El misterio de la Navidad, con la explosión
de alegría y de paz que le caracteriza, tiene un aspecto que es poco mencionado:
el dolor que porta desde el primer momento.
Jesucristo se encarna en unas coordenadas históricas
concretas, y esa realidad histórica también incluía que, como fruto amargo del pecado
original, el ser humano experimentara el dolor y el sufrimiento sin mayor sentido
que el de la necesaria, pero insuficiente, reparación a Dios por los pecados de
todos los tiempos.
Sin embargo, Jesús, el Salvador —ese es el
significado de su nombre—, vino precisamente para liberarnos de esas cadenas del
pecado, para justificar nuestras culpas y para asociarnos a su redención. Por eso
vemos que toda su existencia, también la infancia y la vida oculta, está marcada
con la señal de la Cruz, a la que están siempre unidos los que le están cercanos.
Ya en los prolegómenos de su venida, cuando
el Ángel Gabriel le anuncia a Zacarías la concepción de su hijo, que será el precursor
del Mesías, la falta de fe del anciano sacerdote le ocasiona quedarse mudo hasta
el nacimiento de su hijo.
Para María de Nazaret tampoco fue sencilla,
ni exenta de contradicciones, la decisión de permanecer virgen al ver que Dios la
llamaba por ese camino, pues quedaba expuesta a las burlas de sus coterráneas por
no ser capaz de engendrar al Mesías.
Al recibir el mensaje del Ángel en la Anunciación,
experimentó otro dolor: la posibilidad de perder el apoyo de José. Ese silencio
prudente, de guardar para sí el misterio de la Encarnación del Verbo en su vientre,
nos habla de otra dimensión del espíritu de penitencia: la mortificación
interior, la lucha por controlar la imaginación, la memoria, la curiosidad:
«Si la imaginación bulle alrededor de ti
mismo, crea situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de ordinario, no
encajan con tu camino, te distraen tontamente, te enfrían, y te apartan de la
presencia de Dios. —Vanidad.
Si la imaginación revuelve sobre los
demás, fácilmente caes en el defecto de juzgar —cuando no tienes esa misión—, e
interpretas de modo rastrero y poco objetivo su comportamiento. —Juicios temerarios.
Si la imaginación revolotea sobre tus
propios talentos y modos de decir, o sobre el clima de admiración que
despiertas en los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a dar
pábulo a la soberbia.
Generalmente, soltar la imaginación supone
una pérdida de tiempo, pero, además, cuando no se la domina, abre paso a un
filón de tentaciones voluntarias.
—¡No abandones ningún día la
mortificación interior!» (S, n. 135).
Inmediatamente después de la Anunciación,
María subió a visitar a la prima Isabel, con un viaje sacrificado, al que siguieron
las contradicciones propias del trabajo doméstico en una casa ajena, al servicio
de dos personas ancianas: la prima embarazada y el esposo mudo.
Sin embargo, la actitud de María no es de queja
por el destino que el Señor le ha marcado. Al contrario, descubre en aquellas tribulaciones
el amor de Dios, y por eso reacciona siempre con alegría, con una sonrisa que se
explaya en el canto del Magnificat: Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque
ha mirado la humildad de su esclava. Las contradicciones, bien llevadas, con
amor de Dios, deben manifestarse en el rostro alegre: «¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él
y de tenerlo» (S, n. 95).
Como esa Cruz va cayendo sobre los seres
más amados, el patriarca san José también la recibió. Entre sus famosos «dolores
y gozos», destaca el dolor de dejar a María, de apartarse —en su humildad— ante
el misterio de la concepción virginal, del cual se consideraba indigno de participar.
Después de la confirmación de su papel como padre putativo de Jesús por parte del
Ángel (le pondrás por nombre Jesús) llegó
un nuevo viaje, el ascenso a Belén para cumplir humildemente con los caprichos del
emperador extranjero, el censo.
La estrella de Belén y el coro de la legión
angelical, que acompañaron el Nacimiento de Jesús, no lograron opacar o esconder
la pobreza y humildad, el sacrificio del Verbo eterno, ya no solo al abajarse al
nivel del ser humano, sino al nacer como el más pobre de los pobres, entre los
animales. Se cumplen desde el primer momento las palabras de san Efrén el
sirio: «la divinidad se escondió bajo la humanidad para poder llegar hasta la
muerte» (Sermo de Domini Nativitate).
Uno podría pensar que la visita de los magos,
con el oro que portaban como ofrenda al verdadero Rey y Dios, sería una nota de
alegría en medio de un panorama tan oscuro. La verdad es que, cuando se tiene vida
sobrenatural, el dolor forma parte del gozo, como las sombras resaltan la luz en
una pintura o los silencios fortalecen las grandes sinfonías: la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz
(Cf. ECP, n. 43; F, n. 28). Además, en medio de las dificultades, María y
José eran conscientes de que estaban cumpliendo la voluntad del Padre, ¡qué
mejor motivo de alegría! Y tenían como bálsamo nada menos que el amor de Jesús.
Don Julián Herranz (2011, p. 157) cuenta
una anécdota que ilustra esta verdad: un día, mientras predicaba, san Josemaría
lo interrumpió de modo extraordinario, pues casi nunca lo hacía, porque había
dicho reiteradamente la palabra «tribulaciones”:
«Tribulaciones, tribulaciones…
No, hijo mío. Esa palabra no me gusta: con frecuencia sirve para disimular la
falta de Amor». No dijo más. El
futuro cardenal Herranz terminó la meditación en un tono menos sombrío, y al
salir del oratorio, san Josemaría le pidió disculpas con una sonrisa por haberle
interrumpido, y le explicó: «Es
que las almas poco generosas consideran tribulaciones lo que en realidad es una
bendición divina, porque el Señor bendice con la Cruz».
