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La ofrenda de la viuda


   
En la última semana del paso terreno de Jesús, poco después del domingo de Ramos, san Marcos cuenta que Jesús había regresado a Jerusalén (esos días pasaba la noche en Betania), y ubica la escena de sus enseñanzas en el exterior del templo (Mc 12, 38-44).

  El contexto es la reprobación a las clases dirigentes que pocos días después lo entregarán a la muerte. Y él, instruyéndolos, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».

     Los escribas confiaban en el poder que les otorgaba su dinero y su posición social. Bien podían caer en la crítica del beato John H. Newman, quien decía que
todos se rinden ante el dinero. Miden la felicidad por la riqueza y por la riqueza miden, a su vez, la respetabilidad de la persona. Riqueza es el primer ídolo de este tiempo, notoriedad el segundo. La fama y el llamar la atención del mundo se consideran como un gran bien en sí mismos y un motivo de veneración. La notoriedad, o fama de periódico, se ha convertido en una especie de ídolo" (Discurso sobre la fe 5, Cf. CEC, n. 1723).
     La Sagrada Escritura enseña que Dios actúa distinto: Jesucristo pone como ejemplo un pasaje en el que Elías se dirige a una viuda, pobre y extranjera, y le pide pan y agua (1Re 17,8). La viuda le responde con toda sinceridad: Vive el Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos. Es una situación límite, al borde de la muerte. Casi como para preguntar a Dios por qué permite que una pobre viuda y su hijo sufran tanto.

    A pesar de una situación tan apurada, la respuesta de Elías no es ni mucho menos consoladora. El profeta extranjero es exigente: No temas. Entra y haz como has dicho, pero antes prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. Para ti y tu hijo la harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: “La orza de harina no se vaciará la alcuza de aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda lluvias sobre la tierra”.

    La respuesta de la viuda pagana, que se debatía en la miseria es impresionante: Ella se fue y obró según la palabra de Elías, y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, según la palabra que había pronunciado el Señor por boca de Elías. Es una mujer humilde, que pone en peligro su existencia, por la fe en las palabras del profeta extranjero.

    El Salmo 145 es como un comentario de esta escena, pues alaba al Señor por su preferencia hacia los humildes: El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego; el Señor endereza a los que ya se doblan, ama a los justos. El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.

     Regresemos a la escena de Jesús en las puertas del templo, donde juzga la actuación de los escribas: “Esos recibirán una condenación más rigurosa”. Después de recordar la importancia del juicio, el evangelista pasa a narrar una escena memorable: Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho (unas monedas de bronce, de 8.60 gr.). Jesús estaba sentado en el atrio de las mujeres, junto a las trece “sharafat”, unos agujeros en la pared, en forma de trompeta, en los cuales los judíos depositaban sus ofrendas. Las abundantes monedas de los ricos sonaban como las máquinas de los casinos de hoy, generando admiración entre los que entraban al templo por tanta generosidad. Lo malo era que esa era la intención de los donantes, con lo que se perdía buena parte del mérito: cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente (Mt 6,2). Además, “echaban de lo que les sobraba”. El papa Francisco les llamaría pelagianistas, porque se fijaban más en sus propias obras que en el protagonismo de la gracia:
Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir el camino de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. (Gaudete et Exultate, n. 57)
     De repente, sucedió un evento que cambiaría el desarrollo de la escena: se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. La anciana depositó dos leptones, monedas de 1.2 gr., equivalentes a la dieciseisava parte de un denario ($1.500  COP cada moneda). Vemos que era una viuda sola y pobre.  Que solo tenía a Dios. Pero, como decía santa Teresa, “quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”. Aquella pobre anciana echó en el gazofilacio “todo cuanto tenía, toda su vida entera” (Fausti). El Papa Francisco resumía su predicación sobre este ejemplo diciendo que
 Debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. ¡Qué bonito ejemplo esa viejecita! (Ángelus, 8-11-2015)
     La reacción de Jesús es conmovedora: Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie.  Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». Si bien hay que cuidarse de los escribas, lo mejor es aprender de la viuda (Fausti).  Ella “echa toda su vida” en la hucha, como el ciego de Jericó había tirado el manto, como Jesús arrojará unos días más tarde su cuerpo sobre la Cruz en el calvario. Esta es la última enseñanza del Maestro antes de cerrar su predicación con el discurso escatológico, es como su legado final.
¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des. (San Josemaría, Camino, n. 829)
     Por esa razón, este pasaje del Evangelio se abre con las famosas palabras del Sermón del monte: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Ambas viudas entregaron lo que les quedaba para vivir y demostraron con su actitud que a Dios se le compra con la última moneda. Recuerdan el Consejo de Machado: “Moneda que está en la mano / quizá se deba guardar; / la monedita del alma / se pierde si no se da”.

