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El "plan de vida" espiritual

Volvamos a la segunda parte del discurso misionero de Jesús, que transmite san Mateo. El autor sagrado cambia de escenario desde donde enseña el Maestro: Cuando terminó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, se fue de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.
A continuación, Jesús increpa a las ciudades incrédulas donde se habían realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido: —¡Ay de ti, Corazín, ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia en saco y ceniza. Sin embargo, os digo que en el día del Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender! Porque si en Sodoma hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en ti, perduraría hasta hoy. En verdad os digo que en el día del Juicio la tierra de Sodoma será tratada con menos rigor que tú (Mt 11,20-24).
Jesús hace un llamado de atención a aquellas ciudades en las que había hecho tantos milagros, y les recrimina que no se hayan dado cuenta de los tiempos que estaban viviendo, que no hubieran hecho penitencia como sí lo hicieron otras ciudades perversas en el Antiguo Testamento al escuchar la voz de los profetas. El Maestro pone como ejemplo tres ciudades clásicas por el castigo que merecieron sus pecados y dice que hasta ellas se hubieran convertido al convivir con el Mesías.
No es una llamada al pesimismo o al temor, pero sí a la responsabilidad. El Señor ha hecho mucho por nosotros, y espera nuestra respuesta generosa. Quizás nos damos cuenta, con dolor, de que ―como aquellas ciudades reprobadas― no hemos estado a la altura. Te pedimos perdón, Señor. Hemos de hacerlo cada jornada, varias veces al día. Pero también salir al ataque en nuestro esfuerzo por cumplir su voluntad. Planear una estrategia de victoria, que nos permita llamarnos vencedores en estas luchas por Dios.
Y una táctica muy importante, que ha hecho muchos santos, es la de prever un horario para las prácticas de piedad, un “plan de vida espiritual”, al cual podamos aferrarnos para nuestra lucha cotidiana. Como las rutinas del deportista, que le permiten desarrollar competencias determinadas para alcanzar el objetivo, así mismo nosotros hemos de entrenar cada día, esforzándonos por ser fieles a Dios en medio de nuestras actividades.
El plan de vida incluye los compromisos profesionales y familiares, que nos marcan unos límites de referencia: la hora de inicio y de término de nuestra labor ordinaria, la hora habitual de comer en familia, nos establecen unos parámetros dentro de los cuales hemos de establecer también el período de descanso. Hasta aquí hemos hablado del plan externo, que nos viene señalado por el ambiente. Pero se trata de reaccionar desde dentro, de convertirse, como dice el Señor a las ciudades perversas.
El comienzo de un nuevo semestre es una buena ocasión para replantear la lucha, el propósito de responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana convirtiendo todos los momentos y circunstancias de nuestra vida en ocasión de amar a Dios y de servir al Reino de Jesucristo, como decimos en la oración para la devoción privada al futuro Beato Álvaro del Portillo. ¿Cómo lograrlo? ―Quizás siguiendo su ejemplo, y sus consejos.
En una carta pastoral, escrita el 24-IX-1978 (n.50), escribía: «Si de veras quieres acercarte a Dios, acuérdate de que lo primero que espera de ti se concreta en la fidelidad a estos medios. No veáis jamás en el plan de vida una mera tarea que debe ser realizada: cumplid siempre las normas y las costumbres [de un plan de vida cristiano] con amor, porque constituyen un encuentro personal con Dios. Hijo mío, si te portas así, lo demás vendrá solo, como por añadidura, porque irás acercándote al Señor y Él sembrará en tu corazón propósitos, deseos de mejora, afanes de apostolado, obras merecedoras de recompensa eterna. Tu camino irá transformándose, y de esta manera transformarás también el ambiente que te rodea, hasta provocar un gran incendio, porque el fuego de tu corazón se habrá pegado a otros, y éstos lo habrán transmitido a otros, en una concatenación maravillosa» (Sal y luz, n.236).
