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El nacimiento de la Virgen María

Nueve meses después de celebrar la Inmaculada Concepción de María, la Iglesia conmemora su nacimiento el 8 de septiembre. Y en la liturgia de esta fiesta se repite la invitación al gozo, a la alegría, como es natural en la celebración familiar del cumpleaños de la Madre. Pero en este caso es más explicable aún, porque hablamos del nacimiento de la Madre de Dios y madre nuestra: «Por Ti, los hijos de la tierra comenzaron a serlo también del Cielo, pues ambos órdenes quedaron entre sí admirablemente reconciliados» (Himno de Laudes).


Con el nacimiento de María se aproxima la plenitud de los tiempos, la llegada de aquel momento esperado a lo largo de los siglos, para el cual Dios mismo había ido preparando a su pueblo desde Abraham, pasando por Moisés y los profetas, como Miqueas —cuyo oráculo se lee en la primera lectura de la Misa: Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz—.
Esa enigmática mujer (la que debe dar a luz) se identificaría más adelante con la profetizada en Isaías 7,14 (Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel). Ha nacido por fin como una chiquilla más de una aldea cercana a Jerusalén, no lejos de la piscina probática, fruto tardío del matrimonio de Ana y Joaquín. De genealogía privilegiada, aunque su máximo esplendor sería el que llegaría varios años más tarde, como dice otro himno de la liturgia: «Oh María, Virgen Reina, del linaje de David, más noble todavía por tu Hijo, que por tu estirpe».
Por eso se entiende la exultación de san Andrés de Creta, el famoso mariólogo citado en el Oficio de lecturas: «El nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada (…). Hoy ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor».
La Misa de la fiesta comienza con una invitación gozosa: «Celebremos con júbilo el Nacimiento de la santísima Virgen María, de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios». En la Anunciación, el Arcángel san Gabriel la saludará con la misma invitación a la alegría: Chaire, alégrate, llena de gracia. Así arranca el Nuevo Testamento y de la misma forma concluye: con los Ángeles invitando a la alegría de la resurrección. La fiesta del nacimiento de María es un anticipo del gozo que significará la llegada del Dios hecho hombre. Como explica Benedicto XVI, «conviene comprender el verdadero significado de la palabra chaire: ¡Alégrate! Con este saludo del ángel —podríamos decir— comienza en sentido propio el Nuevo Testamento (…). La alegría aparece en estos textos como el don propio del Espíritu Santo, como el verdadero don del Redentor. Así pues, en el saludo del ángel se oye el sonido de un acorde que seguirá resonando a través de todo el tiempo de la Iglesia y que, por lo que se refiere a su contenido, también se puede percibir en la palabra fundamental con la cual se designa todo el mensaje cristiano en su conjunto: el Evangelio, la Buena Nueva».
Si nos preguntamos qué otra motivación puede tener esa alegría, encontraremos la respuesta en la oración colecta de la Misa, que pide al Señor el don de su gracia «para que, cuantos hemos recibido las primicias de la salvación por la maternidad de la Virgen María, consigamos aumento de paz en la fiesta de su Nacimiento». ¿De qué paz pedimos aumento? De la que recibimos en primicias con la natividad de María, de la paz que proviene de sabernos in spe salvi, salvados por Jesucristo. La paz, la alegría, de sabernos hijos de Dios, justificados, partícipes de su gracia santificante: redimidos, pacificados, perdonados.
Precisamente en esa línea es muy oportuno que el Evangelio de la Misa sea la genealogía de Jesús según san Mateo, que incluye personas de toda condición social y moral: desde grandes personajes como Abraham, Isaac y Jacob, pasando por reyes, hasta gente común y corriente, incluyendo conocidos pecadores. Benedicto XVI concluía que «la genealogía, con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto con los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia Él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo».
En la misma línea, san Josemaría comentaba que «en la genealogía de Jesucristo, encontramos hombres y mujeres —antepasados de José y de María— que a veces no fueron un modelo. Con esa lección, seguro que la Madre de Dios quiere que consideremos que Ella, siendo toda limpia —¡Inmaculada! —, nos acepta con nuestras manchas. Y cuando nos acercamos a Ella y a Jesús, con la conciencia limpia, con la voluntad llena de buenos deseos, entonces todo lo pasado no cuenta. Podemos rehacer nuestra vida, y para eso a lo largo de la jornada habremos de rectificar el rumbo más de una vez».
Es una de las grandes enseñanzas de esta fiesta, el principal motivo de nuestro gozo y nuestra paz: Dios conoce nuestras miserias, pero no nos rechaza por ellas. Al contrario, ha venido a nuestro encuentro, ha enviado a su Hijo para hacernos hermanos suyos, y en su misericordia nos garantiza la gracia necesaria para vencer contra las tentaciones del diablo: «Quiero que vosotros y yo  —concluye San Josemaría— tengamos esa visión de lucha; que no perdamos nunca de vista que en la vida interior es necesario pelear sin desánimo; que no nos desalentemos cuando al intentar servir a Dios, no una vez sino muchas, tengamos que rectificar».
