Cada 25 de
marzo la Iglesia conmemora la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo en las
purísimas entrañas de la Virgen María, que es el evento con el que se llega al
culmen de la Revelación. Después de la creación, del anuncio del Mesías, del
envío de los profetas, los jueces, los sacerdotes y los reyes, de la liberación
del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto, y de la tortuosa llegada a la
tierra prometida, aparece la manifestación suprema del amor de Dios.
Como fruto
de la oración de tantas personas santas ―algunas ejemplares también por sus
ejemplos de conversión― a lo largo del Antiguo Testamento: de Abel, Noé,
Abraham, Moisés, David, Salomón, Melquisedec, Jonás, Job, Joaquín; y de mujeres
como Susana, Sara, Débora, Raquel, Judith, Rut, Ana, Isabel, etc., llegamos a
la plenitud de los tiempos, al momento esperado durante tantos siglos.
Según una
antigua tradición, en el 25 de marzo coinciden ―además del equinoccio de la
primavera, que es el día en el que la creación parece que volviera a nacer― dos
acontecimientos centrales en la historia de la humanidad: la Encarnación del
Hijo de Dios (por esa razón la Navidad se celebra nueve meses después) y
también la muerte del Señor.
Para darle
realce a esta celebración, en el momento de rezar el Credo los fieles se ponen
de rodillas al decir: «y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la
Virgen, y se hizo hombre», como también lo harán el día de la Navidad. Son
gestos litúrgicos que tratan de ayudarnos a comprender la grandeza de esta
solemnidad. También nos servirá contemplar qué nos dice el Señor en la
Escritura.
El primer
anuncio del Mesías se remonta al Génesis, al momento de la expulsión de Adán y
Eva del paraíso terrenal. En ese primer juicio, el Señor anuncia que vendrá
otra Mujer para aplastar la cabeza de la serpiente y cuya descendencia vencerá
al demonio (Gn 3,16). Con razón a este pasaje se le llama «el Protoevangelio»,
el primer anuncio de la Buena Nueva.
Más
adelante, como se considera en la fiesta de san José, el profeta Samuel
proclama que el Señor concederá un reino sin final a un descendiente de David.
Ese es uno de los muchos papeles, no el menor, que juega el Santo Patriarca en
la vida de su Hijo adoptivo: entroncarlo en la genealogía davídica, permitir
que se cumpla la profecía mesiánica.
Pero con
respecto a la concepción virginal el anuncio más clásico es el de Isaías
(7,14). Estamos en el siglo VIII antes de Cristo. El profeta se presentó ante
el rey Ajaz para decirle, de parte de Dios, que no hiciera ninguna alianza con
los poderosos enemigos que le apremiaban, para no caer en la idolatría. Y para
garantizar que estaba cumpliendo una embajada divina, le dijo que podía pedir
el signo que quisiera. El rey contestó con una disculpa de apariencia
religiosa, para evadir el embarazoso consejo: No lo pido, no quiero tentar al Señor.
A lo que el
profeta respondió, con unas palabras que conservarían su validez a lo largo de
muchos siglos: Escucha, casa de David:
¿no os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el
Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a
luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel. Aunque el texto original que
se refiere a la futura madre podría traducirse como «doncella» o «muchacha», la
cual podría ser la misma esposa del rey, los judíos vieron en el oráculo un
anuncio más profundo. Esto se nota por ejemplo en que, al traducir el texto al
griego, prefirieron escribir la palabra parthénos,
virgen.
Esta
tradición permitió a Mateo que, inspirado por el Espíritu Santo, interpretara
que el anuncio profético se cumplía con la concepción virginal de Jesús en el
seno de María. Benedicto XVI concluye su consideración de esta predicción
diciendo que «el Emmanuel ha llegado. M. Reiser ha resumido en esta frase la
experiencia que tuvieron los lectores cristianos respecto a esta palabra: “La
profecía del profeta es como un ojo de cerradura milagrosamente predispuesto,
en el cual encaja perfectamente la llave Cristo”».
El salmo
40, cuya parte central es la disposición del salmista para obedecer al Señor,
es como un anticipo de la respuesta de Jesús, que es la misma de María y
debería ser la nuestra: Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad. El estribillo del salmo es como el marco
adecuado para contemplar el relato evangélico de la vocación de María (Lc 1,
26-38):
En el mes sexto, el ángel Gabriel fue
enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen
desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la
virgen era María. Todo tiene sentido, a la luz de la mirada divina. Nos
situamos en una aldea perdida de un pueblo dominado por el imperio romano. La
protagonista es una campesina pobre, sencilla, prometida con un humilde
jornalero. ¡Y estamos hablando de la Mujer más importante de la historia, de la
obra maestra de la creación! Guardando las distancias, también a nosotros el Señor
nos tiene preparado unos designios, en apariencia sencillos, quizás nada
llamativos. ¡Pero cuánto está en juego, dependiendo de nuestra respuesta a sus
llamadas, grandes o pequeñas de cada día!
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate». Llama la atención que el anuncio de la llamada divina, el
desvelamiento de la voluntad de Dios, el cambio de todos los proyectos de
aquella joven doncella, comience con una invitación a estar alegre. Y es que
¡cómo va a haber miedo, tristeza o preocupación cuando se cumplen los designios
del Señor!