    Jesús ama la pobreza, porque Él mismo la vivió primero y es el mejor ejemplo: en Belén, durante la vida como inmigrantes en Egipto, en la humildad de Nazaret. Más tarde, durante la vida pública, dirá que no tiene dónde reclinar la cabeza. Los santos han entrado por ahí, ese es el camino. María dijo que el Señor había puesto los ojos en la humildad, en la pobreza de su esclava. Con José tenía un hogar sencillo, pobre. En Jerusalén solo pudieron ofrecer dos tórtolas, por su falta de medios.

     Y esa es la vía que han seguido los santos a lo largo de la historia. Darlo todo, a Dios y a los demás. San Martín de Tours, que compartió su capa con el mendigo en el cual se identificó Jesucristo. San Francisco de Asís, que escuchó de Dios una misión concreta: “repara mi casa”, que consistía en recordar a la Iglesia de su tiempo la necesidad de regresar al camino de pobreza que había recorrido el Señor en su paso por la tierra. Y que sirvió de inspiración al papa argentino, quien recién elegido como sucesor de Pedro exclamó: “¡cuánto quisiera una iglesia pobre y para los pobres!”. Y no se quedó en palabras: siguió viviendo en una sencilla habitación, usando un auto popular, celebrando su cumpleaños con “habitantes de la calle”, y embelleciendo la plaza de san Pedro con un centro de acogida para pobres. Y es que así vivía desde antes, en Argentina: recién nombrado Obispo, se cuenta de él que
Seguiría pernoctando en alguna parroquia, asistiendo a un sacerdote enfermo, de ser necesario. Continuaría viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado un auto con chofer. Rechazaría ir a vivir a la elegante residencia arzobispal de Olivos, cercana a la quinta de los presidentes, permaneciendo en su austero cuarto de la curia porteña. En fin, seguiría respondiendo personalmente los llamados, recibiendo a todo el mundo y anotando directamente él las audiencias y actividades en su rústica agenda de bolsillo. Y continuaría esquivando los eventos sociales y prefiriendo el simple traje oscuro con el clergyman a la sotana cardenalicia». (Rubin, S. & Ambrogetti F. El papa Francisco)
     No se trata solo de vivir la pobreza personal, sino de estar dispuestos a emplear los medios humanos de los que disponemos para el servicio a los más necesitados. Desprendernos del propio tiempo, dar de lo que nos falta. Aunque también es bueno acotar que el tiempo que los estudiantes y profesores dedicamos a nuestro trabajo intelectual también es manifestación de servicio, y que no sería santo quien descuidara su estudio por andar en activismos. Pero santificar el propio trabajo es compatible con sacrificar tiempo y energías al servicio de los demás, como dice el canto eclesial: “tú necesitas mis brazos, mi cansancio que a otros descanse”. Como escribió san Josemaría, “El verdadero desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos” (AD, n. 126).
    
     Pero pobreza no es pobretería, “miserismo”, ni suciedad. Jesús era pobre y se movía con soltura en todos los ambientes de la sociedad, daba lecciones de urbanidad y de tono humano, era organizado, cuidaba los detalles pequeños de orden y de limpieza; ¡hasta usaba una túnica tan elegante, quizá un regalo de su madre, que los soldados no quisieron partirla, sino que se la rifaron entre ellos!

     De esa manera se sale al paso de un peligro que siempre ha existido, el de un dualismo radical, que rechaza los bienes materiales como si fueran obra del demonio o la espiritualidad como si le sobrara a la materia. En cambio, Jesucristo aparece como ejemplo de lo que podemos llamar “materialismo cristiano”:
El auténtico sentido cristiano que profesa la resurrección de toda carne se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu. (San Josemaría, Conversaciones, nn. 114-115)
      Villegas concluye que el materialismo cristiano consiste en
Considerar los bienes materiales como medios y no como fines en sí mismos. Significa dar el valor adecuado a los bienes de la tierra como venidos de las manos de Dios, para ser utilizados en beneficio del desarrollo humano integral, en el desarrollo de todos y cada uno de los hombres. ([2013]. Pobreza. En: Illanes [coord.]. Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Burgos: Monte Carmelo)
     Desprendimiento de uno mismo, del propio juicio, de la honra, del prestigio. Aunque hay que luchar y esforzarse para poner a Cristo en lo alto de la profesión, también hay que estar dispuestos a padecer en silencio las contradicciones, como Cristo en el huerto de los olivos, como Francisco ante la traición de un subordinado: “no diré ni una palabra”. 

     A la Virgen pobre le pedimos que nos ayude a imitar a su Hijo en el desprendimiento de los bienes materiales y de nuestro propio yo, para que seamos generosos con Dios y con los demás, siguiendo el ejemplo de la viuda del Evangelio, para que Jesús pueda decir de nosotros lo que dijo de aquella santa mujer: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

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