La liturgia que celebra la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de
María nos ayuda a considerar varios aspectos de la piedad filial mariana. En
concreto, podemos meditar sobre tres jaculatorias dirigidas a la Virgen: Causa de nuestra alegría, Virgen purísima y
Madre de misericordia.
Causa de nuestra alegría, en primer lugar. La antífona de entrada
nos pone desde el comienzo en un ambiente de júbilo: Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha
puesto un traje de salvación, y me ha envuelto con un manto de justicia, como
novia que se adorna con sus joyas (Is 61,10). Estas palabras corresponden a
la exclamación del pueblo de Dios agradecido por haber experimentado la
misericordia y el consuelo de Dios durante el duro camino de vuelta desde el
exilio de Babilonia (Cf. Benedicto XVI. Homilía, 13-V-2010). San Juan Pablo II
dice que es como un Magníficat.
Desbordo de gozo en el
Señor, y me alegro con mi Dios. Es la primera idea
de esta festividad, una invitación a deleitarse con la alegría de la gracia, a
descubrir que el secreto de la felicidad humana está en la decisión de optar
por Dios. Por eso el Evangelio del día se recrea en el saludo del Ángel, que es
como la justificación de la solemnidad (Lc 1,28): Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (Chaîre kecharitomene,
ho Kyrios meta sou).
Estas palabras, que tradicionalmente se traducen como un simple
saludo normal («Ave», en latín; «Dios te salve», en castellano), en realidad tienen mucho trasfondo bíblico. De hecho,
aparecen cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento, y siempre en
relación con la alegría que debe causar la promesa del Mesías: el canto de
Sofonías, libro cortísimo pero trascendental con su famosa profecía: Alégrate hija de Sion, grita de gozo Israel,
regocíjate y disfruta con todo tu ser (So 3, 14); el de Joel: No temas,
tierra; goza y alégrate (Jl 2, 21); o la de Zacarías, que nos recuerda el
domingo de ramos: ¡Salta de gozo, Sión;
alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado
en un borrico, en un pollino de asna (Za 9, 9); más la promesa mesiánica en
medio de las Lamentaciones: ¡Alégrate y
salta de júbilo, hija de Edón!; también a ti llegará la copa (Lm 4, 21).
Por todas partes la Iglesia nos invita a festejar, esa es la clave
del cristianismo: gózate, alégrate, regocíjate, disfruta. Benedicto XVI
concluía un comentario sobre la Anunciación diciendo que el saludo del ángel a
María es «una invitación a la alegría, a una alegría profunda, que anuncia el
final de la tristeza que existe en el mundo ante el límite de la vida, el
sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad del mal que parece ofuscar la
luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el inicio del Evangelio, de la
Buena Nueva» (Discurso, 19-XII-2012).
Con la concepción de María comienza la plenitud de los tiempos. La
Iglesia del Nuevo Testamento arranca su andadura. Y por eso su conmemoración es
una explosión de alegría en medio del Adviento. Celebramos, en primer lugar,
que Dios haya querido preparar una «digna morada para el Hijo», como dice la
oración Colecta de la Misa. Gracias, Señor, por ese designio salvador para la
humanidad entera, y para cada uno de tus hijos. Gracias por tu Madre, que
también es Madre nuestra, gracias por su respuesta generosa, y llena de
santidad, que es modelo de nuestra correspondencia a la propia vocación. Por
eso la llamamos en el Rosario «Causa de
nuestra alegría», porque con su sí al llamado divino hizo posible que
entrara en la tierra la historia de la redención.
Quizá es san Pablo el que mejor esboza una teología de la vocación
en su carta a los efesios (1,3-6), segundo texto escogido para enriquecer la
celebración de la Virgen Inmaculada: Bendito
sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con
toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. El apóstol explica en
qué consiste esa bendición: Él nos eligió
en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e
intachables ante él por el amor. San Josemaría consideraba, con base en
estas palabras paulinas, que también nosotros —tanto como la Virgen, aunque con
misiones distintas— «somos hijos de Dios, escogidos por llamada divina desde
toda la eternidad» (ECP, 160). Y concluía que «esta elección gratuita, que
hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad
personal» (AD, 2).
Así entramos en la segunda jaculatoria que pensábamos considerar en
esta meditación. La santidad de María se remonta al primer momento de su
existencia, como pregona el Prefacio de la Misa: «Preservaste a la Virgen María
de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese
digna madre de tu Hijo. Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera
el Cordero inocente que quita el pecado del mundo». Virgen Purísima. ¡Qué gusto da
pronunciar estos piropos dirigidos a nuestra Madre! Así lo hace un himno de la Liturgia
de las Horas: «Porque es justo, porque os ama, porque vais su madre a ser, os
hizo Dios tan purísima como Dios merece y es». Se entiende, en este contexto,
la tradicional petición a la Virgen: «Ave María, Purísima, sin pecado
concebida: rogad por nosotros que recurrimos a Vos».
Al presentarnos a María como Virgen purísima, el Señor nos enseña
que Ella es el modelo de la respuesta a esa vocación que nos ha concedido desde
antes de crear el mundo, desde antes del pecado original. Por eso en la primera
lectura nos remontamos al primer relato de la expulsión del paraíso, durante la
cual Dios mismo hizo la primera promesa mesiánica, el protoevangelio, al
declarar a la serpiente: pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu
descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras
en el talón.
San Juan Pablo II reunió, en su encíclica mariana, las dos lecturas
bíblicas que enmarcan el Evangelio de la Anunciación: «María, Madre del Verbo
encarnado, está situada en el centro mismo de aquella “enemistad”, de aquella
lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma
de la salvación. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad
entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios,
de la que habla la Carta paulina. Esta elección es más fuerte que toda
experiencia del mal y del pecado, de toda aquella “enemistad” con la que ha
sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una
señal de esperanza segura» (RM, n.11).
