El
segundo domingo de Cuaresma la liturgia se detiene a considerar la figura de Abraham,
al que san Pablo llama nuestro padre en
la fe (Rm 4,11). Este patriarca, que vivió en el siglo XVIII antes de
Cristo, es el origen de las tres grandes religiones monoteístas: judíos,
cristianos e islámicos.
La
historia de su vocación está relacionada con una promesa de Dios: sería padre
de una gran nación y poseedor de una tierra extensa. Pero pasaron los años y
seguía estéril, hasta el punto de que su esposa le pidió que concibiera un hijo
(Ismael) con la esclava Agar, al que los creyentes del islam remontan sus
orígenes. Esta generación ocasionó problemas conyugales y el Señor le concedió,
a pesar de su vejez, tener un hijo con su esposa verdadera, llamado Isaac. El
Catecismo (n. 706) resume el significado cristológico de estos hechos:
“Contra
toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de
la fe y del poder del Espíritu Santo. En ella serán bendecidas todas las
naciones de la tierra. Esta descendencia será Cristo, en quien la efusión del
Espíritu Santo formará la unidad de los
hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11,52). Comprometiéndose con juramento,
Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado”.
En
esta meditación consideraremos cómo se cumple ese don. La escena de la vida del
patriarca que consideramos en el contexto cuaresmal es el sacrificio del hijo
de la promesa (Gn 22, 1-2. 9-13.15-18): Dios
puso a prueba a Abrahán. Le dijo: “¡Abrahán!”. Él respondió: “Aquí estoy”. Dios
dijo: “Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria
y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré”.
Llama
la atención este tipo de prueba, pues el Señor no quiere que sus hijos pequen o
cometan asesinatos como el filicidio, común en otras tradiciones religiosas más
primitivas y de los pueblos del entorno. En este caso se trata de una prueba de
fe, como predica el autor de la Carta a los hebreos (11, 17-18): Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció
a Isaac: ofreció a su hijo único, el destinatario de la promesa, del cual le
había dicho Dios: “Isaac continuará tu descendencia”.
Como
enseña Bruno Forte, Dios no le pidió un sacrificio cualquiera, sino la
inmolación del hijo amado. Kierkegaard tiene todo un libro basado en esta
escena (“Temor y temblor”): dice que Abraham amaba a Isaac con toda el alma, y
más le amaba desde que Dios se lo pidió. Solo entonces pudo sacrificarlo. Esa
es la esencia del sacrificio: ofrecerle al Señor lo que más se ama, no las
sobras.
“Solo
si amamos podemos ofrecer a Dios el más grande amor… Empezamos a vivir vida de
fe cuando le ofrecemos al Señor lo más amado, y cada uno de nosotros tiene un
Isaac de su corazón. Tener fe es estar dispuesto a ponerlo en el altar del
sacrificio cuando Dios lo pida… Esta es la fe: morir para nacer; perder nuestra
vida para encontrarla”. (Forte, B. 2005. To follow You, light of life.
Michigan: Wm. B. Eerdmans, p. 69)
Abraham
respondió con fe, obedeció con prontitud (madrugó,
aparejó el asno y se llevó consigo a dos criados y a su hijo Isaac, cortó leña
para el holocausto y se encaminó al lugar que le había indicado Dios). Es
fácil imaginarse el dolor que le causaría cumplir la voluntad de Dios, las
tentaciones contra el mandato del Señor, las dudas sobre su bondad. No tiene
nada de malo experimentar esas pruebas; al contrario, dan más mérito a la
obediencia de la fe.
El
relato continúa con otros signos cristológicos: Al tercer día levantó Abrahán los ojos y divisó el sitio desde lejos.
Abrahán dijo a sus criados: «Quedaos aquí con el asno; yo con el muchacho iré
hasta allá para adorar, y después volveremos con vosotros». Abrahán tomó la
leña para el holocausto, se la cargó a su hijo Isaac, y él llevaba el fuego y
el cuchillo. Los dos caminaban juntos. El autor del texto insiste en la
dimensión litúrgica de este sacrificio, y también llama la atención que el hijo
cargara sobre sus hombros el madero en el que iba a ser inmolado… ¡Como Jesús!
