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El Bautismo del Señor

El tiempo de Navidad, uno de los tiempos fuertes del año litúrgico, termina con la celebración del Bautismo del Señor. La narración de san Marcos es, como en el resto de su Evangelio, escueta y directa (1,7-11): Llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco».

Ese misterio de la vida de Cristo tiene un estrecho vínculo con la Epifanía y con el milagro de las bodas de Caná. Como dice la Antífona de las laudes del 6 de enero, «hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque, en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del Rey, y los invitados se alegran por el agua convertida en vino».

Los Padres de la Iglesia también unen estas festividades. Por ejemplo, san Proclo enseñaba: «El agua del diluvio acabó con el género humano; en cambio, ahora, el agua del bautismo, con la virtud de quien fue bautizado por Juan, retorna los muertos a la vida. Entonces, la paloma con la rama de olivo figuró la fragancia del olor de Cristo, nuestro Señor; ahora, el Espíritu Santo, al sobrevenir en forma de paloma, manifiesta la misericordia del Señor».

Con estas citas notamos el énfasis que la Iglesia pone en la institución del Bautismo, sacramento con el que Jesús purifica nuestros pecados para que podamos unirnos a su cuerpo místico. El Compendio del Catecismo (n.105) ofrece el mejor resumen de los efectos de este misterio luminoso: «Jesús recibe de Juan el Bautismo de conversión para (1) inaugurar su vida pública y (2) anticipar el “Bautismo” de su Muerte; y (3) aunque no había en Él pecado alguno, Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), acepta ser contado entre los pecadores».

Podemos considerar en nuestro diálogo con el Señor la anticipación del «Bautismo» de su muerte. Es una manera fuerte de mostrar la unidad de toda la vida de Cristo, como lo hacen algunos villancicos, cuando ponen en boca del Niño, en medio de la alegría de la Navidad, palabras como estas: Yo bajé a la tierra para padecer.

El papa Benedicto XVI escribió en su libro sobre Jesús de Nazaret que, «a partir de la cruz y la resurrección se hizo claro para los cristianos lo que había ocurrido: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz (…). El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir "toda justicia", se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo –Este es mi Hijo amado– es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte.

Es una consideración que nos puede servir cuando meditemos, cada jueves, el primer misterio luminoso: el Bautismo de Jesús es la prefiguración de nuestro bautismo. Entre los muchos efectos de ese primer sacramento ―gracias, Señor, por habernos permitido recibirlo―, el Compendio del Catecismo (n.263) enumera algunos: el Bautismo perdona los pecados; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia santificante (que nos incorpora a Cristo y a su Iglesia); hace participar del sacerdocio de Cristo, etc.

Consideremos en nuestra oración de hoy los dos últimos efectos: la incorporación a Cristo y a su Iglesia, y la participación del sacerdocio de Cristo (alma sacerdotal). Estas consecuencias de nuestra pertenencia al cuerpo místico del Señor configuran nuestra vocación bautismal: la llamada que Dios nos hace a la santidad y al apostolado. Como Jesús, hemos de ser almas de oración y de penitencia.

Así lo describe el papa Benedicto XVI: «La anticipación de la muerte en la cruz que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se han hecho ahora realidad. Así, el bautismo con agua de Juan recibe su pleno significado del bautismo de vida y de muerte de Jesús (…). En su teología del bautismo (cf. Rm 6,1: Los que fuimos bautizados en Cristo fuimos bautizados en su muerte), Pablo ha desarrollado esta conexión interna sin hablar expresamente del bautismo de Jesús en el Jordán. La iconografía recoge estos paralelismos. El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: "Sumergido en el agua, ha vencido al poderoso" (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén».

Nosotros, hijos de Dios gracias a la muerte de Cristo, hemos de unirnos a sus sufrimientos, cargar con nuestra cruz de cada día y seguirlo. Ser almas mortificadas y penitentes. Como enseñaba san Josemaría: «Sin mortificación, no hay felicidad en la tierra», y «Un día sin mortificación es un día perdido» (S, nn.983,988).

En el Diccionario de san Josemaría explican algunos aspectos de ese tema en la predicación del fundador del Opus Dei (Juliá 2014): en primer término, cuál es el lugar de la mortificación en la vida espiritual: de ordinario ha de ser sencilla, sin nada llamativo: «la mortificación ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos señorío sobre nosotros mismos, y viviremos con los demás la caridad de Jesucristo» (F, n.518).

Sobre la necesidad y los motivos para la mortificación: «Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. (...) De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio» (ECP, n.114).

En cuanto a las formas y manifestaciones de la mortificación, podemos hacer una distinción básica, además de la tradicional diferencia entre activas –voluntarias, buscadas- y pasivas –inesperadas, sorpresivas-: es muy útil vivir tanto la mortificación interior como la exterior.

Para considerar en nuestro diálogo con el Señor la penitencia interior nos puede servir el n.173 de Camino, con algunos añadidos que pongo entre paréntesis: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca (el cuidado de la vida en familia: no solo “el chiste”, sino también el comentario, la indirecta, la queja innecesaria que podría canalizarse adecuadamente a través de la corrección a solas); la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos (también el no acusar, el no ser pesado, saber escuchar o hablar según corresponda); el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior».

Se trata de mortificar las potencias internas: dirigir y controlar la imaginación, la memoria, la curiosidad, para que nos lleven a amar más a Dios y a los demás por Él: «Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos» (ECP, n.9). Eso es la santidad, la identificación con Cristo, morir con Jesús para resucitar con Él.

Cargar con la cruz de cada día, negarse a sí mismo y seguir a Jesucristo. Cotidie, diariamente, en la vida ordinaria. Por ejemplo, se puede ofrecer al Señor el esfuerzo por estar bien presentados, para vivir la caridad con los demás, al tiempo que se eleva el nivel humano del ambiente en que nos movemos. Cuentan que así actuaba el profesor J. Ratzinger, cuando enseñaba en la universidad alemana, que se tomaba la profesión universitaria como algo distinto y distinguido: «En verano todos circulan en camisa de manga corta; solo el profesor Ratzinger mantiene la chaqueta gris». (Blanco P. BXVI, el papa alemán, p. 216).

Otras mortificaciones que deben estar presentes cada día en nuestra lucha ascética son las que nos ayudan a cumplir los deberes: los minutos heroicos a lo largo de la jornada, comenzando por el de la levantada, la puntualidad, el orden, la intensidad en el estudio.

Y también la templanza en las comidas, siguiendo un consejo clásico: «Pon, entre los ingredientes de la comida, «el riquísimo» de la mortificación» (F, 783). Del Beato Álvaro del Portillo cuenta una persona que cocinó para él muchas veces: «He comprobado muchas veces, y lo pensaba a menudo, que era muy santo solo por el modo como vivía la sobriedad en las comidas. Tenía un régimen muy severo, que no nos permitía variar el menú, ni siquiera darle lo que le gustaría. Vivía desprendido de sus gustos y confiaba totalmente en sus hijas y en las indicaciones de los médicos y jamás pidió que le sirviéramos algo distinto o especial. Su régimen consistía en unas verduras cocidas, que procurábamos preparar lo mejor posible, poca carne y nada de sal ni azúcar; y siempre don Álvaro estaba de buen humor, a veces hasta bromeaba con su régimen».


Son maneras concretas de seguir al Señor, tomando su cruz cada día sobre nuestros hombros. Un último truco, para vivir de esa manera, es acudir a María, que acompañó a su Hijo hasta la hora de la muerte, al pie de la Cruz. «Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús» (C, n.497).

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