El nacimiento de Jesucristo es, como su resurrección, una solemnidad que
la Iglesia festeja con todo boato. Una de las manifestaciones de la grandeza de
la celebración es que no se limita a un día, sino a toda la semana. Otra
muestra de la importancia es cómo concluye esa Octava: en Pascua, con el
domingo de la Divina Misericordia; en Navidad, con la solemnidad de Santa
María, Madre de Dios.
La maternidad divina de María es, según los teólogos, “el tema central de
toda la mariología”; y se debe entender en sentido propio, es decir: “en cuanto
madre de un Hijo que, desde el primer momento de su concepción, es ya Dios” (Cf.
Ponce). Los Padres de la Iglesia enseñan que esa maternidad es verdadera, virginal y divina.
Resaltando esta verdad, la Iglesia primitiva defendía la humanidad de
Jesús contra los gnósticos y sus seguidores los docetas, según los cuales Dios
no se había encarnado: o porque Jesús no era Dios, o porque no era hijo de
María. Por esa razón, el concilio de Nicea (325) proclamó que el Hijo de Dios
“por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se
hizo hombre”.
Más adelante, en el año 381, el concilio de Constantinopla agregó que
Jesús “se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María la Virgen”. Pero fue
el concilio de Éfeso (en el año 431), el que declaró solemnemente -contra
Nestorio, quien predicaba que María solo era la Madre de Cristo, pero no del
Verbo- que Jesucristo “no nació primero un hombre vulgar de la Santa Virgen y
luego descendió sobre él el Verbo”. Por ese motivo, los santos Padres llamaron
a María Madre de Dios (Theotókos).
Pío XI ordenó que se celebrara en todo el mundo a partir de 1931, el 11
de octubre. Y Pablo VI la trasladó al final de la Octava de Navidad, diciendo
que "está destinada a celebrar
la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar
la singular dignidad de que goza
la Madre Santa, por la que
merecimos recibir al Autor de la vida".
Las lecturas de la Misa nos llevan de modo paulatino para ayudarnos a descubrir
la grandeza de esta celebración. En primer lugar, consideramos “uno de los
pasajes más hermosos del Pentateuco”, según algunos exégetas: la bendición
sacerdotal del capítulo sexto de los Números (22-27). Dios le enseña a Moisés cómo
bendecir a los hijos de Israel: “El Señor
te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El
Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. Se resalta el nombre
trinitario de Dios, la luz del rostro divino, los dones espirituales, que son más
importantes que la ofrenda de bienestar material, pero -sobre todo- la
bendición del Señor: “invocarán mi nombre
sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré”.
Que este aspecto es el más importante lo recalca el hecho que, en el Salmo
66, la respuesta sea precisamente: Que
Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros. En ese
canto, el salmista pasa de la situación concreta en la que se encuentra, de su
pueblo y su historia, y pide la bendición para el mundo entero: Que Dios nos bendiga; que le teman todos los
confines de la tierra.
¡Qué claro tenían, en el Antiguo Testamento, lo que debían pedir al
Señor!: su bendición. Etimológicamente esta palabra se refiere al “decir bien”,
como también lo piden las Preces a la Virgen: “ut loquaris pro nobis bona”. Que hables bien de nosotros, que digas
cosas buenas, que nos bendigas. Si ahora mismo le pedimos al Señor el regalo de
su bendición, quiere decir que le solicitamos que nos mire bien, que hable bien
de nosotros, que tenga un buen juicio. Como Él es toda la verdad, nos vemos en
la obligación de pedirle que “no mire nuestros pecados”, que tenga misericordia
de nosotros.
Es lo que hacía el pueblo hebreo, cuando pedía a Dios que se cumplieran
las promesas. ¿Cómo les respondió el Señor? – Lo vemos reflejado en uno de
los textos más hermosos, y quizá más antiguos, de todo el nuevo testamento (ya
se ve que, para honrar a la Virgen, la liturgia no ahorra elogios y selecciona
lo mejor de ambas alianzas). En este caso, se trata de unas palabras de San
Pablo que se utilizan con mucha frecuencia para justificar las prerrogativas de
la Virgen, con una cita fácil de memorizar (Ga 4,4): envió Dios a su Hijo.
