En la noche de Navidad, la liturgia invita a contemplar el capítulo
segundo del evangelio de san Lucas: en la noche la primera mitad, y el resto en
la Misa de la aurora. El esquema que sigue el evangelista comienza narrando la
convocatoria del censo, al que debían desplazarse san José y la Virgen, por ser
descendientes de David: Sucedió en
aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se
empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino
gobernador de Siria.
La Providencia divina se sirvió de la autoridad imperial para que se
cumplieran las profecías. Y puso a la Sagrada Familia en el ambiente redentor
del sufrimiento: ¡cuánto padecería José, al no poder ofrecerle a su Esposa los
medios adecuados para un alumbramiento digno! ¡Y cuánto sufriría la Virgen, con
nueve meses de embarazo, un camino de varios días a lomo de mula! En su oración
le ofrecerían a Dios las incomodidades, físicas y morales, del desplazamiento
-también la humillación que suponía para todo judío el someterse al capricho de
un soberano extranjero- y se unirían al sentido salvador de la misión de su
Hijo: Y todos iban a empadronarse, cada
cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió
desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama
Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta.
La segunda escena que narra san Lucas es la más importante de todas,
aunque lo hace de modo bastante austero: Y
sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a
luz a su hijo primogénito. A pesar de la escasez de palabras, la riqueza
del evento es de tal categoría que a él volvemos los cristianos de todos los
tiempos, generación tras generación, y siempre encontramos un tesoro inagotable
de riquezas. Podemos aprovechar este momento de nuestra oración para hacer
memoria de las navidades que hemos vivido: cuando niños, en el ambiente
familiar cercano; más adelante, quizá lejos de la tierra natal; las más
recientes, con personas nuevas añadidas al núcleo familiar, con un cariño cada
vez más grande.
Hoy le preguntamos al Señor qué quiere decirnos para las circunstancias
concretas que estamos viviendo. ¿Qué esperas de nosotros, Dios niño, mientras
nos contemplas desde el pesebre? Miremos despacio el portal, detengamos la
mirada en cada personaje, y nos faltarán los días para aprender lecciones de
esa cátedra que es la choza que contiene al Verbo encarnado: Lo envolvió en pañales y lo recostó en un
pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. Los pañales hablan
del amor de María; el pesebre, de la humildad que caracterizó la vida de Jesús,
virtud que puede ser hoy el tema central de nuestra meditación sobre el
misterio de Belén.
Humildad que parece oponerse, a primera vista, con la siguiente escena
del relato de san Lucas: En aquella misma
región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por
turno su rebaño. Es bonito pensar que los primeros testigos del mayor
acontecimiento de la historia, aparte de María y de José, no son aristócratas
ni funcionarios reales, tampoco los famosos del mundo, sino unos pobres
pastores, que trabajaban por la noche.
Y precisamente en medio de su labor abnegada reciben una visita
celestial: De repente un ángel del Señor
se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad. Imaginemos
la grandeza de la revelación: un ángel, la luz divina que envolvía todo el
ambiente. Tanto, que se llenaron de gran
temor. Muchas veces aparece en la Escritura esa reacción ante las
manifestaciones de parte de Dios. Hasta la misma Virgen se turbó grandemente. Siempre tiene que aparecer la tranquilidad
divina, el “no temas”, como en el caso de los pastores: El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de
gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor».
Esta es la mejor noticia de todos los tiempos, el Evangelio de la
alegría. Por esa razón el mundo entero celebra esta solemnidad con mayor o menor
conciencia, pero siempre con la idea de que, en medio de las dificultades del
mundo, hay un Dios que garantiza la victoria final del bien. «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El papa Francisco se
detenía a contemplar esa señal para la humanidad de siempre: la simplicidad
frágil, la mansedumbre, el tierno afecto (Cf. Homilía, 25-XII-2016).
Sin embargo, llama la atención que esa humildad sea compatible con el
mayor boato posible: De pronto, en torno
al ángel, apareció una legión del ejército celestial». No uno, ni dos, ni
tres ángeles: ¡una legión! Dicen que en el ejército romano una legión estaba
compuesta por 4000 o 5000 soldados. Imaginémonos la explosión de júbilo que
significaría el canto de miles de ángeles: apareció
una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios
en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
Esos son los dos polos casi opuestos, de los que hablábamos antes: de
una parte, la humildad del Niño, recostado en un pesebre y, por otro lado, la
grandeza de un cortejo celestial. ¿Cómo se relacionan?, ¿cuál es el enlace
entre la humildad del pesebre y la paz que anuncian los ángeles en su canto? Podemos
servirnos, para nuestro diálogo con el Señor, de la homilía que pronunció san
Josemaría un día como este. El título nos da una pista clara sobre el
significado de esta solemnidad: “El triunfo de Cristo en la humildad”.
Jesús nos invita a acompañarlo en su misión redentora, a unirnos en su
sacrificio por la humanidad. ¿Y cuál es el camino? - la humildad: "la eficacia redentora de nuestras vidas solo
puede actuarse con la humildad" (18 b). Contemplemos al Niño,
doctor y maestro, y pidámosle que nos enseñe el camino de la humildad. San
Agustín enseña que "la morada de la
caridad es la humildad"; y en otro lugar escribe: "¿Quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa
primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que hay
que levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el
cimiento (...). El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige
después de la humillación". Al mencionar esta enseñanza, santo Tomás
dice que la humildad es fundamento "negativo" del edificio
sobrenatural, porque quita los obstáculos que se oponen a la acción de la
gracia. En esta línea escribe san Josemaría: “[Dios] desea nuestra humildad,
que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le
pongamos obstáculos, para que –hablando al modo humano– quepa más gracia suya
en nuestro pobre corazón”. (Cf. Burkhart
y López).
Enseñanzas muy importantes para nuestra vida espiritual, contaminada
por las consecuencias del pecado original, la principal de las cuales es la
soberbia: "Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse
conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que
carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio
conocimiento, que conduce a la soberbia" (18 c). Por eso Jesús dirá más
adelante: “Aprended de mí”, mansedumbre, servicio, pisotear la soberbia. En
nuestro caso, el cansancio, la generosidad en la vida familiar, la acogida
sonriente de las contradicciones, de la enfermedad y el dolor: "no hay
mayor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los
demás" (19 d).
La clave para unir esa humildad con el mensaje que anuncian los ángeles
podemos encontrarla si entendemos que la humildad de corazón significa compromiso
con la verdad, conocimiento y aceptación de uno mismo: "su consecuencia es
la paz" (Cf. Aranda). O sea que esta es la razón por la cual la humildad
de Jesús no se opone a la magnanimidad del canto angelical: la humildad abre el
camino para llegar a la paz.
De esta manera, encontramos el significado del canto del "Gloria a
Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor". La
paz que da el imitar la humildad de Jesús, el olvido de sí, el desprendimiento
de la aprobación ajena.
Ese es el camino que recorrieron María y José. Ambos fueron humildes,
serviciales, entregados, generosos, olvidados de sí mismos. Pidámosles, al
acercarnos al fuego de su amor familiar, que nos alcancen la gracia que el Niño
nos trae, los dos regalos que hemos meditado hoy: su ejemplo de humildad y el
fruto de su paz.
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