Juan Bautista es el único santo del que se celebra el
nacimiento y el martirio. El prefacio de la Misa hace un resumen de su vida,
con los principales hitos de su relación con Jesucristo: «precursor de tu Hijo
y el mayor de los nacidos de mujer, saltó de alegría en el vientre de su madre
al llegar el Salvador de los hombres, y su nacimiento fue motivo de gozo para
muchos. Él fue escogido entre todos los profetas para mostrar a las gentes el
Cordero que quita el pecado del mundo. Él bautizó en el Jordán al autor del
Bautismo, y el agua viva tiene, desde entonces, poder de salvación para los
hombres. Y él dio, por fin, su sangre como supremo testimonio por el nombre de
Cristo».
Vamos a considerar en nuestra oración el relato de ese
«supremo testimonio» según el Evangelio de san Marcos (6,14-29): Como la fama de Jesús se había extendido, el
rey Herodes oyó hablar de él. Este Herodes es Antipas, hijo de Herodes el
Grande, que reinaba cuando nació Jesucristo. En realidad Antipas no era
propiamente rey, sino tetrarca (un gobernador con mucho poder). Era amigo del
César y en un viaje a Roma había conquistado a la mujer de su hermano Filipo.
Cuenta Flavio Josefo, historiador contemporáneo suyo, que ella se trasladó con
Antipas acompañada de su hija Salomé.
Muchos años después, el gobernador escuchó los rumores
sobre un nuevo profeta en Tierra Santa. Unos
decían: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso las
fuerzas milagrosas actúan en él». Las gentes se daban cuenta de que estaban
frente a un predicador diferente, y rememoraban los enviados más grandes de sus
tradiciones religiosas, hasta llegaron a pensar que era el precursor del Mesías
o que continuaba la misión de los profetas tradicionales. Otros decían: «Es Elías». Otros: «Es un profeta como los antiguos».
Tu testimonio de vida, Señor, movía los corazones de
tus contemporáneos a plantearse las grandes cuestiones, las enseñanzas de las
autoridades religiosas fundamentales. Ayúdanos a imitarte en esa claridad y
coherencia de tus enseñanzas, que refrendemos con nuestra vida, con nuestra
lucha personal, lo que enseñamos de palabra. Que se pueda decir de nosotros,
como de ti, que coepit facere et docere,
Jesús hizo y enseñó (Hch 1,1): «tú y
yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar una doble
vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras, hemos de
enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar» (F, n.694). Ese
puede ser el primer propósito de este rato de oración, seguir la enseñanza de
Juan Bautista, su invitación a convertirnos, y —como él, como Jesús— a ser
coherentes con la fe que enseñamos.
Volviendo a la escena del Evangelio, vemos que el
principal conmocionado con la predicación de Jesús, porque le traía
remembranzas del testimonio de Juan, era el propio gobernador Antipas: Herodes, al oírlo, decía: «Es Juan, a quien
yo decapité, que ha resucitado». A
este hombre no le impresionan las enseñanzas doctrinales de Jesús, sino que
siente remorderle la conciencia por la maldad que había cometido con su
adulterio y con el posterior degüello de aquel hombre de Dios que le mostraba
el camino que debía recorrer, con claridad y caridad, hasta el punto de
merecerle respeto e incluso simpatía: Herodes
respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al
escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto.
La celebración del martirio de san Juan Bautista muestra
la importancia que tiene para la Iglesia su misión de Precursor del Mesías. Y
su papel de modelo para nosotros, que también hemos de estar dispuestos a proclamar
y defender la doctrina y el mensaje salvador de Jesucristo, aunque conlleve
muchos sacrificios, hasta el de dar la vida si fuera el caso. Le pedimos al
Señor, con la oración colecta de la Misa: «concédenos, por tu intercesión, que,
así como él murió mártir de la verdad y la justicia, luchemos nosotros
valerosamente por la confesión de nuestra fe».
En realidad, es muy probable que a nosotros no nos
toque morir de modo violento y mucho menos decapitados –aunque la maldad del
demonio y de personas usadas por él como instrumentos lo haya ocasionado en
tantas ocasiones, también ahora en varios sitios del mundo-, pero a lo que más
seguramente estamos abocados es al llamado “martirio cotidiano”: a la burla por
nuestro modo de vivir, a las críticas por defender la ley natural, la familia,
la dignidad del ser humano desde su concepción hasta la muerte natural, etc.
Aunque el modo en que lo hagamos no sea fanático, ni
fundamentalista, sino con una sonrisa, “sin levantar la voz”, descubriendo la
parte de verdad que hay en la argumentación del que se nos opone, haciéndole
ver que también nosotros defendemos esa idea pero mostrando —sin humillar— que
lo hacemos desde un punto de vista más antropológico, más completo. Aunque
nuestro razonamiento sea positivo, sonriente, amable, no estaremos exentos de
ese tipo de martirio pequeño, que incluye no solo la burla sino también el
rechazo, la persecución laboral, el detrimento económico o el señalamiento
social.
Debemos hacer nuestra hoy la misión de Juan Bautista:
ser precursores del Señor ante las personas que tenemos al lado, en el trabajo,
en la oficina, en la universidad, en los medios de debate y comunicación. Pero
condición indispensable para la eficacia es la propia santidad, como vemos en
el caso del primo de Jesús.
Como enseña san Beda el Venerable, «este hombre tan
eximio terminó, pues, su vida derramando su sangre, después de un largo y
penoso cautiverio. Él que había evangelizado la libertad de una paz que viene
de arriba, fue encarcelado por unos hombres malvados; fue encerrado en la
oscuridad de un calabozo aquel que vino a dar testimonio de la luz y a quien
Cristo, la luz en persona, dio el título de “lámpara que arde y brilla”; fue
bautizado en su propia sangre aquel a quien fue dado bautizar al Redentor del
mundo, oír la voz del Padre que resonaba sobre Cristo y ver la gracia del
Espíritu Santo que descendía sobre él. Mas, a él, todos aquellos tormentos
temporales no le resultaban penosos, sino más bien leves y agradables, ya que
los sufría por causa de la verdad y sabía que habían de merecerle un premio y
un gozo sin fin».
El papa Francisco, explicando este Evangelio,
presentaba tres manifestaciones de esa santidad: en primer lugar, el anuncio de
la cercanía del reino de Dios. La segunda característica es que no se adueñó de
su autoridad moral, no robó la dignidad, sino que siempre invitó a la
conversión personal. La tercera expresión de su santidad «fue imitar a Cristo,
imitar a Jesús. En tal medida que, en aquellos tiempos, los fariseos y los
doctores creían que él era el Mesías. Incluso Herodes, que lo había asesinado,
creía que Jesús era Juan» (Homilía, 7-II-2014).
Acudamos a la Virgen santísima, pariente de san Juan
Bautista, para que nos ayude a preparar los caminos de nuestra alma para el
Señor. A escuchar la llamada a la conversión que nos hace, a disminuir para que
Cristo crezca. De esa manera, estaremos dispuestos a dar testimonio de su Hijo
en la vida ordinaria y a soportar con amor las contradicciones que conlleve el
apostolado. Hasta la muerte, si fuera el caso.
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