Así
llegamos a la clave interpretativa de la narración, y a la explicación de su
inserción en la liturgia cuaresmal: “El padre de los creyentes se hace
semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por
todos nosotros” (Catecismo, n. 2572). Y la segunda lectura es un razonamiento
de San Pablo en este sentido (Rm 8, 31-32):
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
todo con él?
La
escena del monte Moria termina muy bien: Cuando
llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y
apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la
leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su
hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abrahán, Abrahán!». Él
contestó: «Aquí estoy». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el
muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te
has reservado a tu hijo, a tu único hijo». Abrahán levantó los ojos y vio un
carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo
ofreció en holocausto en lugar de su hijo.
La
comparación de los dos padres, Abraham y Dios, nos permite conocer un poco más
la misericordia divina: el Señor no dejó que Abraham sacrificara a su hijo,
pero sí permitió que el suyo se inmolara (cf. Varo). O, en palabras de Forte:
“Jesús, el Hijo eterno, es el nuevo Isaac, que es ofrecido por el Padre a
nosotros” ([2015]. Y Ustedes, ¿quién
dicen que soy Yo?, Bogotá: San Pablo, p. 25).
En
ese contexto podemos contemplar la escena del Evangelio. Jesús asciende al
monte Tabor, dice san Marcos en un sucinto relato (9, 2-10): toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, (los
mismos que le acompañarán en la agonía del monte de los Olivos) sube aparte con ellos solos a un monte alto,
y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les
aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
San
Lucas complementa la visión con el tema del que estaban hablando el Mesías con
los representantes de la Ley y los Profetas (9, 31): apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en
Jerusalén. Benedicto XVI comenta que
su
tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio. La
cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el "mar
Rojo" de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan
siempre impresos los estigmas… Moisés y Elías se convierten ellos mismos en
figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han
dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el
Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está
impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en
libertad y alegría. (Jesús de Nazaret)
El
Señor nos da su ejemplo de generosidad para que lo imitemos. Nos enseña que la
felicidad solo se alcanza entregándose. Él nos entrega a su Hijo, y el mismo
Jesús nos muestra que el camino del ser humano para llegar a la vida eterna
pasa por la muerte en la Cruz. Es lo que remarcan las oraciones de la liturgia.
En primer lugar, el prefacio propio del segundo domingo de Cuaresma: “después
de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el
esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los Profetas,
que la pasión es el camino de la resurrección”.
Nuestra
vida también es un servicio. El mejor sentido para nuestra existencia es
ofrecerla en sacrificio. El hijo del
hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y ofrecer su vida
en holocausto. Entregar la vida entera, pero realizar ese ofrecimiento virtual
en las batallas cotidianas de la vida interior: ante los reclamos de la
sensualidad, de la soberbia, del egoísmo. Estar dispuestos a sacrificar nuestro
tiempo y nuestras energías al servicio de los pobres, de los ancianos, de los
niños, de los encarcelados; pero comenzar por los más cercanos: por la propia
familia, por los compañeros, por esas personas a las que nos cuesta más
comprender.
En
palabras de Bruno Forte, “quien quiera seguir a Jesús tendrá asegurado el amor
del Padre, el mismo que le ofreció a su Hijo, pero también deberá estar
dispuesto a pagar el precio del amor por sus hermanos y su salvación”. Y ese
costo consiste en “estar dispuesto a pagar el precio del amor por seguirlo en
el camino de la Cruz” (Idem, p. 26).
Los
cuarenta días del tiempo cuaresmal aparecen como una ocasión para acompañar a
Jesús en su retiro espiritual del desierto, dedicados a la oración, a la
penitencia y a la misericordia. Tiempo de purificación, de limpieza, como dice
la oración sobre las ofrendas: “que esta oblación borre nuestros
pecados y santifique los cuerpos y las almas de tus fieles, para que
celebren dignamente las fiestas pascuales”.
Contemplar
el misterio de la Transfiguración nos sirve también para obedecer las palabras
del Padre: Se formó una nube que los
cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. En
respuesta a la indicación divina, le pedimos al Señor con la oración de la
Misa: “Tú, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro
espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos
gozosos la gloria de tu rostro”.
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