Para manifestar nuestros deseos de dar gloria a Dios, aprovechemos este rato de oración comprometiéndonos con el Señor en que renovaremos el deseo de cumplir con amor y fidelidad unas normas de piedad que nos ayuden a estar pendientes de Él a lo largo del día, pase lo que pase. Vienen a la mente una metáfora de san Josemaría, quien comparaba estos actos piadosos con esos palos pintados de rojo que ponen las autoridades en las carreteras de algunos países. Cuando nieva, aquellas varillas ―que son aparentemente inútiles durante casi todo el año― recuerdan a los caminantes por dónde va la senda cubierta por el manto blanco.
Con su estilo pastoral y poético, san Josemaría sacaba conclusiones ascéticas, relacionadas con el tema del que estamos hablando: «En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se compaginan con el amor. Por eso, en los momentos de nevada y de ventisca, unas prácticas piadosas sólidas —nada sentimentales—, bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos palos pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue sólo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrificio» (AD, n.151).
Fidelidad, constancia, perseverar a pesar de los cambios del clima exterior o interno. Ese es el presupuesto con el que hemos de retomar nuestro plan de vida espiritual. ¿Cuáles prácticas, qué “Normas” de piedad podemos prometer al Señor que utilizaremos en este nuevo período que estamos empezando, para que nos marquen el camino cuando haya pasado el entusiasmo que ahora tenemos, el deseo firme de llegar a la meta?
Hay muchas y muy variadas, y no podemos pretender hacer ahora un elenco interminable. Entre otras cosas, porque cada alma tiene su camino; y porque en la vida interior debe haber una libertad muy grande, y no se trata de hacer patrones prefabricados para que todos se amolden a ellos. En el trato con Dios, cada uno debe recorrer su camino con la mayor generosidad posible.
Desde luego, hay una jerarquía teológica en la vida de piedad. Primero está Dios, después la Virgen y los demás santos. Y en el trato con el Señor, hemos de recorrer una vía que nos lleve a distinguir a cada una de las Tres Personas divinas: al Padre, al Hijo ―nuestro hermano Jesucristo―, al Espíritu Santo ―nuestro Santificador―.
La relación más íntima con el Señor la alcanzamos en los sacramentos, donde recibimos su misma vida, su gracia, la relación más personal posible con Él. Sin embargo, hay algunos que solo podemos recibirlos una vez en la vida (el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal, porque imprimen el sello indeleble del carácter), otros los recibiremos una sola o muy pocas veces en la vida (la unción de enfermos, el matrimonio –en caso de enviudar). Nos quedan dos sacramentos que sí podemos recibir con cierta frecuencia: confesión y la comunión.
En el sacramento de la reconciliación recibimos el perdón de nuestros pecados. Si tuviéramos la desgracia de cometer un pecado mortal ―no tiene por qué suceder―, la reacción inmediata ha de ser la de acudir cuanto antes a recibir el perdón. Sin embargo, lo habitual será recibirlo aunque uno esté en gracia de Dios, porque este sacramento es un medio de formación (a través de los consejos que nos da el sacerdote) y de fuerzas para la lucha. Con el sacramento de la penitencia se nos da una gracia especial para vencer en esas pequeñas faltas de las que nos acusaremos, y recibiremos ayuda específica no solo para rechazar las tentaciones futuras, sino también para crecer en las virtudes correspondientes.
Como enseña el Compendio del Catecismo, «la Iglesia recomienda vivamente la confesión de los pecados veniales aunque no sea estrictamente necesaria, ya que ayuda a formar una recta conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo y a progresar en la vida del Espíritu» (n.306). Por esa razón, los santos han recibido este sacramento con mucha frecuencia. Por ejemplo, sabemos que san Juan Pablo II y san Josemaría acudían a él cada semana. Miremos nosotros, en este rato de oración y consultemos después en la dirección espiritual, cuál es la periodicidad más adecuada para nuestra vida interior, sabiendo que el mandamiento mínimo de la Iglesia es «confesar los pecados mortales por lo menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar».