Habla el apóstol sobre la Encarnación, que venimos adorando durante toda
la Octava de Navidad. Y el Espíritu Santo inspira a Pablo para que añada unas
pocas palabras, pero que certifican, como si vinieran de un notario, el papel
de la criatura humana en el misterio de la Navidad: envió Dios a su Hijo, nacido de mujer. Es como para que resonaran
efectos musicales especiales al pronunciar esta frase: ¡nacido de mujer! Dios quiso venir al mundo de modo extraordinario
-virginal- pero, al mismo tiempo, compartiendo todas las demás
circunstancias de la vida humana corriente: nacido
de mujer.
Contemplemos la figura de esa joven doncella desde el momento en que
comenzó a ser la Madre del Verbo. Es una escena que hemos meditado muchas
veces: la vemos haciendo oración, y escuchamos el saludo del Arcángel san
Gabriel: Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús, Salvador.
María conocería muy bien el mensaje de los profetas - ¡cómo la habría
preparado el Señor en la oración! -. Por esa razón, más valor tenía su decisión
anterior de permanecer virgen, de exponerse a la humillación pública por su
aparente esterilidad y, por tanto, de no ser capaz de traer al mundo al Mesías.
Dios premia en el mismo punto en el que ha exigido. Y el ofrecimiento de
la Virgen fue cambiado por el máximo ejercicio posible de la maternidad:
¡Concebir al Hijo de Dios! El mensaje del ángel era claro: Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin.
Es posible que la Virgen se hubiera preguntado qué papel tendría José en
aquel evento, y que esa haya sido la razón para que preguntara: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? El
Arcángel Gabriel le desveló parcialmente el misterio: El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. Como
dice A. Mardegan -en quien me inspiro para estas reflexiones-, “Dios hacía
nuevas todas las cosas”.
La respuesta fue inmediata, como de quien lo tiene bien pensado y lo ha
repetido muchas veces en el diálogo íntimo de la oración: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. A
partir de ese momento, comenzaría a sentir dentro de sí la Presencia de ese
Dios que ahora era su Hijo. Comenzaría a experimentar, no solo la fisiología
del embarazo, sino la dignidad de estar en el centro del cielo y de la
creación. La cercanía de los ángeles, a los que habría aprendido a tratar desde
pequeña, seguramente floreció en niveles insospechados: ¡todos ellos desearían
servir a la Madre terrenal de su Dios eterno!
Muy pronto emprendería el viaje hacia Ain Karim (en aquellos mismos días, dice san Lucas), para acompañar a Isabel,
que le sorprendió con su ruptura del secreto: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Poco después del regreso, con el Niño ya crecido en su vientre, debió
reemprender el sendero, esta vez con destino a Belén, para cumplir con el censo
convocado por el emperador Augusto, como narra el Evangelio de san Lucas que
hemos considerado la noche de Navidad. Y así llegamos a la escena que la
liturgia considera en la solemnidad del primer día del año: la adoración del
Niño por parte de los pastores. Una vez más, el evangelista es austero en la
descripción, pero la riqueza del evento supera cualquier narrativa: Fueron corriendo y encontraron a María y a
José, y al niño acostado en el pesebre.
Contemplando esta escena, san Josemaría invitaba a buscar a Dios en el
fondo de nuestro corazón y a no perder nunca esa intimidad. Y agregaba conmovido
que, “si
alguna vez no sabéis cómo hablar ni qué decir, y no os atrevéis a buscar de
nuevo al Niño en el interior de vuestra alma, acudid a María, tota pulchra, maravillosa. Señora, Madre nuestra: el
Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios; enséñame a
tratar a tu Hijo!”.