Por eso
decía san Juan Pablo II al explicar el Rosario: «El primer ciclo, el de los “misterios gozosos”, se caracteriza
efectivamente por el gozo que produce
el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la
anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la
invitación a la alegría mesiánica: “Alégrate,
María”. A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en
cierto modo, la historia misma del mundo» (RVM, n.20).
El ángel
debía haber saludado a María con el tradicional shalom –la paz esté contigo–, pero el Evangelio nos transmite la
expresión chaire: ¡Alégrate!, que
también se relaciona con la palabra «gracia». La vocación de María a ser el
Templo en el que se encarna el Señor es la fiesta de la alegría. ¡Alégrate!
Benedicto XVI afirma que con estas palabras «comienza en sentido propio el
Nuevo Testamento. En el saludo del ángel se oye el sonido de un acorde que
seguirá resonando a través de todo el tiempo de la Iglesia y que, por lo que se
refiere a su contenido, también se puede percibir en la palabra fundamental con
la cual se designa todo el mensaje cristiano en su conjunto: el Evangelio, la
Buena Nueva».
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Con la llamada de Dios
a la Virgen se cumplen las promesas, las profecías mesiánicas. La invitación a
seguirlo es el camino más seguro para la felicidad, propia y de los demás. Por
eso el ángel, después de alabarla como la
llena de gracia, la especialmente unida al Señor, la colmada de
bendiciones por la Trinidad, le dice ante la turbación de la Virgen: No temas, María.
Es normal
sentir inquietud, plantearse los problemas que el nuevo camino ofrece a los
proyectos que nos habíamos hecho. Pero, como decía el papa Benedicto el día del
inicio de su pontificado, «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada
―absolutamente nada― de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No!
Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta
amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana.
Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así,
hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia
de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No
tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él,
recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo,
y encontraréis la verdadera vida».
La Virgen
plantea el interrogante natural, ante una nueva llamada que parece alterar los
planes que ella entendía que Dios le tenía preparados, pues había pensado
ofrecer su virginidad para el Señor. Como resume Benedicto XVI, «María, por
razones que nos son inaccesibles, no ve posible de ningún modo convertirse en
madre del Mesías mediante una relación conyugal».
Por esa
razón pregunta: ¿Cómo será eso? Y
cuando el Ángel le responde ―una explicación que exige mucha fe, pues tampoco
es lo más corriente en la vida de una persona: ―El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios,
Ella no ofrece más trabas y sencillamente responde, como fruto de su profunda
fe y de su amor a Dios: Amén!, Fiat!,
¡Hágase! «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra».
Una
respuesta que es equivalente a decir: «He aquí la esclava del Señor, dócil para
obedecer, pronta para servir, dispuesta para recibir» (Andrés de Creta). San
Josemaría invita a alabar y agradecer a la Virgen, Madre de Dios y Madre
nuestra, por la nueva dinámica que ha introducido en la historia con su
respuesta generosa: «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya ―fiat― nos has hecho hermanos de Dios y
herederos de su gloria. ―¡Bendita seas!» (C, n.512).
A partir de
ese momento, María es la hija de Sión, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
«Al encanto de estas palabras virginales» el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Cf. SR, 1 Gozo). Plantó su
tienda en nuestro campamento, puso su morada en nuestro barrio. Parafraseando a
algunos Padres, podemos decir que la Palabra de Dios se abrevió hasta hacerse
un embrión. Es el motivo por el cual el autor de la epístola a los Hebreos
aplica al mismo Jesús la respuesta que meditamos en el Salmo: «cuando Cristo entró en el mundo dijo: «Tú
no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo (…).
Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh Dios, para
hacer tu voluntad”». ¡Qué humildad! ¡Qué ejemplo para nuestra soberbia!
El Prefacio
de la Misa contempla la escena del Evangelio con palabras que permiten
contemplar la doble dimensión de esta festividad, no solo la generosidad de
María para acoger el llamado, sino también la abnegación del Señor para
encarnarse y salvarnos: «la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, por
obra del Espíritu Santo, iba a hacerse hombre por salvar a los hombres; y lo
llevó en sus purísimas entrañas con amor. Así Dios cumplió sus promesas al
pueblo de Israel y colmó de manera insospechada la esperanza de otros pueblos».
Por ese
motivo, la Iglesia nos invita a pedir en esta fiesta «que cuantos confesamos a
nuestro Redentor, como Dios y hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes
a él en su naturaleza divina». Para eso se encarnó, para ofrecernos un modelo
de hombre perfecto. Y para facilitarnos el camino, brindándonos la gracia para
lograrlo.
En la senda
de los antiguos liturgistas, que ―como decíamos al comienzo― unían la creación,
la encarnación y la muerte de nuestro Señor, la Misa concluye con una oración
que enlaza el acontecimiento de la Encarnación con el misterio pascual, que
estamos a punto de celebrar en pocos días: «Confirma, Señor, en nosotros la
verdadera fe, mediante los sacramentos que hemos recibido; para que cuantos
confesamos al Hijo de la Virgen, como Dios y como hombre verdadero, podamos
llegar a las alegrías del Reino por el poder de su santa resurrección».
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