Una de las principales
inquietudes del ser humano desde el comienzo ha sido la cuestión de los
orígenes del mundo y del hombre. Los primeros mitos pretenden ofrecer una
respuesta a esa pregunta. Esas explicaciones del pasado conllevan una visión
peculiar del presente y del futuro: ¿De dónde venimos, hacia dónde vamos,
quiénes somos?, son las grandes preguntas que se hacen los hombres, y que luego
elaboran con más raciocinio por medio de la filosofía, pero que también
personalmente todos nos planteamos y respondemos de alguna manera, ya que esas
preguntas -y las respuestas que les brindamos- son las que guían nuestro obrar
y nuestras esperanzas.
La revelación judeocristiana es
la manifestación de Dios como respuesta a esos anhelos del hombre. Por eso el
Antiguo Testamento comienza ofreciendo los relatos de la creación del Universo
y de los seres humanos a partir de la nada y el Nuevo Testamento concluye con
las profecías acerca de lo que ocurrirá al final de los tiempos.
Los evangelios sinópticos también
terminan la predicación de Jesús con sermones escatológicos, en los cuales el
Señor, cuando está a punto de morir, transmite la esperanza en un mundo nuevo,
que vendrá cuando se cumplan los designios divinos. Así sucede, por ejemplo, en
el evangelio de san Marcos. La liturgia pone, como telón de fondo para esta
lectura, la profecía de Daniel (12, 1-3), que anuncia una gran tribulación para
el pueblo de Israel, pero al mismo tiempo promete un cuidado especial de parte
de Dios en medio de esas contradicciones: serán tiempos difíciles como no
los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu
pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro.
El capítulo 13 del evangelio de
San Marcos (24-32) anuncia que el cumplimiento de esa profecía se da en
Jesucristo, el "Hijo del hombre" que juzgará el mundo entero para
concluir la historia presente: En aquellos días, después de esa gran angustia,
el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del
cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre
las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus
elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo
del cielo.
Los
primeros cristianos pensaban que esta profecía hacía referencia a la
destrucción de Jerusalén por parte de los romanos, pero después aprendieron que
el Señor hablaba en realidad acerca del juicio final. Aprended de esta
parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas,
deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede,
sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta
generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras
no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del
cielo ni el Hijo, solo el Padre.
Los
secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno
con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la
eternidad, según sus obras. Así se realizará “la plenitud de Cristo” (Ef 4,
13), en la que “Dios será todo en todos” (1Co 15, 28).
Las palabras de Jesús nos invitan
a la vigilancia, a la preparación, a mantener viva la expectativa para llegar
al Cielo. Que pensemos que nuestra vida no tiene otra misión que la de dar gloria
a Dios: “Yo, ¿para qué nací? ―para salvarme”, como dice el verso tradicional de
fray Pedro de los Reyes. San Josemaría planteaba una meta clara para el día del
juicio: “Que Dios se ponga contento cuando me tenga que juzgar” (C, n. 745). Más
adelante, el Compendio resume en qué consiste el juicio final con estas
palabras:
El juicio
final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de
condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos,
emitirá respecto “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), reunidos
todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado
participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular.
(n. 214)
No es un juicio que asuste, sino un
encuentro de amor con el Padre misericordioso. El que juzga es el mismo que nos
redimió por medio de su sacrificio en la Cruz. Por eso la misa comienza con la exhortación
del profeta Jeremías: Dice el Señor: tengo designios de paz y no de aflicción;
me invocaréis y yo os escucharé.
J.J.
Alviar resalta que las enseñanzas de san Josemaría sobre el juicio están marcadas
por una “actitud sobrenatural de confianza”
pues, si bien no desconoce el carácter dramático del momento recalca, que la
vida terrena desemboca en un encuentro con la Trinidad: “Aquí no
tenemos ciudad permanente (Hb 14, 13). (…) –¡Soltemos ya todas las amarras! Preparémonos de continuo para ese paso,
que nos llevará a la presencia eterna de la Trinidad Santísima (S, n. 881)” (En:
Illanes, ed. DSJE, “Novísimos”).
Estas consideraciones deben
llevarnos a pensar qué vamos a hacer con nuestra vida en adelante, qué tipo de
proyectos altruistas, ¡divinos! plantearemos para nuestra existencia. Que
vivamos una vida que valga la pena ser vivida, que sirva para los demás, que
consista en olvidarnos de nosotros mismos y pensemos siempre en las necesidades
ajenas, en dedicarnos al servicio.
Ser conscientes de que daremos
cuenta de nuestra vida nos llevará a aprovechar más el tiempo, a dar fruto, a
hacer rendir nuestros talentos. A cuidar más la oración, la penitencia, la
dedicación al trabajo, la lucha para crecer en virtudes y para desterrar los vicios.
Como consecuencia, viviremos con un talante alegre. Es lo que pedimos en la
Oración colecta de la Misa del domingo XXXIII: “concédenos vivir siempre
alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, creador de todo bien, consiste
el gozo pleno y verdadero”.
La bienaventuranza celestial
consistirá, entonces, en hallarse sumergido en “el eterno abrazo de Amor de
Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María” (F, 1012).
Comentarios
Publicar un comentario