La Virgen iba descubriendo a cada paso el modo divino de obrar, y cada
vez se identificaba con él: en este caso, se habrá conmovido al ver cómo los primeros
elegidos fueron los pastores, un grupo de personas que el mundo considera de
los últimos. Más adelante vendrían unos científicos paganos -los Magos-,
primicias de la redención universal… María descubría que el amor de su Hijo
alcanzaba a todas las personas y experimentaba cómo el suyo también se dilataba
cada vez más.
Luego vendría el desarrollo, la experiencia vital, de esa vocación
materna desplegada en el tiempo: la lactancia, el puerperio, la peregrinación a
Jerusalén para la Presentación de Jesús en el Templo (con el inesperado
discurso de Simeón y las alabanzas de Ana), la huida a Egipto…
Después vino el regreso a casa y, con él, retomar la vida oculta de trabajo
cotidiano al lado de José hasta su fallecimiento, cuando Jesús pasó a
santificar el oficio de cabeza de familia.
Más adelante, la Virgen recibiría la noticia de que su Hijo debía partir
para comenzar su vida pública, para “anunciar a los cautivos la redención, el
perdón de los pecados”. Inmediatamente le habrá manifestado su disponibilidad
para hacer lo que Él quisiera. Se ve que, quizá para evitarle sufrimientos
prematuros, Jesús le dijo que se pasara de vez en cuando a su encuentro, que ya
llegaría el momento de asumir la carga maternal completa.
De esa vida itinerante de su Hijo nos han llegado pocas alusiones a su
Madre. Hay dos, que son muy similares: una vez, cuando “una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo:
«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron»”. Y en
otro momento, en el que le anunciaron a Jesús que su Madre y demás parientes (sus
“hermanos”) estaban cerca de allí y querían verlo. En ambas ocasiones la respuesta fue prácticamente
la misma: «¿Quién es mi madre y quiénes
son mis hermanos?». Y, extendiendo su
mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que
haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana
y mi madre». A la mujer del pueblo le aclaró: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen».
No rechazó Jesús los elogios a su Madre, más bien esclareció que la razón
de la dignidad de María no se limitaba a la excelencia de su vocación, del amor
de Dios por su criatura, y que la intimidad que ella alcanzó con el Señor no
fue simplemente biológica, sino espiritual: su identificación con la voluntad
del Padre. Como dice san Josemaría: “Era el elogio de su Madre, de su fiat, del hágase sincero, entregado, cumplido
hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas,
sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada” (ECP,
n.172).
Una de las pocas veces que la vemos en esa vida pública es al comienzo,
en el primer milagro, “capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus
sentimientos escondidos y presentir sus decisiones” (RVM, n. 10). Y actúa
dirigiéndose a los sirvientes de las bodas de Caná (ahora a nosotros): «Haced lo que él os diga». Esa fue la
norma de su conducta, responder a Dios siempre de forma afirmativa, “hágase en mí según tu palabra”.
Así fue su vida cotidiana hasta la Cruz, donde su vocación maternal, que
había ido creciendo día tras día, para hacerla capaz de acoger como hijos a los
apóstoles, a los discípulos, a todos los seguidores de su Hijo, recibió la
misión de engendrar espiritualmente, como hijos de su alma, a todos los hermanos
de su Hijo que vendrían a lo largo de la historia. Es lo que Juan relata con su
peculiar estilo literario, en el que acostumbra representar conjuntos de personas
en individuos particulares: Ahí tienes a tu Hijo.
Después de la Asunción al cielo en cuerpo y alma, nuestra Madre - ¡qué
gusto da emplear estas palabras! - continúa ejerciendo esa maternidad que su
Hijo le encargó. Y cuida de cada uno de nosotros como lo hizo con Juan, con los
otros Diez apóstoles, con los primeros cristianos. Ella nos ve luchando, en
medio de tentaciones, y no deja de cuidar de cada uno de nosotros. Intercede
ante su Hijo, ante su Esposo, ante su Padre para alcanzarnos la gracia que nos
ayuda a ser fieles. Por eso podemos concluir con aquella consideración de san
Josemaría, que nos llena de esperanza de cara al año que comienza: Antes,
solo, no podías... –Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil! (C,
n. 513).
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