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Pobreza


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En el Evangelio de san Lucas, después de narrar la infancia y los preparativos del ministerio de Jesús, los comienzos de su labor apostólica se sitúan en Galilea, la tierra donde había crecido. En el capítulo cuarto, vemos al Señor en la sinagoga de Nazaret, presentando lo que podríamos llamar su programa de acción pastoral (vv.16-30). En primer lugar, enseñó que en Él se cumplían las profecías mesiánicas: Dios libraría a su pueblo y lo haría a través de su misión. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido».
Vemos de pasada las costumbres del Señor, cómo frecuentaba la sinagoga cada sábado, solo que en esta ocasión se puso en pie para hacer la lectura. Al desenrollar el sagrado pergamino, encontró un texto del profeta Isaías, en el que presentaba al Mesías lleno del Espíritu Santo. Ya desde los primeros pasajes de su narración, el evangelista muestra esa unidad inefable que hay entre las Personas divinas. Había narrado en la Encarnación que el Paráclito descendió sobre María, y en el Bautismo había descrito la teofanía junto al Jordán —el Espíritu en forma de paloma—; lo había llevado durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo (Lc 4,2); ahora, en los inicios de la predicación de Jesús, volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu (Lc 4,14).
La escena concluirá con la reacción polémica de su pueblo ante la explicación del motivo por el cual no hacía en su terruño los milagros que se contaban de otras poblaciones: todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino. Benedicto XVI concluye que «precisamente con el mensaje de gracia que Jesús trae se inaugura la perspectiva de la cruz. Lucas, que ha redactado con gran cuidado su Evangelio, ha puesto muy conscientemente esta escena como una especie de título para toda la obra de Jesús».
Esa perspectiva de la cruz muestra el camino, pero también la meta: la redención, el perdón de los pecados, la liberación de los oprimidos, la evangelización de los pobres. Este es el punto clave sobre el cual podemos hacer nuestra oración de hoy. ¿Cuáles son los destinatarios principales de su mensaje? —Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor.
Jesucristo muestra su predilección por aquellos que ocupan los últimos lugares a los ojos de los hombres. Pero no se trata solo de una situación económica o social. Según la Sagrada Escritura, los pobres, cautivos y oprimidos son aquellos que se reconocen necesitados de la misericordia divina: «Se anuncia el Evangelio a los pobres (Mt 11,5), leemos en la Escritura, precisamente como uno de los signos que dan a conocer la llegada del Reino de Dios. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo» (Conv., n.110). Por esa razón, María es la primera entre esos pobres de Israel (los “anawin”).
Pidámosle al Señor que nos ayude a meditar en su amor a esta virtud, para aprender de Él a ser pobres en el espíritu, y merecer la bienaventuranza prometida en el sermón del monte: porque de ellos es el reino de los Cielos. ¿Cómo vivió Jesús la pobreza? Podríamos preguntar a cualquiera de los asistentes a la sinagoga y nos contaría lo que transmite la Escritura: Jesucristo siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza (2Co 8,9).
¡Vaya paradoja! La pobreza enriquece… No es lo que enseña el mundo, que valora a la persona por lo que tiene en el banco. Y como nosotros nos movemos en ese ambiente, corremos el riesgo de contaminarnos con esa mentalidad, de sentirnos mal cuando escasean los medios materiales, o de poner nuestra esperanza en las capacidades económicas, en lo que poseemos. En cambio Jesús, cuando quiere manifestar su amor a alguien (por ejemplo, al joven rico), le pide que se haga pobre, que lo deje todo por Él, que se enriquezca con la pobreza cristiana.
Una pobreza que comienza con el desprendimiento de sí mismo, del amor propio, del estar siempre pendientes de nuestras cosas, de nuestros trabajos, de nuestro descanso, de nuestra salud, del prestigio que tenemos, de la opinión que los demás se van formando de nosotros: «corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia -en pocas palabras- más ardua que el abandono de los bienes materiales más codiciados» (AD, n.115).
