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Aniversario de la canonización de san Josemaría Escrivá

Hace ya 15 años, el 6 de octubre del 2002, san Juan Pablo II canonizó a Josemaría Escrivá de Balaguer. En la Audiencia del día siguiente resumió el carisma del nuevo santo con estas palabras: “Estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo es ocasión de encuentro con Dios, todo es estímulo para la oración. Vista de este modo, la vida cotidiana revela una grandeza insospechada. La santidad aparece verdaderamente al alcance de todos”.
La posibilidad de ser santos en la vida ordinaria convierte la cotidianidad en una aventura original. Ya no es posible la monotonía, pues cada instante es ocasión de encuentro con Dios y de servicio a los demás. El Señor sale al encuentro de sus hijos una vez más, ofreciéndonos la posibilidad de amarle a través de nuestras actividades normales de cada día: familiares, profesionales, ciudadanas, solidarias… Todo lo que hacemos, si está impregnado del amor de Dios, si ha sido ofrecido al Señor, es ocasión de encuentro con nuestro Padre.
Todas las personas están llamadas a la comunión con Dios, con los demás y con la casa común. La vida ordinaria es el medio para alcanzarlo. Y la clave para entender esta posibilidad, según las palabras de san Juan Pablo II, es la “perspectiva de fe”. Una visión que se alimenta en el trato con el Señor, en la vida de oración, y que consiste en dejarse llevar con docilidad por el Espíritu Santo para cumplir la voluntad de nuestro Padre Dios.
Esta es una de las luces más fuertes que recibió san Josemaría, que no se relaciona con el hacer, sino con el ser. Para cumplir la misión de anunciar la llamada universal a la santidad, es preciso tener clara la condición personal. Y esa luz prioritaria, que el Señor le hizo entender a san Josemaría, es “el don de nuestra filiación divina. Él enseñó a contemplar el rostro tierno de un Padre en el Dios que nos habla a través de las más diversas vicisitudes de la vida. Un Padre que nos ama, que nos sigue paso a paso y nos protege, nos comprende y espera de cada uno de nosotros la respuesta del amor. La consideración de esta presencia paterna, que lo acompaña a todas partes,” (Ibídem).
Es interesante recordar el origen de esta profunda convicción de san Josemaría acerca de la centralidad de la filiación divina para santificar la vida ordinaria. En los comienzos de su labor apostólica, el Señor le iba llevando por esos caminos espirituales: “Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle” (Apuntes íntimos, n. 296, 22-9-1931. Cf. AVP, I, p. 388; F, n. 1033).
Más adelante, “Dios mismo, en un preciso momento –el 16 de octubre de ese mismo 1931–, le concedió una altísima contemplación infusa, que san Josemaría describió así años después: ‘Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía’ (Carta 9-1-1959, n. 60)” (Ocáriz, 2013).
Hace poco se han hecho públicas unas meditaciones, hasta ahora inéditas, de san Josemaría. Y, como es natural, en ellas aparece esta faceta nuclear de su predicación: comenta que es un “elemento fundacional” del Opus Dei, un rasgo esencial de la institución que Dios le pidió fundar. Llama la atención la manera el modo en que alude a su importancia: “Quiso Dios que nos sintiéramos sus hijos. Siempre” (EdcS, p. 70). En otro momento predicaba: “ha querido Dios que seamos hijos suyos. Es parte esencial de nuestro espíritu” (Ibídem, p. 232).
Saberse y sentirse hijos de Dios, comentaba san Juan Pablo II, “le da al cristiano una confianza inquebrantable; en todo momento debe confiar en el Padre celestial”. Esa confianza, que es manifestación de fe, tiene consecuencias prácticas en la vida de oración, a la luz de la predicación de san Josemaría: “tenemos un Padre, y constantemente sentimos la filiación divina. (...) Sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos. (...) [Sentirse] siempre hijos de Dios, de este Padre nuestro que está en los cielos y que nos dará lo que pidamos en nombre de su Hijo" (EdcS, p. 264).
Oración de hijos que confían en que su Padre Dios siempre los escucha. Por esa razón insistía en que el apostolado cristiano debe llevar, en primer lugar, a “hacer de los chicos almas de oración”. Personas que tratan a Dios como hijos pequeños, imitando a Jesucristo, que nos enseñó a orar sin desfallecer al Padre nuestro, llenos de confianza en la omnipotencia de la oración: Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre (Mt 7, 7-8).
“Hagamos oración de hijos y continua”, insistía san Josemaría. Junto a esta importante faceta de la vida de hijos de Dios, otra consecuencia práctica muy importante es la contrición: “Acudir a Dios después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior. Especialmente en estos casos, volvamos con humildad, a decir al Señor: ¡a pesar de todo, soy hijo tuyo! Hagamos el papel del hijo pródigo” (Ibídem).
Conversión contrita de los hijos de Dios. Redescubrir el rostro misericordioso del Padre, como el papa Francisco recuerda con frecuencia: “nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por lo tanto, nadie nos la puede quitar, ni siquiera el diablo. Nadie puede quitarnos esta dignidad” (Audiencia, 11-5-16).
Sabernos hijos de Dios, de un Padre que es misericordia, nos animará a volver con humildad a su regazo, varias veces al día si hiciera falta, como el hijo pródigo: “En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré jamás de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en las situaciones más feas de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme” (Ibidem).
Al hablar de la experiencia mística con la que paladeó el gozo de la filiación divina, vimos que, al final del apunte, san Josemaría señala como de pasada un elemento de este don que, sin embargo, es muy importante y es “precisamente esa peculiar circunstancia (‘en la calle, en un tranvía’), que caracterizaba un aspecto central de su mensaje: la santificación en medio de las realidades temporales” (Ocáriz, 2013).
En la calle, en un tranvía, el Señor le concedió la oración más elevada de su vida. Así llegamos a otro punto nuclear en la predicación de san Josemaría, con la que san Juan Pablo II comenzaba su discurso en la Audiencia del día siguiente a la canonización: “San Josemaría fue escogido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que las actividades comunes que componen la vida de todos los días son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario”.
Ver el mundo y la gente con la luz que Dios mismo le había transmitido, le permitía a san Josemaría hablar de un “materialismo cristiano”: las actividades terrenales, el trabajo de cada día, no son un castigo por el pecado original. Al contrario, forman parte del designio amoroso primigenio de Dios. Por esa razón, la primera lectura de la Misa de este santo es el relato del Génesis (2, 15): El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara.
San Josemaría se apoyaba en este pasaje de la Escritura para concluir que el trabajo ordinario es “un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna” (AD, n. 57).
Además, santificar el trabajo implica saberse apóstoles en el mundo de hoy. Tomarse en serio que la centralidad de Jesucristo conlleva el anuncio audaz del mensaje cristiano, la evangelización de la cultura, de la juventud, de la familia, llevar la caridad de Dios hasta las últimas periferias… Es una consecuencia de reconocer en los demás otros hijos de Dios, hermanos en la gracia:
"Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros" (ECP, n. 106).
Acudamos a la Virgen Santísima para que nos ayude a profundizar en las consecuencias de sabernos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo. Podemos pedirle que interceda ante nuestro Padre para que se cumpla lo que pedimos en la oración de la postcomunión: “los sacramentos que hemos recibido en la celebración de san Josemaría, fortalezcan en nosotros el espíritu de hijos adoptivos para que, fielmente unidos a tu voluntad, recorramos con alegría el camino de la santidad”.

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