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Las vírgenes prudentes

El quinto y último discurso de Jesús, que recoge el Evangelio de san Mateo, se caracteriza por su tono escatológico y por ser un llamado que el Señor hace, a través de parábolas, para que sus discípulos cuiden la vigilancia. Una de ellas es el pasaje de las vírgenes necias (Mt 25,1-13): Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. En la tradición oriental, las bodas incluían la espera del Esposo, que hacía la novia acompañada de sus mejores amigas y de sus parientes. Cuando él llegaba, la trasladaba al nuevo hogar, terminada la fiesta de bodas.
El Señor cuenta una parábola en la que aparecen dos tipos de acompañantes: Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. En el relato alaba la prudencia de las cinco primeras, por su previsión. Podemos aprovechar esta meditación para hablar con el Señor de esta virtud fundamental, cardinal (del latín cardo: quicio, gozne), que —junto con la justicia, la fortaleza y la templanza—, «agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa» (Iglesia Católica, 1993, n.379).
El Catecismo define esta virtud como la que «dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida» (n.380). La prudencia es una virtud intelectual, porque perfecciona a la inteligencia. Pero, específicamente, es una virtud de la razón práctica, o sea que dirige la acción según la verdad conocida.
Como perfecciona la inteligencia en el conocimiento de la dimensión ética de los actos humanos, es decir, en orden a su último fin, también se considera que es una virtud moral. Por eso es llamada «recto conocimiento de lo que se debe obrar», recta ratio agibilium (García de Haro, 1992, p.619).
Por lo tanto, es madre y guía de todas las demás virtudes, en cuanto enseña el camino hacia el último fin y agudiza la mente para obrar según la voluntad de Dios: no seáis imprudentes, daos cuenta de lo que el Señor quiere (Ef 5,17).
En la conducta de las vírgenes vemos ejemplificada este hábito: Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. Señor: te pedimos que nos concedas crecer en esta virtud, gracias a la cual «aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar» (Catecismo, n.1806).
Ayúdanos, Señor, a ser personas maduras, a desarrollar —como un hábito profundo de nuestra vida— la virtud de la prudencia. Que se nos pueda aplicar, como a las vírgenes de la parábola, el elogio del libro de los Proverbios: Dichoso el que encuentra sabiduría, el hombre que logra la prudencia (Prov 3,13).
La virtud de la prudencia nos ayuda a darnos cuenta de que el fin más importante no es el inmediato, sino el último: la salvación, la santidad. San Juan Pablo II recordaba que «prudente no es —como algunos piensan— el que sabe arreglárselas en la vida y sacarle el máximo provecho, sino quien acierta a edificar su vida entera según la voz de la recta conciencia y las exigencias de una moral justa. La prudencia es la clave para realizar la tarea fundamental que Dios nos dio: perfeccionarnos a nosotros mismos» (Audiencia, 25-X-1978).
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!». Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Llega el momento de recoger lo que se ha sembrado: alegría, por parte de las prudentes; frustración, por parte de las necias.
La actitud prudente se puede resumir en tres actos, siguiendo a García de Haro: ponderación, docilidad, ejecución. En primer lugar, la prudencia exige ponderación: pensar antes de actuar, considerar las circunstancias adversas y las favorables, los posibles efectos secundarios, los medios con los que se cuenta, la experiencia ajena. En este punto es parte importante de la prudencia la previsión: descubrir y preparar medios para lo que se pretende. Precaución: prever, proveer, salir al paso de los obstáculos.
La ponderación incluye el estudio y la formación de la conciencia. Por eso es tan importante dedicar unos minutos diarios a la lectura espiritual, a conocer los principales dilemas éticos de la profesión que desempeñamos, a los principios morales que iluminan los temas de actualidad, etc. Volviendo a la parábola, podemos considerar que ese puede ser el aceite para encender la lámpara cuando sea necesario.
Forma parte de la ponderación prudente la petición de consejo. La persona prudente pregunta a otras con experiencia, especialmente a aquellas que tienen gracia de estado para aconsejar: los padres y directores espirituales. Desde luego, al pedir consejo hay que presentar la situación con sus pros y sus contras, las posibilidades y una posible decisión, con la apertura a cambiar de opinión si se reciben luces para hacerlo: no se trata de descargar el peso de una opción en los demás. Por la misma razón, el prudente asume con responsabilidad las consecuencias de sus actuaciones una vez haya escuchado el consejo.
De este modo hemos entrado en el segundo acto de la prudencia: la docilidad para seguir los criterios virtuosos que aprendemos en el estudio y en la actualización ante nuevos aspectos morales relacionados con el avance científico. También incluye disposición para preguntar, leer, conversar con sabios, seguir los consejos de la dirección espiritual y la confesión. Y, ante todo, docilidad a las inspiraciones que el Señor transmite en la oración.
Por último, la prudencia exige también ejecución, el imperium latino, para llevar a cabo lo decidido con la oportuna prontitud. San Josemaría lo resumía diciendo que la prudencia no es cobardía, inercia, ni inactividad. Esa falsa prudencia es pura pereza, pasividad: «La prudencia no se deja llevar de un cómodo abstencionismo (...), asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar» (Instrucción, 31-V-1936, 43; citada por Burkhart y López, 2011, p.426). «Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en otras ocasiones será gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el bien de los demás» (AD, 86).
Se trata de dar cada uno de esos pasos con el detenimiento que sea necesario: ni lento ni rápido, sino al paso de Dios… Recuerdo haber leído un estudio en The Economist: cuya conclusión era que los países destacados en educación son los que intervienen pronto y siempre, cualquiera que sea la manera en que se descubren los males (20-X-2007). El imperio de la prudencia hay que ponerlo por obra sobre todo en el apostolado, que debe caracterizarse por una fuerte audacia, apoyada en la fe: «no seáis almas de vía estrecha, hombres o mujeres menores de edad, cortos de vista, incapaces de abarcar nuestro horizonte sobrenatural cristiano de hijos de Dios. ¡Dios y audacia!» (S, 96).
Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas». Pero las prudentes contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Es un pasaje de la parábola difícil de entender. Uno supondría que es falta de caridad, pero, en realidad, es fortaleza; otro aspecto de la prudencia: no se pueden quedar todas a oscuras.
Y sucede lo que se espera de un comportamiento imprudente: Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: «Señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Mencionamos desde el comienzo la enseñanza de Jesús: la necesidad de la vigilancia.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora. Hemos de estar preparados, porque nadie sabe el día ni la hora en que el Esposo, Jesucristo, vendrá a consolidar su alianza con la Iglesia. Hemos de tener aceite en la alcuza: buenas obras, oración, fe, esperanza, caridad. Como dice san Agustín, «Vela con el corazón, con la fe, con la esperanza, con la caridad, con las obras (...); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al esposo por el Amor, para que él te introduzca en la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá» (Sermones, 93,17).

Podemos terminar con las palabras con las que san Josemaría concluye su homilía sobre las virtudes cardinales: «Acudamos a Santa María, la Virgen prudente y fiel, y a san José, su esposo, modelo acabado de hombre justo. Ellos, que vivieron en la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, las virtudes que hemos contemplado, nos alcanzarán la gracia de que arraiguen firmemente en nuestra alma, para que nos decidamos a conducirnos en todo momento como discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de caridad» (AD, 174).

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