El otro sacramento que podemos recibir con frecuencia es la sagrada Eucaristía, que el Compendio del Catecismo define de la siguiente manera: «es el sacrificio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús, que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la Cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna» (n.271). Es una definición muy resumida, que muestra la riqueza de este sacramento que podemos recibir diariamente si queremos. Para dar un solo argumento más sobre su conveniencia, pensemos que en los demás sacramentos se recibe la gracia y en la Eucaristía se recibe al mismo autor de la gracia, a Jesucristo, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como dice tradicionalmente el magisterio de la Iglesia.
Además de los sacramentos, otro encuentro muy directo con el Señor lo tenemos en la lectura y meditación del santo Evangelio, «libro que nos conserva la voz de Jesús, y que es la fuente donde nuestra oración bebe mejor el agua de la gracia, donde nuestra ansia de verdad se sacia tan plenamente con la luz del cielo prendida en las palabras del Maestro». (San Josemaría Escrivá, 30-V-1937. Citado en: Arocena F. La celebración de la Palabra. CPL. 2005, p. 18). Cada día podemos leerlo unos minutos y, también considerar en nuestra oración la liturgia de la palabra de la Misa de esa jornada.
Al mencionar la oración, nos queda claro que esta es otra práctica de piedad que no debe faltar. Unos ratos fijos al día ―preferiblemente tiempo fijo, a hora fija―, en la mañana y en la tarde, para hablar con Dios de lo que llevamos en el corazón: para ofrecerle el día que comienza y darle gracias por el que termina, para pedirle luces sobre una decisión que hemos de tomar, para pedir perdón por las acciones que hemos visto que no fueron afortunadas, para encomendar a las personas que dependen de nosotros, para pedirle que nos ayude a ver cuál es su Voluntad para nosotros y que nos dé la gracia para cumplirla.
En una entrevista, le preguntaron al Cardenal Bergoglio: «—¿Cómo debe ser para usted la experiencia de orar?». Y respondió así: «—A mi juicio debe ser, de cierta manera, una experiencia de claudicación, de entrega, donde todo nuestro ser entre en la presencia de Dios. Es allí donde se producirá el diálogo, la escucha, la transformación. Mirar a Dios, pero sobre todo sentirse mirado por Él. En ocasiones la experiencia religiosa en la oración se produce, en mi caso, cuando rezo vocalmente el Rosario o los salmos. O cuando celebro con mucho gozo la Eucaristía. Pero cuando más vivo la experiencia religiosa es en el momento en que me pongo, a tiempo indefinido, delante del sagrario (…). Creo que hay que llegar a la alteridad trascendente del Señor, que es Señor de todo, pero que respeta siempre nuestra libertad».
Se nos acaba el tiempo, y apenas hemos esbozado las prácticas de piedad fundamentales. Sobre estas, se pueden enganchar paulatinamente, con la ayuda del director espiritual, para convertir el día en una oración continua: el ofrecimiento de las obras del día al levantarse, el Ángelus al mediodía, la Visita al Santísimo Sacramento en el sagrario de una iglesia vecina, el Santo Rosario (oración predilecta de muchos papas y santos), la lectura periódica de algún libro espiritual, el examen de conciencia antes de acostarnos. También es muy importante que en el plan de vida espiritual esté previsto el cuidado de nuestra formación espiritual: el retiro mensual, un círculo de estudios ascéticos o teológicos, la dirección espiritual –que puede concluir con la confesión sacramental-.
Terminemos acudiendo a la Virgen Santísima. Ella es el mejor ejemplo de un alma que sabe reconocer a Dios en su existencia ordinaria y dedicarle su vida por completo, santificando el trabajo profesional de cada día. Pidámosle que nos alcance la gracia de vivir con fidelidad nuestro personal plan de vida espiritual, que tengamos en primer lugar las normas de piedad, conscientes de que esas prácticas «señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios» (AD, n.149).

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