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Cristo Rey


Hoy llegamos al último domingo del año litúrgico. Concluimos un período cronológico, marcados como estamos por el paso cíclico del tiempo en nuestra vida. Es momento de examen, de balance: ¿qué tanto hemos aprovechado las gracias que nos diste, Señor, durante estos meses? En esta oración, podemos pensar dónde estábamos en noviembre del año pasado; dónde celebramos la fiesta de Cristo Rey en aquella época. Y pensar, en un primer análisis, en el año transcurrido: la Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, el período laboral, las vacaciones de mitad de año, el segundo semestre… hasta llegar a hoy.
Seguramente, en ese breve recorrido litúrgico que hemos hecho, se nos han venido a la mente momentos especiales: un medio de formación que nos sirvió bastante, un descanso que nos llegó en el mejor momento, algunas amistades nuevas, que nos impactaron de modo positivo… Pero también veremos algunas manchas en nuestra actuación: faltas de generosidad, propósitos incumplidos, detalles que no quisiéramos haber vivido. Surge la tentación de la desesperanza: ¿Cuándo lograremos cambiar para bien, definitivamente? Quizá por esa razón concluimos el año festejando a Jesucristo como Rey del universo: Oh Jesús, Rey admirable, Vencedor noble, Dulzura inefable a Quien tanto anhelamos: Rey de las virtudes y Rey de la gloria, invicto Rey soberano, Dispensador de la gracia, Honor de la Corte celestial (Liturgia de las horas).
En la primera lectura se considera la visión de Daniel sobre “el hijo del hombre”, que era reconocida por los judíos del siglo I como una profecía mesiánica, por lo que Jesucristo se la aplicaba a sí mismo (7, 13-14): Yo, Daniel, en una visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará. Los primeros cristianos no dudaron en aplicar esta visión al reinado de Jesucristo, lo mismo que el Salmo 93: El Señor reina, vestido de majestad.
Curiosamente, el Evangelio presenta a Jesús en otra situación, nada gloriosa, por cierto: para este domingo, el pasaje escogido es el capítulo 18 de san Juan, que transcurre en el palacio de Poncio Pilato. Ya no vemos el esplendor ni el poder que nos presentaron el profeta y el salmista, sino un tribunal de acusaciones, donde Jesús es el reo (v. 33): Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”.
Como vemos, el ambiente es pesado. Jesús llevaba unas doce horas encarcelado por los judíos quienes, después de maltratarlo, se dirigieron al procurador para que fuera él quien lo juzgara y condenara. Por su parte, ya le habían hecho un juicio religioso por blasfemia (¡como para que algunos duden ahora de que Jesús se proclamaba Hijo de Dios!). Pero lo que deseaban era una condena a muerte, que al parecer ellos no podían dar, según se desprende de la respuesta que dieron a Pilato cuando éste les indicó que lo juzgaran ellos mismos: “A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie”. Por eso lo llevaron a un proceso político, acusándolo de sedición contra el César (a Él, que había enseñado: “Dad al César lo que es del César”). O quizá querían humillarlo por partida doble…
Ese es el trasfondo del diálogo entre Jesús y Pilato. La respuesta del Señor no es evasiva. Cuando le contrapregunta a Pilato: “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”, está aclarando el sentido de la cuestión: si lo decía por su cuenta, Pilato indagaba por un reinado político, que Jesús había rechazado en varias ocasiones durante los meses anteriores. En cambio, si decía eso porque los judíos se lo habían dicho, interrogaba por el reinado mesiánico, caso en el cual la contestación sí era positiva. Todo este contexto explica la respuesta de Jesús. 
Pilato replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Cuando se estudia a fondo el proceso de Jesucristo, se ve que el procurador romano se encontraba en un dilema: se iba convenciendo de que aquel acusado era inocente, pero no quería tener malas relaciones con las autoridades judías, que podían enviar al César malos informes sobre su gestión.
En el pensamiento contemporáneo, hay quien lo ve como un ejemplo a seguir (Kelsen, por ejemplo): ante tal disyuntiva, no resolvió el problema buscando la verdad que la tenía en frente, en la persona de Jesús, sino que tomó una decisión políticamente correcta: lavarse las manos haciendo una encuesta… Para ser objetivos, tengo que decir aquí que en la iglesia etíope y en la copta egipcia Pilato es venerado como santo, y que incluso algunos textos apócrifos dicen que murió mártir. Es probable que su esposa Claudia, también venerada como santa en algunos lugares, le ayudara a convertirse… En este momento podemos pensar cuántas veces actuamos nosotros como este hombre obró en aquel momento, a medias tintas, tratando de quedar bien con Dios y con el diablo…
Por eso, Jesús le contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”.