En el triunfo de la Virgen Purísima sobre el pecado estamos
incluidos —y llamados— cada uno de nosotros. La celebración de la Inmaculada
Concepción no es solo para admirar, sino para comprometernos a imitar la
fidelidad de nuestra Madre. Por ese motivo, el prefacio de la Misa no solo
resalta la Concepción Inmaculada de María, su pulcritud original, sino que
también pondera las consecuencias para sus hijos en la Iglesia: el Señor la
preservó para que fuera no solo la digna madre de Jesús, sino también el
«comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de
limpia hermosura» (Prefacio).
Con estas palabras descubrimos que ese texto del prefacio de la Misa
es un tratado de mariología, pero también de eclesiología: no solo retrata a la
Virgen, sino que esboza una figura de lo que cada uno de nosotros debe ser. Y
así llegamos a la tercera idea: al agradecer a Dios por la Virgen como Causa de
nuestra alegría y darnos cuenta de la llamada a ser santos como la Virgen
Purísima, quizá surja la tentación del desaliento al ver nuestra indignidad, y
también nuestra incapacidad para acoger un objetivo tan elevado.
Por esa razón, la liturgia nos presenta al mismo tiempo a la Virgen
como Madre de misericordia. Ese es el
motivo por el cual podemos alegrarnos en esta fiesta a pesar de nuestras
debilidades: nosotros formamos parte de ella, somos continuadores de ese linaje
de gracia, miembros de la familia de Dios en el mundo, que es la Iglesia. Y ese
es otro motivo por el que convenía que la Virgen fuera concebida sin pecado
original: como sigue diciendo el Prefacio, se trataba de entregarnos «el
Cordero inocente que quita el pecado del mundo», pero también de que Ella sería
la «Purísima que, entre todos los hombres, es abogada de gracia, y ejemplo de
santidad».
María no es solo modelo de entrega a la vocación, sino también
abogada ante el Corazón de su Hijo cuando el nuestro se quiera rebelar. Por eso
anunció el papa Francisco en la bula Misericordiae
vultus que la solemnidad de la Inmaculada Concepción «indica el modo de
obrar de Dios desde los albores de nuestra historia. Después del pecado de Adán
y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad en soledad y a merced del mal. Por esto
pensó y quiso a María santa e inmaculada en el amor (cfr Ef 1,4), para que
fuese la Madre del Redentor del hombre. Ante la gravedad del pecado, Dios
responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande
que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que
perdona».
El santo Padre ha dicho que su insistencia en este tema no fue
invención suya, sino inspiración del Espíritu Santo. Desde el inicio de su
pontificado, ha sido un mensaje que ha calado profundamente en todas las almas,
también las de muchas personas que llevaban años y décadas sin acercarse al
sacramento de la reconciliación: «Dios no se cansa de perdonar, somos los
hombres los que nos cansamos de pedir perdón».
La Virgen no solo es la Madre de la misericordia, la abogada que
intercede por nosotros ante su Hijo, sino que también sale a nuestro encuentro,
nos busca para que vayamos a reconciliarnos con ese Padre bueno que nos espera
con los brazos abiertos. Ella nos invita a acoger la misericordia divina, a que
volvamos a la casa del Padre, como enseña la parábola del hijo pródigo: «la
misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver. Hijos míos,
mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por
debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como
el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor» (San Josemaría, Notas de
una reunión familiar, 27-III-1972, citado por Echevarría J., Carta pastoral,
5-XII-2015).
Una manera concreta de resellar ese compromiso de imitar a nuestra
Madre es proponernos rezar con mayor atención el Santo Rosario. El papa
Francisco cuenta que él aprendió a rezarlo mejor viendo cómo lo hacía san Juan
Pablo II: «Una tarde fui a rezar el Santo Rosario que dirigía el Santo Padre.
Él estaba delante de todos, de rodillas. El grupo era numeroso. Veía al Santo
Padre de espaldas y, poco a poco, fui entrando en oración. No estaba solo:
rezaba en medio del pueblo de Dios al cual yo y todos los que estábamos allá
pertenecíamos, conducidos por nuestro Pastor. En medio de la oración me
distraje mirando la figura del Papa: su piedad, su unción era un testimonio. Y
el tiempo se me desdibujó; y comencé a imaginarme al joven sacerdote al
seminarista, al poeta, al obrero, al niño de Wadowice... en la misma posición
en que estaba ahora: rezando Ave María tras Ave María. Y el testimonio me
golpeó. Sentí que ese hombre, elegido para guiar a la Iglesia, recapitulaba un
camino recorrido junto a su Madre del cielo, un camino comenzado desde su
niñez. Y caí en la cuenta de la densidad que tenían las palabras de la Madre de
Guadalupe a san Juan Diego: “No temas. ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu
Madre?” Comprendí la presencia de María en la vida del Papa. El testimonio no
se perdió en un recuerdo. Desde ese día rezo cotidianamente los 15 misterios
del Rosario» (Ivereigh, El gran reformador, p. 371).
Madre nuestra, que has sido elegida por Dios como nuestro ejemplo de
santidad: alcánzanos la gracia de una nueva mudanza en nuestra vida, para que
preparemos el pesebre de nuestro corazón desterrando el pecado y luchando por
crecer en unión con tu Hijo Jesucristo. Causa
de nuestra alegría, Virgen purísima y Madre de misericordia, ruega por
nosotros.
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