ni suciedad. Jesús era pobre y se movía con soltura en todos los
ambientes de la sociedad, daba lecciones de urbanidad y de tono humano, era
organizado, cuidaba los detalles pequeños de orden y de limpieza; ¡hasta usaba
una túnica tan elegante, quizá un regalo de su madre, que los soldados no
quisieron partirla, sino que se la rifaron entre ellos!
De esa manera se sale al paso de
un peligro que siempre ha existido, el de un dualismo radical, que rechaza los
bienes materiales como si fueran obra del demonio o la espiritualidad como si
le sobrara a la materia. En cambio, Jesucristo aparece como ejemplo de lo que
podemos llamar “materialismo cristiano”:
El
auténtico sentido cristiano que profesa la resurrección de toda carne se
enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser
juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo
cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu. (San
Josemaría, Conversaciones, nn. 114-115)
Villegas concluye que el materialismo
cristiano consiste en
Considerar
los bienes materiales como medios y no como fines en sí mismos. Significa dar
el valor adecuado a los bienes de la tierra como venidos de las manos de Dios,
para ser utilizados en beneficio del desarrollo humano integral, en el
desarrollo de todos y cada uno de los hombres. ([2013]. Pobreza. En: Illanes [coord.].
Diccionario de san Josemaría Escrivá de
Balaguer. Burgos: Monte Carmelo)
Desprendimiento de uno mismo, del
propio juicio, de la honra, del prestigio. Aunque hay que luchar y esforzarse
para poner a Cristo en lo alto de la profesión, también hay que estar
dispuestos a padecer en silencio las contradicciones, como Cristo en el huerto
de los olivos, como Francisco ante la traición de un subordinado: “no diré ni
una palabra”.
A la
Virgen pobre le pedimos que nos ayude a imitar a su Hijo en el desprendimiento
de los bienes materiales y de nuestro propio yo, para que seamos generosos con
Dios y con los demás, siguiendo el ejemplo de la viuda del Evangelio, para que
Jesús pueda decir de nosotros lo que dijo de aquella santa mujer: En verdad
os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que
nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa
necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.
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