Justo cuando se acerca el Jubileo de la Misericordia, damos gracias a Dios por haberse desbordado en su amor hacia nosotros, queriendo que nos llamáramos hijos suyos y también de su Madre. Conociendo nuestras malas inclinaciones, vino a nuestro encuentro para liberarnos, para redimirnos, como recordamos en la Oración sobre las ofrendas: «Jesús, que con su nacimiento no menoscabó su integridad, sino que la santificó, nos libre del peso de nuestros pecados».
La paz que pedíamos en la oración colecta es entonces la verdadera paz: la paz de la conciencia, de sabernos reconciliados con Dios, libres del peso de nuestros pecados. No impecables, no inmaculados como María, sino perdonados una y otra vez en el sacramento de la misericordia que su hijo nos ganó muriendo por nosotros en la Cruz. Por esa razón la antífona de comunión recuerda a Mt 1,21: la Virgen dará a luz un hijo que salvará al pueblo de sus pecados.
En el patíbulo del Calvario Jesús mismo nos entregó a su Madre como Madre nuestra. Es como una manifestación externa del perdón que nos estaba consiguiendo. Por eso uno de los títulos con los que más frecuentemente la llamamos es «Madre de Misericordia», porque sabemos que Ella es el atajo para volver a su Hijo cuando lo perdemos por el pecado; que Ella es la luz que ilumina el camino verdadero en tiempos de borrascas interiores; que también intercede ante Dios para alcanzarnos las gracias que necesitamos en las batallas de la lucha ascética. Es lo que ilustra la petición del Himno de Vísperas: «Dejando lejos lo antiguo, trasplántanos a este germen nuevo, donde, por Ti, se confiere a los hombres un sacerdocio regio. Desata con tus preces el nudo de nuestras culpas y por medio de tus méritos, condúcenos hasta el Premio del Cielo».
Considerar la omnipotencia de María, madre de Misericordia, nos llena de esperanza para nuestro combate interior. Un buen propósito es acudir con más frecuencia a su intercesión. Pero ojalá pudiéramos buscarla desinteresadamente, para manifestarle nuestro amor filial. Renovemos en este momento el deseo de saludar con más frecuencia las imágenes de la Virgen que nos encontramos en nuestra casa, en las calles que recorremos habitualmente y en el lugar de trabajo. Pensemos cómo afinar en la piedad mariana: podríamos tenerla en cuenta desde el primer momento de la jornada, llevar el escapulario y usarlo como recordatorio para la presencia de Dios, rezar el Ángelus al medio día, descubrir su papel en el santo sacrificio de la Misa, y acudir a Ella para que nos ayude a dar gracias con más piedad después de recibir a su Hijo en la Eucaristía. También es posible revivir esas oraciones marianas que aprendimos quizá desde pequeños: Bendita sea tu pureza…, Oh Señora mía, oh Madre mía…, el Acordaos…
Desde luego, quizás el mejor propósito, para vivir toda la vida cobijados por el manto de la Virgen, es cuidar cada día más el rezo del santo Rosario. Impresiona mucho leer el testimonio de monseñor Bergoglio sobre la santidad del papa Juan Pablo II. Viéndolo rezar el Rosario descubrió en su piedad mariana («Totus tuus» era su lema pontificio) la clave para la vida espiritual del cristiano: «Una tarde fui a rezar el Santo Rosario que dirigía el Santo Padre. Él estaba delante de todos, de rodillas. El grupo era numeroso. Veía al Santo Padre de espaldas y, poco a poco, fui entrando en oración. No estaba solo: rezaba en medio del pueblo de Dios al cual yo y todos los que estábamos allá pertenecíamos, conducidos por nuestro Pastor. En medio de la oración me distraje mirando la figura del Papa: su piedad, su unción era un testimonio. Y el tiempo se me desdibujó; y comencé a imaginarme al joven sacerdote al seminarista, al poeta, al obrero, al niño de Wadowice... en la misma posición en que estaba ahora: rezando Ave María tras Ave María. Y el testimonio me golpeó. Sentí que ese hombre, elegido para guiar a la Iglesia, recapitulaba un camino recorrido junto a su Madre del cielo, un camino comenzado desde su niñez. Y caí en la cuenta de la densidad que tenían las palabras de la Madre de Guadalupe a san Juan Diego: «No temas. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?» Comprendí la presencia de María en la vida del Papa. El testimonio no se perdió en un recuerdo. Desde ese día rezo cotidianamente los quince misterios del Rosario». (Ivereigh, El gran reformador, p. 371).

«¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?», nos sigue recordando la Virgen santa, cuyo nacimiento celebramos. Como dice el papa Francisco en la convocatoria para el nuevo año jubilar: «El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios (…). Al pie de la cruz, María junto con Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno. Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús» (MV, n.24).

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