Volviendo a la Epifanía, vemos que, junto con
el oro —que serviría poco después para paliar las dificultades del traslado e instalación
en Egipto—, los magos también portaron incienso, como signo de admiración al Dios
hecho Niño, sumo sacerdote, pero además llevaron mirra, «que profetizaba su muerte y sepultura» (LH). Acerca de este presente, san Josemaría explicaba que la mirra es la mortificación, amar la
Cruz, saberse fastidiar gustosamente por Cristo, aunque cueste y porque cuesta:
«esa mortificación no consistirá
de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta
de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo
caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer
rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... Y tantos detalles más,
insignificantes en apariencia, que surgen sin que los busquemos —contrariedades,
dificultades, sinsabores—, a lo largo de cada día» (ECP, n. 37).
Es lo que vemos en la vida cotidiana de la
sagrada Familia. Como si los problemas que hemos visto hasta ahora fueran pocos,
más adelante tuvieron que partir hacia Egipto, huyendo del peligro certero de muerte
a causa de la soberbia asesina de Herodes. Parece como si, con el martirio de los
inocentes, el diablo quisiera vengarse, al intuir que la redención se estaba empezando
a actuar en el mundo. La respuesta de José es otra materialización de la cruz: la
obediencia, que es «la humildad de la
voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios» (S, n. 259).
La existencia de la Sagrada Familia fue una
vida de desplazados, de inmigrantes. Y cuando lograron estar instalados, después
de unos años viviendo en África, llegó el momento de regresar a casa, para recomenzar
de nuevo. Si sufrimos solo con imaginarlo, ¡cómo habría sido de duro el vivirlo!:
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José
en Egipto y le dijo: Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra
de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño». Se levantó,
tomó al niño y a su madre y volvió a la tierra de Israel.
Aunque cueste, da tranquilidad saber que se
cumple la voluntad de Dios. Pero andar por esa vía no quiere decir que se encuentre
libre de obstáculos. Casi podríamos decir que sucede al contrario: "Pero
al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes tuvo
miedo de ir allá. Y avisado en sueños se retiró a Galilea y se estableció en una
ciudad llamada Nazaret". En esas circunstancias, sería fácil
reaccionar de mala manera, preguntándose qué sentido tendría tanta contradicción.
Pues resulta que lo tiene, aunque a veces no nos enteremos a las primeras de
cambio. Fue lo que sucedió en este caso: "Así se cumplió lo dicho por medio
de los profetas, que se llamaría nazareno".
En Nazaret vivirían el martirio de la vida
ordinaria, materializado ya no en las grandes vicisitudes que hemos contemplado,
sino en la lucha diaria por crecer en virtudes: el ejemplo, el servicio, el trabajo,
la oración, el amor mutuo. Y por esa razón, la Sagrada Familia es el mejor modelo
para tomar la Cruz de cada día en nuestra vida ordinaria:
«no seremos santos,
si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin Cruz, sin
mortificación. Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las
cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado;
sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con
perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos
el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de
servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los
detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el
mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de
penitencia» (San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 15. Citado por Berglar,
P. [1987]. Opus Dei. Madrid: Rialp, p. 100).
En medio de ese martirio ordinario, hubo un
evento que marcó la historia de la Sagrada Familia; tanto, que la lglesia lo toma
como uno de los misterios gozosos del Rosario: la pérdida y hallazgo de Jesús en
el templo, a los doce años. ¡Cuánto habrán padecido María y José!, no echándose
mutuamente la culpa de la pérdida, sino haciéndose responsables personalmente, y
sufriendo por el dolor de los otros dos: del cónyuge y del hijo. San Juan Pablo
II, meditando sobre esta escena, dice que la Virgen no riñó a Jesús, sino que lo
observó con «mirada interrogadora».
El misterio de la Cruz sigue aleteando sobre la historia de ese hogar: «La revelación
de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella
radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta
los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, sobresaltados y angustiados,
“no comprendieron” sus palabras (Lc 2, 50)» (RVM, n. 20).
Más adelante vendría la muerte de José, el
cambio de circunstancias familiares. Una nueva dificultad para el proyecto evangelizador
que Jesús habría previsto, una nueva ocasión de crecer en gracia y sabiduría, en
identificación con la voluntad del Padre.
Y para no seguir en esta meditación hasta el
holocausto perfecto que fue el sacrificio en la Cruz —tema que consideramos con
profundidad en Semana Santa—, podemos quedarnos en el bautismo de Jesús, que es
la fiesta con la cual la Iglesia concluye el periodo navideño. Las
representaciones orientales de este misterio de la vida de Cristo dibujan a
Jesús, al descender al Jordán, como si se acostara en un ataúd. De esa manera
significan la dimensión sacrificial del bautismo.
Benedicto XVI explicaba el sentido
profundo de este pasaje de la vida de Cristo, que «se manifestará sólo al final de la vida terrena de Cristo, es
decir, en su muerte y resurrección. Haciéndose bautizar por Juan juntamente con
los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la
humanidad, como Cordero de Dios que “quita” el pecado del mundo. Obra que
consumó en la cruz, cuando recibió también su “bautismo”. En efecto, al morir
se “sumergió” en el amor del Padre y derramó el Espíritu Santo, para que los
creyentes en él pudieran renacer de aquel manantial inagotable de vida nueva y
eterna» (Ángelus, 13-01-2008).
En muchos de estos pasajes, los evangelistas
concluyen diciendo que María conservaba
todas estas cosas en su corazón. Acudamos a Ella, para terminar este rato de
meditación: «Supliquemos hoy a
Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las
llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón.
Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el
amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de
cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos
escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia» (ECP, n. 174).
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