Este es el sentido de la fiesta de Cristo Rey: que su reinado no es de este mundo. No pretendemos entronizar a Jesús como patrono de una bandería humana o como líder de un partido político. El reino de Cristo no es de aquí, como enseña el Prefacio de la Misa: “consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu único Hijo”. No es solo Rey, sino también Sacerdote: “ungiéndolo con óleo de alegría, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana”. Esta es una faceta muy importante del reinado de Cristo: que surge del Calvario, de la inmolación de Jesús en el patíbulo de la cruz, donde murió como si fuera un delincuente.
Y es la dimensión más profunda del reinado de Cristo, en la que estamos invitados a participar: esta fiesta nos convoca a ser víctimas pacificadoras, “sembradores de paz y de alegría”. El reinado del que se habla aquí es un servicio, una inmolación alegre, que se manifiesta en el esfuerzo por ayudar a los demás, por comprender y disculpar, como hizo Jesús. Forma parte de la misión que recibimos en el bautismo con el sacerdocio común de los fieles: llevar al altar los esfuerzos para convertir nuestra vida en una donación, día tras día, uniéndonos a la Misa de Jesús, a su consumación del misterio de la redención humana.
El Prefacio de la Misa continúa explicando que, como fruto de la justificación, de la liberación del pecado que el Señor alcanzó por medio de su sacrificio en el Gólgota, Jesús sometió a su poder la creación entera, y pudo entregar a la majestad del Padre “un reino eterno y universal: reino de la verdad y la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz” (cf. Misal romano).
Jesús reina, pero no como resultado de una usurpación violenta o de una herencia sin mérito. Jesús fue consagrado Rey a través del sacrificio en el altar de la Cruz, para alcanzarnos la gloria de los hijos de Dios, a pesar de nuestra indignidad. Cristo Rey no es una figura para admirar, sino que conlleva un compromiso personal. Quizá recordamos en este punto las primeras veces que leímos aquellos puntos de Camino que hablan sobre llamamiento: —‘¡Su Reino no tendrá fin!’. ¿No te da alegría trabajar por un reinado así?” (n. 906, Cf. Lc 1,33).
San Josemaría tiene además una homilía estupenda sobre esta fiesta, de la que tomo solo una idea sobre nuestro compromiso con el reinado de Cristo: “para que Cristo efectivamente reine tengo que dejarlo señorear en mi vida” (ECP, n. 181). Esa puede ser una consecuencia práctica, que nos puede quedar como propósito concreto de esta celebración: “Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si El preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante” (ECP, n. 181). Es la manera de huir del “pelagianismo” que critica el papa Francisco, del pretender salir adelante solo por nuestras fuerzas, olvidando que el protagonista es Jesús.
“Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey” (ECP, n. 181). Señor: necesitamos tu gracia para que toda nuestra existencia sean una alabanza a tu reinado. Queremos que Cristo reine en el mundo, que sus designios marquen el destino de las personas, de las familias, de las comunidades. Pero hay un requisito para lograrlo: “Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón” (ECP, n. 181).
Para que haya paz y armonía en el mundo, tiene que haberla en primer lugar en nuestra propia vida, en nuestras sensaciones, en nuestros afectos, en nuestras inclinaciones, ¡que todo nuestro yo sea un hosanna a Cristo Rey! Todos estos deseos son compatibles con las tentaciones diabólicas, pero la respuesta inmediata, ante las asechanzas del enemigo, será el rechazo a lo que nos aparte de Dios. “Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón”.
“Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas” (ECP, n. 181). No es cuestión de palabras, sino de un reinado efectivo de Cristo en nuestro corazón. Orígenes lo expresa muy bien con unas palabras que cita la Liturgia de las horas:
si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo continúe el pecado reinando en nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos las pasiones de nuestro hombre terrenal y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas. (Opúsculo sobre la oración, Cap. 25: PG 11, 495-499)
Podemos concluir con una petición de Benedicto XVI: “la Virgen María, a quien Dios asoció de modo singular a la realeza de su Hijo, nos obtenga acogerlo como Señor de nuestra vida, para cooperar fielmente en el acontecimiento de su reino de amor, de justicia y de paz”.

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