En el capítulo octavo de su evangelio, san Marcos presenta una peculiar
encuesta que hizo Jesús sobre quién decía la gente que era Él, y qué habían
comprendido los apóstoles sobre su persona y su misión. Pedro respondió con
audacia que Jesús era el Mesías y el Maestro los conminó a guardar esa verdad
como un secreto. Pero podemos preguntarnos cuál era el sentido último de ese
diálogo, y lo podemos intuir con el anuncio que el Señor hizo a continuación,
cuando comenzó a enseñarles que tendría que padecer mucho, ser rechazado y
llevado a la muerte.
Jesús mostró que la clave de su mesianismo pasaba por la Cruz, como lo
habían predicho los profetas; por ejemplo, en los cánticos del siervo del Señor
que presenta Isaías (50,5-9): Ofrecí la
espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no
escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. Pero al mismo tiempo Pedro,
representante de nuestra falta de fe, le reprendió por decir tales cosas justo
cuando acaba de confirmarles en el esplendor de su mesianismo: Pedro se lo llevó aparte y se puso a
increparlo. Jesús, a su vez, le hizo ver que estaba razonando con lógica
humana ante el modo de obrar de Dios. Quizás todavía solo entendía el papel de
Jesús en clave política, como casi todos sus contemporáneos. Por esa razón,
Jesús no dudó en corregirlo de modo llamativo: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como
Dios!».
La
reconvención puede considerarse enigmática, el famoso vade retro, que se solía traducir como apártate de mí, y que ahora se ha mejorado con la versión ponte detrás de mí, que el papa
Benedicto XVI glosaba: «No me señales tú el camino; yo tomo mi sendero y tú
debes ponerte detrás de mí. Pedro aprende así lo que significa en realidad
seguir a Jesús (…). Nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de
nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos
muestra la vía. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que
debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es
el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la
valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y
la vida» (Catequesis, 17-V-2006).
La increpación
de Jesús a Pedro se completa y explica con la siguiente invitación: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se
niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida,
la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Es como una nueva vocación, de hecho muchas personas han sentido el llamado
divino al escuchar estas palabras: «Es la ley exigente del seguimiento: hay que
saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos
valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo» (Ibídem).
La
vocación cristiana exige que la cruz sea un componente insustituible. La única
manera de seguir a Jesucristo es negándonos a nosotros mismos, a nuestros
egoísmos, a nuestra sensualidad, rechazar las tentaciones que pretenden
apartarnos del camino. Para seguir a Jesús hay que negarse, pero también tomar
positivamente la cruz, buscarla en las circunstancias ordinarias. Por eso es
tan importante que, en nuestra lucha interior, tengamos una lista de
mortificaciones, de pequeños sacrificios que son como la oración del cuerpo,
con los que vamos condimentando la jornada: desde el primer momento, podemos
ofrecer el «minuto heroico», la levantada en punto, que tanto nos ayuda a vivir
con talante de lucha. Cada uno puede hablar con el Señor, comprometerse con Él
en otros pequeños ofrecimientos a lo largo del día: bañarse con agua fría; dejar
ordenados el cuarto y el baño antes de
salir; comer con templanza, en la cantidad y en la calidad; llegar puntualmente
al trabajo, aprovechar el tiempo, evitar las distracciones en el uso del
internet y de las redes sociales, trabajar con intensidad, vivir la caridad en
el sitio de trabajo, llegar a casa sonriendo, a pesar del cansancio de la
jornada laboral, etc.
La
consideración de este pasaje nos debe confirmar en nuestra decisión de seguir a
Jesucristo en su camino a la cruz. De identificarnos con Él, como sugiere san
Pablo: Dios me libre de gloriarme si no
es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado
para mí, y yo para el mundo (Ga 6,14). Santo Tomás de Aquino es uno de los
primeros en presentar la cruz como la mejor escuela en la que podemos aprender
la ciencia de la identificación con Jesucristo en virtudes como la caridad, la
paciencia, la humildad o la obediencia: «La pasión de Cristo tiene el don de
uniformar toda nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede
rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que Cristo deseó. En la
cruz no falta el ejemplo de ninguna virtud. Si buscas la caridad, ahí tienes al
Crucificado. Si la paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz. Si la
humildad, vuelve a mirar a la cruz. Si la obediencia, sigue al que se ha hecho
obediente al Padre hasta la muerte de cruz».
Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue
a sí mismo, tome su cruz y me siga. El sentido del sufrimiento, del
dolor, del tomar la cruz cotidiana no es masoquista, sino que consiste en ir
detrás de Cristo, de acompañarlo en su tarea salvadora, de ser corredentores
con Él. No es cuestión de cumplir unos propósitos, sino de destinar la vida, de
gastarla en servicio para el Señor y para las almas. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Sin
embargo, no hemos de olvidar el planteamiento inicial del pasaje que estamos
contemplando: El Hijo del hombre tiene
que padecer mucho, (…) y resucitar a los tres días. ¡Hay esperanza! Se
trata de un plan divino, para salvarnos. La última
palabra no es de dolor y de muerte, sino de alegría y de vida: «Sólo cuando el
hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la
cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del
egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente
de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la
gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando
vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos
comunican con la gracia del Espíritu Santo» (ECP, n.137).
La alegría
tiene sus raíces en forma de cruz. Porque en el seguimiento de Cristo hasta el
sacrificio del calvario encontramos la realización de su llamado para que
seamos corredentores con Él. Es lo que consideramos en el cuarto misterio
doloroso del santo Rosario: «No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra
poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una
Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como El, encontrarás a María en el camino».
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