Después del desprendimiento interior viene, como lógica consecuencia, el desapego de los bienes materiales. Nos pueden ayudar para nuestra meditación unos puntos de la Encíclica “Laudato si’” (nn. 222-227), en los que el papa Francisco explica el principio ascético del “menos es más”: se trata de una invitación a vivir la virtud de la sobriedad, que nos capacita para gozar con poco. El planteamiento ecológico va más allá de no quemar árboles o no matar ballenas. Cuando uno medita más a fondo el compromiso que conlleva el mandato divino de dominar la tierra, se da cuenta —como explica la encíclica— que es necesario volver a la simplicidad, valorar lo pequeño, «evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres».
El ambiente materialista nos hace creer que la clave de la felicidad está en el poseer y que la pobreza es sinónimo de tristeza. Por el contrario, la dinámica del Evangelio es que la pobreza enriquece, hace feliz, nos acerca más al Señor: «Si estamos cerca de Cristo y seguimos sus pisadas, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los bienes terrenos, las privaciones» (F, n. 997).
La sobriedad, la sencillez, la pobreza, la humildad, son caminos de la verdadera felicidad. Porque enseñan a contentarse con poco, a no crearse necesidades, a contentarse con lo suficiente para pasar una vida sobria y templada: «Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida» (LS, n.223).
Pidámosle al Señor que nos ayude a descubrir la riqueza de esta virtud. Y a valorar la presencia de Dios especialmente en las personas más necesitadas, en los enfermos, los ancianos, los pobres, los niños, los desempleados, los desplazados y migrantes: «precisamente entre ellos es donde más a gusto se encuentra» (S, 228). Por esa razón, la Iglesia siempre se ha caracterizado por promover, junto con el anuncio del Evangelio y el culto litúrgico, la caridad con los más necesitados (DCE, n.25). Esta triple dimensión manifiesta la naturaleza íntima de la Iglesia, y hay que sospechar de cualquier institución en que no estén las tres características (porque también si solo hay labor social se corre el riesgo de convertir a la Iglesia en una ONG).
San Josemaría enunciaba unos principios que ayudan a vivir el  desprendimiento como virtud que lleva a identificarnos con Jesucristo: «No tener nada como propio, no tener nada superfluo, no lamentarse cuando falta lo necesario; cuando se puede escoger, elegir la cosa más pobre, menos simpática; no maltratar las cosas que usamos; hacer buen uso del tiempo» (Álvaro del Portillo, Entrevista con el Fundador del Opus Dei, p. 181).
Pero además del cuidado personal de la virtud de la pobreza, también estamos llamados a promover a nuestro alrededor la justicia social, cada uno según sus capacidades. De una parte, fomentando los propios talentos, pero además tenemos la invitación a vivir las obras de misericordia, como el papa ha recordado de cara al próximo año jubilar: visitas a pobres y enfermos, catequesis a necesitados, ayudar a los que necesitan nuestra asistencia —explicar una lección, acompañar en la soledad, ayudar al cuidado de los niños, etc.—, generar empleo, pagar lo justo a los empleados, vivir las exigencias de la propia vocación cívica en cuanto a impuestos, votaciones, participación ciudadana, etc.
Pero la principal manera de fomentar esa justicia social es con la santificación del propio trabajo. No se trata de que todas las personas de buena voluntad, para serlo, deban laborar en organismos de beneficencia. Cada uno, desde su trabajo hecho cara a Dios, honradamente, con espíritu de servicio, desempeña una insustituible labor de justicia: «Dios quiere que permanezcáis en vuestro lugar. Desde ahí, podéis realizar —estáis realizando— una labor colosal en beneficio de los pobres e indigentes, de los que padecen ignorancia, soledad y dolor —en tantas ocasiones a causa de la injusticia de los hombres—, porque al buscar la santidad con todas vuestras fuerzas, santificando el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales, contribuís a informar la sociedad humana con el espíritu cristiano» (Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 9 de enero de 1993, n. 20, Citado por Schlag M, 2014, [SetD] p.372).

Decíamos al comienzo que la Virgen santísima fue la primera entre los anawin, los pobres del Señor. A Ella le pedimos que nos ayude a imitar el ejemplo de su Hijo, que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.

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