La Santa Misa en
la Cena del Señor comienza con la antífona de entrada (Ga 6,14): Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de
nuestro señor Jesucristo. Con esa cita nos ponemos en la órbita en la que
hemos de girar durante los días Santos, ya que conmemoramos los máximos
misterios de nuestra redención. La
liturgia añade al texto sagrado que «en Él —en
Cristo—está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección». Celebramos que la misericordia divina «nos ha
salvado y nos ha liberado».
Por eso se
entona el Gloria con todo boato, después de cuarenta días sin hacerlo, para
alabar, bendecir, glorificar y agradecer a la Trinidad Beatísima con el mismo
canto de júbilo que los Ángeles entonaron la noche del nacimiento de Jesús.
Esas campanas, que tañeron festivas, callarán hasta la vigilia Pascual.
En la oración
colecta nos dirigimos al Señor diciéndole que nos congregamos «para celebrar esta sacratísima Cena, en la cual tu Unigénito, cuando
iba a entregarse a la muerte, encomendó a la Iglesia el sacrificio nuevo y
eterno»…
Nos detenemos a considerar esa entrega, ese encargo que Jesucristo hizo a la Iglesia de renovar
su propio sacrificio. Y es la primera idea que consideramos en esta
celebración: la institución del orden sacerdotal, sacramento que Jesucristo
estableció fundamentalmente para renovar el sacrificio del Calvario, para
dispensar el Sacramento del amor, desde la mesa de la Palabra y la mesa de la
Eucaristía. Como dice San Juan Crisóstomo: «no es
el hombre quien convierte las cosas ofrecidas en el cuerpo y la sangre de
Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado. El sacerdote,
figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud y la gracia son
de Dios».
Haced esto en conmemoración mía… Al instituir el sacramento del Orden, Jesús nos invitó a imitarle.
Y esa emulación no es un proyecto dirigido sólo a los ministros ordenados: «la vocación cristiana nos exige a todos —a los
seglares también— practicar cuantas virtudes han de vivir los buenos sacerdotes» (San Josemaría,
Carta 2-II-1945, n.10. Citado por Echevarría, 2009). Todos
los cristianos, por el hecho de recibir el bautismo, somos injertados en el sacrificio
de Cristo, participamos del sacerdocio común de los fieles de acuerdo con la
expresión de San Pedro (1 P 2,9): Vosotros
sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo
adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las
tinieblas a su luz maravillosa.
En esa misma
línea, concluye el Fundador del Opus Dei que, «con esa
alma sacerdotal que pido al Señor para todos vosotros debéis procurar que, en
medio de las ocupaciones ordinarias, vuestra vida entera se convierta en una
continua alabanza a Dios: oración y reparación constantes, petición y sacrificio
por todos los hombres. Y todo esto, en
íntima y asidua unión con Cristo Jesús, en el santo sacrificio del altar» (San Josemaría,
Carta 28-III-1955, n.4. Citado por Echevarría, 2009).
La oración
colecta hace énfasis en la razón del ser del sacerdocio ministerial: «Tu Unigénito, cuando iba a entregarse a la muerte, encomendó a la Iglesia
el sacrificio nuevo y el terreno y el banquete de su amor»…
El Sacramento
del orden, que es «participación en la misión salvífica de Cristo» (AIG, 35) y por el cual «el hombre se convierte en
instrumento de la gracia salvadora» (AIG, 39), es una manifestación
maravillosa de la Misericordia divina. Y no sólo con la persona llamada (se
trata de una dignidad «que en la tierra nada supera» [AIG, 70)), sino con la Iglesia y con la humanidad entera.
Pidamos al Señor
vocaciones para el sacerdocio, para la vida consagrada, y para el celibato
apostólico en medio del mundo, sirviéndonos de la intercesión de San José, patrono
de las vocaciones. Pidamos que reviva la ilusión vocacional en las familias,
que haya muchos padres y madres orgullosos de la vocación de sus hijos y
dispuestos a entregarlos con generosidad para un posible llamado, si es la
voluntad de Dios; que los eduquen con esas disposiciones de magnificencia y
apertura a los demás y que haya muchos jóvenes en todo el mundo dispuestos a
seguir las sendas de misericordia de Jesucristo, que se entregó por nosotros y
nos dio la misión de imitarlo para llevar su gracia, sus sacramentos, su
evangelio hasta el último rincón del mundo.
Para eso está el
sacerdocio, para servir a las almas. Su dimensión teológica más profunda consiste
en la consagración a Dios y la misión hacia los demás. Y una
manifestación concreta de esa disponibilidad, es el segundo tema de la
celebración del Jueves Santo: la centralidad que en la vida del sacerdote debe
tener la celebración de la Eucaristía, que es el «banquete
de su amor».
En un estudio
reciente sobre los primeros pasos del Opus Dei, cuentan algunos testigos que
san Josemaría pasaba «horas largas cerca del Sagrario, en conversación con el
Señor. Solía estar en la iglesia en momentos en que solía estar vacía». Y uno
de los estudiantes que tenían dirección espiritual con él concluye que, «sin
predicaciones, sin homilías, nada más que en la manera de decir la Misa, la
emoción con que realizaba el Sacrificio, era tan poderosa que se transmitía a
los que estábamos cerca de él». Pidámosle hoy que nos contagie ese amor al
sacramento del altar, que es «signo de unidad y vínculo de
caridad»
(González, 2016).
Y de ese modo
llegamos a la tercera idea de la celebración del Jueves Santo, que es
precisamente el amor fraterno. En el Evangelio del Jueves Santo se considera que,
antes de celebrar la Pascua, Jesús lavó los pies a sus discípulos (Jn 13,1-15).
El Señor presta un servicio que era propio de esclavos. Como dice San Pablo, se
despojó de su rango (Flp 2,7). El Papa Benedicto decía que Jesús se arrodilla
ante nosotros, lava nuestros pies sucios y nos purifica como en el Apocalipsis
(7,14). El amor servicial de Jesús nos saca de nuestra soberbia y nos hace
capaces de Dios, nos hace puros, nos dispone a ser misericordiosos como Él (Cf.
Benedicto XVI, 2011).
Explicando ese
pasaje, mons. Echevarría dice que este lavar los pies los unos a los otros a que
nos invita el Señor «lleva
consigo tantas cosas concretas, porque ese limpiar de que se habla, nace del
cariño; y el amor descubre mil formas de servir y de entregarse a quien se ama.
En cristiano, lavar los pies significa, sin duda, rezar unos por otros, dar una
mano con elegancia y discreción, facilitar el trabajo, adelantarse a las
necesidades de los demás, ayudarse unos a otros a comportarse mejor, corregirse
con cariño, tratarse con paciencia afectuosa y sencilla que no causa
humillaciones; alentarse a venerar al Señor en el Sacramento, emularse
mutuamente en ese ir a Jesús con las manos cargadas de atenciones de cariño a
Él y a nuestros hermanos. Lavar los pies implica colmar la propia vida de obras
de servicio sacrificado y gustoso, de mediación apostólica cumplida con alma
sacerdotal» (2005).
Acudamos a la
Virgen Santísima, que estaría en el cenáculo preparando la celebración de la
Pascua unida a la entrega de su Hijo. Pidámosle a Ella que nos ayude a
profundizar en el significado de estos tres aspectos de la celebración del Jueves
Santo: el sacerdocio, la Eucaristía y la caridad. Y que interceda ante el Padre
para que nos conceda lo que le pedíamos al final de la oración colecta: «que por la celebración de tan sagrado misterio obtengamos la
plenitud del amor y de la vida».
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