Veíamos en la
anterior meditación que Jesús manifestaba su misericordia enseñándonos a rezar al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Sin embargo, La perícopa evangélica del
Adviento complementa la invitación a rezar con el llamado «discurso
apostólico», que Jesús pronunció inmediatamente después de que llamó a sus doce discípulos y les dio
autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda
dolencia.
Con la llamada,
Jesús les asigna una misión: Id a las
ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los
cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios.
Gratis habéis recibido, dad gratis. Podemos notar un paralelismo con los
tres verbos que resumían la misión de Cristo al comienzo de su apostolado:
acompañar, enseñar y curar –en sus diversas manifestaciones: curaciones
espirituales y materiales-.
El motivo por el
cual consideramos este pasaje en pleno Adviento es para que veamos que los
apóstoles no son unos simples asalariados, sino que son continuadores de la
misión de Cristo. Deberán ser otros Cristos, pues los oiga a ellos escuchará a
Cristo mismo.
Sabemos que los
discípulos no eran dignos de esa llamada, y que muchos no fueron fieles en el
momento en que Jesús más los necesitaba. Solo perseveró al pie de la Cruz el
más pequeño, el que menos motivos tenía para confiar en sí mismo. ¿Cómo logró
esa gesta de fidelidad? El secreto está en que era el discípulo que más amaba a
María, por lo que mereció ser escogido por Jesús mismo para que nos
representara al entregárnosla como Madre: hijo,
ahí tienes a tu Madre; mujer, ahí tienes a tu hijo. María asumió la misión
de ser la madre de los discípulos, la madre de la Iglesia, y por eso también la
reconocemos como la reina de los apóstoles.
Rogad pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies, dijo Jesús al comienzo del pasaje. E inmediatamente
después nombró a los doce Apóstoles. ¡Eficacia de la oración! Tenemos que
pedir, como el Señor nos enseñó, pero debemos hacerlo con las disposiciones con
las que rezaban aquellos doce jóvenes: le pedían a Dios que enviara operarios,
pero al mismo tiempo le hacían saber que podía contar con ellos, si hiciera
falta, a pesar de sus miserias.
Comentando este pasaje, san Juan Pablo II hacía notar
que “es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y
capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias,
suscitando una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los
cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a
la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las
propias fuerzas para la causa del Reino” (NMI, n.46).
Ojalá pudiéramos contar nosotros lo que relata el
profeta Isaías (6,8): Entonces escuché la
voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?».
Contesté: «Aquí estoy, mándame». Ojalá que nosotros, obedeciendo al mandato
divino, pidamos al Padre que envíe obreros a su mies… pero no pensando en
otros, en los de al lado, sino en nuestra propia entrega. Atrevámonos a decirle
al Señor: envíame a mí…, «Aquí estoy, mándame».
Durante esta semana
contemplamos el ejemplo de María, joven adolescente de Nazaret, que en su
diálogo con el Señor estuvo siempre dispuesta a cumplir la voluntad del Padre.
Es el mejor resumen de su vida, hecho por Jesús mismo, que fue su mejor
biógrafo. Cuando en el éxtasis de la popularidad del Señor una mujer gritó con
sencillez: «Bienaventurado el vientre que
te llevó y los pechos que te criaron», él corrigió la alabanza, para aclarar
que lo importante en María no había sido su maternidad biológica, funcional,
sino su identificación con lo que Dios quiso de Ella durante toda su vida: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la
palabra de Dios y la cumplen». Son dos pasos distintos, en la vida
interior: Escuchar la palabra, primero. Cumplirla, después. Y en ambos casos,
María es paradigmática.
Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios. ¡Qué difícil
es recogerse en este tiempo nuestro, cuando llevamos en el bolsillo la conexión
con el mundo entero, lo que nos puede llevar hasta el punto de perder el
silencio interior, la capacidad de contemplación, de escuchar! A veces decimos
que Dios no nos habla, pero quizá es que no sacamos ese tiempo para oírlo, para
hablar con Él, para pedirle, para ver su voluntad, como veíamos antes el
consejo de Jesús: rogad, pues, al dueño
de la mies…
Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. En
esa escuela mariana, san Josemaría aprendió a secundar la enseñanza de Jesús.
Él también buscaba oír y ver lo que el Señor quería, y por eso repetía las palabras
del ciego de Jericó: ¡Señor, que vea! Domine,
ut videam! Junto con esa jaculatoria, aportaba la actitud del profeta y de
María: ¡Señora, que eso que tu Hijo quiere, sea! Domina, ut sit! Para lo cual complementaba esas jaculatorias con la
disposición a cumplir, siempre y en todo, la voluntad de Dios: ¡Aquí estoy, Señor, porque me has llamado!
Esa disposición
generosa es compatible con el miedo ante el reto que supone semejante
compromiso. No es mala cosa experimentar ese temor. Es más: es muy buena señal,
porque quiere decir que nos enteramos, que nos hacemos cargo de lo que el Señor
nos está insinuando… es un síntoma positivo de que probablemente el cuento sí
es con nosotros. El papa Francisco cuenta que a él también le sucedió algo
similar. Y no solo en la juventud, sino después de muchos años de entrega, en
concreto, en el día del cónclave. Cuando fue elegido papa, Francisco
«experimentó una gran turbación de espíritu. “Una gran ansiedad se apoderó de
mí en ese momento”, recordaría más tarde (...). El miedo a la misión ―dijo en
una ocasión a un grupo de retiro― puede ser “señal de buen espíritu”: “Cuando
somos elegidos sentimos que el peso es grande, sentimos miedo (en algunos casos
llega al pánico): es el comienzo de la Cruz. Y, sin embargo, conjuntamente,
sentimos esa honda atracción del Señor que ―por su mismo llamamiento― nos
seduce con un fuego abrasador para que le sigamos”» (Ivereigh, El Gran
Reformador, p. 484).
Quizá ese fuego del
amor de Dios fue el que hizo turbar a María ante la Anunciación del Ángel
Gabriel. Y esa seducción del Espíritu Santo ―el 8 de diciembre celebramos
precisamente esa plenitud de gracia con que la colmó desde el primer momento,
en la concepción― la impulsó a ser generosa.
La Virgen transmitía
ese amor de Dios por donde se encontraba: en el taller de José, en casa de su
prima Isabel, en el pesebre de Belén, en el templo de Jerusalén, y durante el
destierro de Egipto. También llevaría ese aire de familia a las bodas de Caná y
animaría a los discípulos para que fueran generosos y siguieran a Jesús: haced lo que Él os diga, les animaría,
como a los sirvientes de aquel banquete.
Ahora nos anima a ti
y a mí para que sigamos los pasos de su Hijo, para que roguemos al dueño de la
mies pidiéndole que envíe operarios a su mies. Pidamos mucho al Señor que envíe
vocaciones de almas plenamente entregadas, que lleven su mensaje de amor hasta
el último rincón del mundo. Pero digámosle, como el profeta: si quieres, envíame a mí…, «Aquí estoy, mándame». O como san Josemaría, pidámosle “que vea y que sea”.
No tengamos miedo a
seguir a Jesucristo, a escuchar su palabra y a cumplirla, a abrir el corazón de
par en par al amor de su llamada. No estamos solos, contamos con María. Ella
nos alcanzará la gracia necesaria para que nuestra respuesta sea como la suya: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra.
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